La forja del futuro Ejército de la Patria
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El cielo estaba aún estrellado y relampagueaba por momentos cuando en la amanecida del 2 de diciembre de 1956 un yate pequeño navegaba cauteloso por la costa oriental de Cuba. Los primeros resplandores del alba lo sorprendieron a las puertas del canal de Niquero. El Granma venía de cruzar las aguas del Golfo de México, sobrecargado de hombres, de armas, de sueños… en la que sería recordada después como «la aventura del siglo».
Con apenas una pulgada de combustible en los tanques avanzó en busca de los contornos del litoral, hasta que al fin ante los ojos de sus 82 tripulantes surgió la maleza del mangle y la certeza de estar de vuelta en la Patria. El líder Fidel Castro, junto a su tropa, retornaba a la Isla, cumplía la palabra empeñada con el pueblo de hacerlo en ese año y empezaba así la última etapa de la lucha insurreccional por la libertad.
Los motores aceleraron en un impulso final durante unos minutos hasta que el barco encalló en el espeso lodo de la ribera. El comandante Juan Almeida Bosque, entonces uno de aquellos jóvenes, rememoraba aquellos minutos de emoción e inquietud: «Piden un voluntario para medir la profundidad del agua y salen tres para ver por dónde da: Horacio, René y Crespo. Los miramos. Primero el agua les da por la cintura, el pecho, a la barbilla. ¡Parece que se empinan! Nuevamente bajo el cuello, el pecho. Con la soga que tienen en la mano llegan al mangle y la amarran.
»Ahora bajan uno a uno. Los hombres más gruesos al tirarse se entierran en el fango, los más livianos tienen que ayudarlos a salir. El yate encallado y los hombres enterrados. Avanzamos en fila india con los fusiles en alto para que no se mojen. Unos se agarran a la soga, otros van sueltos (…)».
De aquel histórico amanecer narró el General de Ejército Raúl Castro, entonces capitán de la retaguardia, en su diario: «Como a las 5:30 ó 6:00 a.m. por equis motivos, se tomó en línea recta y encallamos en un lugar lodoso para meternos en la peor ciénaga que jamás haya visto u oído hablar de la misma. Me quedé hasta el último tratando de sacar la mayor cantidad de cosas, pero después en aquel maldito manglar tuvimos que abandonar casi todas las cosas. Más de cuatro horas sin parar apenas, atravesando aquel infierno. (...) Me iba encontrando, a lo largo del camino, compañeros casi desmayados».
Muy difícil resultaba avanzar en la ciénaga, atravesar con el cuerpo la densa cortina de mangle rojo, de resbaladizas ramas y raíces, el castigo de los mosquitos, y más aún con el peso de la mochila, el fusil, y el cansancio de los siete días de viaje por mar. Carlos Bermúdez, uno de los expedicionarios, quedó atrapado en el pantano. Cuando sus compañeros trataron de sacarlo, tal era su hundimiento que se le desprendió una cadera; lo que da la medida de la complejidad y las angustias de esas horas.
Almeida contaba: «Mientras rompemos mangle, oigo cañonazos. Uno que viene de atrás dice que le están disparando al yate y al mangle. Siguen las detonaciones de los cañonazos. Ya bien delante, un ruido de avión. «No se dejen ver”. “No se dejen ver”, grito (…)». Y aquel inhóspito bosque que atravesaron por 1500 metros, los protegió con sus ramajes de la aviación enemiga; pues ya las fuerzas de Batista tenían conocimiento del desembarco y empezaban a tomarse las primeras medidas para la búsqueda de los revolucionarios.
Casi cuatro horas estuvieron atravesando el cenagal. El comandante Ernesto Che Guevara, quien era el médico de la expedición, escribiría de esos instantes en que al fin lo lograron: «(…) Quedamos en tierra firme, a la deriva, dando traspiés, constituyendo un ejército de sombras, de fantasmas que caminaban como siguiendo el impulso de algún oscuro mecanismo psíquico».
La extenuación era visible en todos, pero Fidel no estaba dispuesto a cejar en sus empeños, estaba hecho para someter las dificultades, no para dejar que lo vencieran, y la marcha continuó hasta dejar atrás por completo el manglar. Entre la hierba y cercano a unas palmeras, el jefe guerrillero tuvo su primera conversación con un campesino de la zona, Ángel Pérez Rosabal, a quien Luis Crespo traía a su encuentro.
«No tenga miedo —le dijo— Yo soy Fidel Castro. Estos hombres y yo venimos a liberar a Cuba»; y aquel guajiro noble le proporcionó direcciones, algunos datos del lugar, y los invitó a ir hasta su casa, un bohío humilde como los de la mayoría en el campo. Contaba el acucioso investigador Pedo Álvarez Tabío en su libro Diario de la guerra I, que algunos expedicionarios tumbaron cocos y los abrieron para beber el agua y comer la masa, otros llegaron hasta la vivienda y comieron plátanos manzanos y unas masas de puerco que tenía preparadas la esposa de Ángel, y varios, al resguardo de la vivienda, se cambiaron los uniformes mojados.
Cuando les iban a preparar allí algo para comer, escucharon unas detonaciones provenientes de la costa. Era el guardacostas 106, que lanzaba hacia el mangle algunas descargas y ráfagas de ametralladoras, para luego regresar a Niquero remolcando al Granma, la embarcación que había cumplido ya su compromiso con la historia.
Los estruendos despertaron aún más la alerta, y Fidel dio la orden de abandonar el sitio. El objetivo era adentrarse cuanto antes en los espesos bosques de la Sierra Maestra.
Alrededor del mediodía la columna pasó junto a un ranchón y un pozo, donde los campesinos Pedro Luis Sánchez y Juan Herrera, al saber quiénes eran, abrieron enseguida un portillo para que pudieran seguir, y les ofrecieron agua a cada uno mientras iban pasando, sorbos que intentaron aliviar sus fatigas.
A pesar del agotamiento, la caminata no podía detenerse, pues el enemigo estaba tras su rastro. Esa tarde, una avioneta y dos aviones sobrevolaron y ametrallaron lugares por los cuales habían pasado muy cerca, uno de ellos la casa de Manuel Suárez, la cual confundieron con la de Ángel Pérez, quizás por estar a solo dos kilómetros de distancia.