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El robo de la campana

Una tarde yo estaba almorzando con un periodista en una cafetería en L y 27 y llegó Fidel con Pedro Mirassu, presidente de la Escuela de Farmacia. Él me sacó del restaurante para plantearme la idea de traer desde Manzanillo la campana que repicara Carlos Manuel de Céspedes el 10 de octubre de 1868 en la Demajagua, cuando se  
iniciaron nuestras guerras por la independencia.  
 
Iría a buscarla y yo me encargaría de reunir armas para su protección. La idea era traerla en tren hasta La Habana. El recorrido sería —y fue— un acontecimiento patriótico que concluiría haciendo repicar la campana en un acto celebrado en la escalinata de la Universidad. Fidel arengaría a los presentes y tomaríamos el  
Palacio Presidencial, que no era otra cosa que tomar el poder.  
 
Fidel logró traer el símbolo independentista en su recorrido triunfal, pero todo el plan quedó frustrado cuando nos robaron aquella reliquia histórica, con la complicidad de la policía universitaria y el gobierno del presidente Ramón Grau San Martín.  
 
Supimos que la campana estaba en casa de Tony Santiago, personaje muy ligado a Grau. En la cercanía de la casa se nos enfrentó un gánster de los más peligrosos, ametralladora en mano. Fidel lo encaró con una violencia realmente riesgosa, y estábamos solos. Pero esa gente se apresuró a trasladar la campana al Palacio Presidencial.
 
Aquel Fidel no es el que ustedes conocen ahora. Entonces era seguramente este, pero también otro. Era tan lúcido y razonable como capaz de audacias temerarias; no temía al riesgo y podía ser violento. Un buen día se percató de que era jefe de Estado y, de buenas a primeras, empezó a bajar la voz, a escuchar con calma, a evitar ciertos términos.  
 
Fue así, mediante el ejercicio de ese rasgo de su voluntad, como dejó de fumar; lo decidió bien pensadamente, lo puso en práctica y no vaciló un minuto. Él tiene mucha voluntad, una voluntad que impresiona. Fidel es muy duro y, a la vez, muy tierno.

Tomado de: 

"Yo conocí a Fidel"
01/09/1947