El Comandante en Jefe de las ideas y la epopeya revolucionaria
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Hay seres humanos que, si bien no se encuentran físicamente entre nosotros, perviven en el imaginario y el accionar cotidiano, no solo de sus contemporáneos sino de las generaciones que les suceden.
Esa cualidad no se otorga por decreto, ni es el resultado de imposiciones de ninguna clase. Por el contrario, solo es posible ascender a tal dimensión cuando los pueblos identifican, y asumen, que quien los inspira es un paradigma, desde lo inacabado, del mundo mejor por conquistar.
Fidel Castro es, por derecho propio, y méritos que jamás podrán ser mancillados, uno de esos elegidos en cualquier latitud. Su impronta, en innumerables dimensiones, desborda con creces la geografía antillana para calar, hasta los tuétanos, en la médula misma del Sur Global que no se resigna a ser vilipendiado.
Desde los albores de la lucha revolucionaria penetró en lo más hondo de los corazones de millones de personas, en las más variadas latitudes. Tras el épico triunfo de 1959, y la extraordinaria travesía emprendida para moldear un hombre y una mujer nuevos, y una sociedad emancipada de las rémoras capitalistas, la fuerza de su ejemplo se acrecentó cada jornada.
Brilló, con luz sin par, no solo en los días «luminosos y tristes» de la Crisis de Octubre de 1962, como lo catalogó ese otro gigante de la acción y las ideas que es el Che Guevara, sino en cada una de las empresas que acometió, en favor de los pueblos del mundo.
Ese barbudo rebelde e indomable, que tendió puentes por doquier en aras de la paz mundial, se entregó en cuerpo y alma a la causa revolucionaria con pasión y energías siderales. El contacto permanente con el pueblo fue su mayor estímulo, y la savia de la que bebió para derrotar al imperialismo en cada trinchera.
No es posible, en breves líneas, examinar todas sus contribuciones. En su ejecutoria brillante hay incontables pilares. La lucha por la paz mundial, y el cese de la carrera armamentista y la desnuclearización, es uno de ellos.
Desde muy joven comprendió que el sistema de relaciones internacionales, a escala global, estaba compelido a llevar adelante transformaciones estructurales, como condición sine qua non para garantizar la existencia de la especie humana.
En los comienzos de la epopeya revolucionaria reflexionó sobre estas problemáticas. Lo hizo, no describiendo las falencias de un orden injusto, sino brindando múltiples alternativas, mediante las cuales plasmaba una mirada comprometida con nuevos derroteros.
El 26 de septiembre de 1960, en ocasión de su memorable discurso a propósito de la xv Asamblea General de la Organización de las Naciones Unidas, estremeció al auditorio reunido en Nueva York, y a la comunidad internacional en pleno, al sentenciar, hundiendo sus palabras en la raíz misma de este asunto: «¡Desaparezca la filosofía del despojo, y habrá desaparecido la filosofía de la guerra! ¡Desaparezcan las colonias, desaparezca la explotación de los países por los monopolios, y entonces la humanidad habrá alcanzado una verdadera etapa de progreso!».
A los 34 años de edad encarnó, de manera genuina, un liderazgo internacional, al enarbolar las causas de mayor alcance global desde una nítida perspectiva tercermundista. Bajo ese prisma deben escrutarse sus señalamientos fundamentales, convertidos en ejes en torno a los que articuló un pensamiento coherente a lo largo de toda su vida.
Entre muchas de las valoraciones que planteó en esa oportunidad aparecen las siguientes ideas: «Mientras se avanza en el camino del desarme, hay que también avanzar en el camino de la liberación de ciertas zonas de la Tierra del peligro de la guerra nuclear»; «La Asamblea General tiene que discutir la propuesta de desarme nuclear total y completo»; «Con la quinta parte de lo que el mundo se gasta en armamentos se podía promover un desarrollo de todos los países subdesarrollados, con una tasa de crecimiento del 10 % anual»; «La guerra es un negocio. Hay que desenmascarar a los que negocian con la guerra, y los que se enriquecen con la guerra». Como expresión de su análisis integral, afirmó que «los problemas del mundo no se resuelven amenazando ni sembrando miedo».
Sobres estas cuestiones volvería una y otra vez. En 1979, en el propio recinto de las Naciones Unidades, y en su condición de Presidente del Movimiento de Países No Alineados, remarcó que «aspiramos a un nuevo orden mundial, basado en la justicia, la equidad y la paz, que sustituya al sistema injusto y desigual que hoy prevalece. La paz, para nuestros países, resulta indivisible», a lo que añadió: «El empeño por consolidar la distensión y evitar la guerra es una tarea en la que todos los pueblos deben participar y ejercer su responsabilidad».
En 1995, durante las celebraciones por el cincuentenario de la creación de la onu, y en 2000, en la denominada Cumbre del Milenio, Fidel prosiguió desarrollando evaluaciones de gran profundidad sobre estas temáticas.
Políticos, intelectuales, académicos, luchadores sociales, líderes religiosos, defensores ambientalistas, entre otros profesionales de múltiples sectores, estudiaron sus propuestas en aras de encontrarles solución a los conflictos, y otros males, que ponían en peligro la vida en la Tierra.
En el plano hemisférico es incalculable el impacto de su infatigable quehacer, en cuanto al fomento de la paz y la resolución de disputas por la vía diplomática. El caso colombiano, no el único en modo alguno, es emblemático a partir de la originalidad que distinguió el papel desarrollado por Cuba bajo su estela. Fue tal su autoridad moral que, en ese y otros muchos ejemplos, cada una de las partes reconocía, invariablemente, su prestigio incuestionable para mediar, en pos de avanzar en las negociaciones y evitar el derramamiento de sangre.
Su pensamiento inagotable es un manantial al que estamos obligados a acudir, de manera creadora y con espíritu de victoria, en cada momento. Ese ideario no es un decálogo para repetir miméticamente. Es, desde el vigor proteico que lo sustenta, una llama que ilumina el sendero a transitar, por más escollos que se divisen en el horizonte.
Fidel es un imperativo que nos reconforta, y vivirá para todos los tiempos. No de forma pasiva, contemplando inerme el devenir social, sino peleando, y venciendo, contra los demonios actuales y sus metamorfosis futuras.
Su imagen gallarda nos llegará cada vez más como expresión, y certeza, de que jamás nos rendiremos ante aquellos que intentan pisotearnos.
En los éxitos que aun hoy no podemos anticipar, fungirá también como protagonista. Continuará siendo, para alegría de millones, el Comandante en Jefe de las ideas y la epopeya revolucionaria, dondequiera que estas emerjan, como resultado de las conmociones telúricas que brotan de las entrañas de los pueblos. Ese Fidel sonriente, síntesis de lo mejor de nuestra cultura multipolar, renace cada mañana. Con él, igualmente, quienes creemos, desde el acervo martiano, en la utilidad de la virtud y el mejoramiento humano.