El lider de la Revolución cubana ante el pueblo, en la proclamación de la primera declaración de La Habana
Fidel habla al pueblo en asamblea, en la Plaza de la Revolución "José Martí". Como siempre, el líder viste uniforme de comandante de milicias, que no tiene sino uno, el de fajina. La muchedumbre llena la plaza y se desborda por las calles adyacentes, perdiéndose en la lejanía. El cuadro no tiene horizonte ni se cierra en el marco de la ciudad. Hay un edificio al frente, con ventanales semejantes a alvéolos de un inmenso panal y que parece alzado más en el campo que en la ciudad. ¿Dónde estamos? Estamos en una asamblea y en el acto de un plebiscito solemne. Las caras que se perciben, fijándose bien, están esfumadas como si se hallaran mucho más lejos de lo que en realidad están. Entre el tribuno y la muchedumbre se ha producido un distanciamiento puramente óptico, que resulta extraño. A la impresión del alejamiento se une la del tamaño, y se diría un gigante fabuloso, de un centenar de veces mayor que la estatura normal del hombre. La figura de Fidel Castro tampoco está modelada, configurada, ni se recorta nítidamente; como la imagen de la multitud, vibra en su absoluta inmovilidad. En esta foto vemos su cuerpo, y si sabemos que es él es porque también su cuerpo tiene personal fisonomía, como la tienen los gestos; y el gesto que fija la instantánea es, indudablemente, suyo. Se lo ve casi de perfil, casi de espaldas. La imagen no nos pertenece, no nos mira; mira al pueblo; habla para todos, no para nosotros. El brazo semiextendido y el índice, que ahora no acusa ni señala sino que marca un ritmo, son inconfundibles. Ese fragmento de la fotografía es Fidel Castro.
La foto presenta una visión panorámica, no un primer término y un fondo; este fondo es el protagonista. Tampoco Fidel se recorta en calidad de unidad destacada de un fondo numeroso e indiferenciado, multitudinario y anónimo, sino que está como fundido en la masa y extendido sobre ella. El también se homogeneiza, y la distancia que lo separa de la muchedumbre los identifica en un mismo plano de vaguedad e imprecisión; lo individual adquiere la abstracción de lo general e intemporal. Extraño caso: las figuras más distantes y más pequeñas que la suya están más modeladas y son más personajes que él. La figura de Fidel es amorfa, como si no fuese él, individualmente, quien habla, sino un emisario, un anuncio, un embajador plenipotenciario; porque tiene su poder y no su aspecto. El personaje importante es el pueblo, y la figura de Fidel es el fondo. Es el cuerpo de esa multitud que es sólo cabezas; es la multitud resumida en un cuerpo, y ese cuerpo sí es el de Fidel. Los que hablan y piensan son esos a quienes únicamente se les ve la cara, los rasgos, la expresión; Fidel reproduce, recoge las palabras en una palabra, las voces en una voz. Es difícil conjeturar de qué habla, qué está diciendo. Puede ser que ahora se haya cerrado un circuito, y que no podamos diferenciar el polo positivo del negativo: que hablar y escuchar sean un acto indivisible, y que repite lo que todos han pensado. Es posible, porque eso ha ocurrido muchas veces, que el que lo escucha oye con ajena voz y segura elocución, lo que había pensado antes. Por lo regular, Fidel da forma, explica y detalla lo que el pueblo piensa y quiere expresar. Es la voz del pueblo, vox Dei. Habla como en esta fotografía encarnando a medio millón de oyentes, y otros muchos millones que lo escuchan a muchísimos kilómetros de distancia, en América, en Africa, en Europa, en Asia y en Australia. Esta foto, muchísimo más pero como todas las de Fidel, da la impresión de que habla impersonalmente, para personas que no están ahí presentes, personas que escuchan y se expresan por su intermedio; y que lanza la voz, como dice el libro de Job del viento de Jehová, para que corra y rodee la tierra, y vuelva para girar otra vez. Lo que en ese momento está diciendo se reprodujo en cien idiomas y se leyó en cien naciones y millones y millones de seres lo comprendieron, pues el plebiscito no fue únicamente del medio millón de cubanos que asistieron a la asamblea, sino de centenares de millones de seres humanos para quienes el lenguaje de la verdad y de la justicia es lenguaje materno que entienden sin necesidad de intérpretes. Los que están escuchando, esa inmensa muchedumbre, son parte insignificante de su auditorio, y el instante que fija la placa es una fracción de segundo en el reloj astronómico de la historia.