Los designios de diciembre
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Solo el ligero sonido del viento entre las hojas o escurriéndose cauteloso junto a los ángeles y estatuas de mármol, podía escucharse la mañana del 4 de diciembre de 2016 en el cementerio patrimonial de Santa Ifigenia. Luego de un viaje de más de mil kilómetros desde La Habana, llegaban a ese sagrado sitio las cenizas de Fidel. La familia más cercana y algunos hermanos de lucha estaban allí cuando esa mañana el cortejo fúnebre atravesó los portones del camposanto y se detuvo ante la serenidad de una bandera a media asta.
La piedra enorme de granito gris traída desde el yacimiento de Las Guásimas, en la Sierra Maestra, donde décadas atrás el Comandante libró la guerra que dio dignidad a la nación, estaba dispuesta para abrigarlo durante los siglos venideros. A pocos metros, con letras de bronce en una pirámide, aparecían sus palabras, brújula cierta para todas las mareas, sobre qué debe ser la Revolución.
Dalia, la esposa que por más de 50 años lo acompañó en sus batallas, desde el silencio del amor, junto a sus hijos miraba cómo, con toda la marcialidad de esos minutos, alzaron la cúpula de cristal, retiraron la pequeña bandera, y Antonio tomó en sus manos la urna con las cenizas de su padre, que es también el de millones de cubanos.
«¿Quieres que yo lo sostenga?», le preguntó al entonces teniente coronel José Luis Peraza López, quien ha custodiado el cortejo desde la salida de la capital. «Sí»; y lo entregó al hombre de las dos estrellas. Dalia, que tiene de flor y escudo, le pidió: «Déjame cargarlo». Sostuvo ella el peso más amoroso, avanzó unos pasos, y lo sintió cerca de su pecho por última vez, como un tropel de ternuras y recuerdos que se le alojaron dentro.
De esas manos cómplices Peraza tomó la urna, giró y comenzó a marchar hacia Raúl, el hermano de sangre, de ideas, del alma. El militar afirmó más el paso de revista. El General de Ejército, frente a la piedra, lo esperaba. Cuando estuvieron de frente, le cedió la cajita que guardaba la infinitud de un hombre.
Frente al corazón abierto de la roca, Raúl colocó el tesoro con aroma de cedro. Bajó los brazos, pero otra vez los subió y volvió a rozar con los dedos a su compañero de las travesuras, de la lucha y de la vida. Colocaron entonces la lápida de mármol verde que cerró el nicho y tiene grabado con letras de bronce: FIDEL, así, sin apellidos, grados ni cargos; solo como lo llama el pueblo. Raúl, igual que aquellos días de la Sierra, levantó su brazo y con un saludo militar se despidió; un gesto tan sentido y profundo que en pocos segundos el dolor volvió a estremecer a todos en Santa Ifigenia.
Allí quedó, en la piedra que asemeja un grano de maíz. Fidel no quiso más. Ya dijo Martí donde cabe toda la gloria del mundo. Hoy, a ambos lados de la senda que lleva hasta el líder todavía hay piedras traídas de ríos de la montaña cercanos a La Plata y Uvero, los primeros combates victoriosos del Comandante y su guerrilla.
Cada detalle allí es un símbolo, desde las posturas de café en las jardineras hasta los helechos de las alturas que recuerdan el verde olivo de los uniformes rebeldes. No hay estatuas de bronce con su figura, ni escuelas que llevan su nombre, tampoco bustos en los parques; es su voluntad, pero por él, como dijo Eusebio Leal en la Asamblea Nacional:
«No podemos convertir en consigna, ni vaciar en bronce, ni en mármol, ni en palabras huecas, ni en alharaca, ni algarabía, ni en jolgorio su pensamiento (...). Cumplamos la voluntad de un vivo, no de un muerto», sentenció el historiador de La Habana, y como si el Jefe hablara ante el Parlamento, prosiguió: «No me rindan culto de palabra, ríndanme culto de obras: que se levante la producción, que se levante el campo, que se levante el trabajo, que avergüence el robo; que se sienta orgullo de nacer en esta República, que no emigren, que permanezcan, que trabajen, que se unan (...)».
Ese 4 de diciembre de 2016 se resguardó a Fidel en el corazón de Santiago, y ese mismo día, 141 años atrás, en 1875, había nacido su padre Ángel María Bautista Castro Argiz en las lejanas tierras españolas de Láncara. El cuarto día del último mes en los almanaques, marcaba el inicio y el fin, como abriendo y cerrando a la vez un ciclo de la vida y la historia.
Aquel que tanta gloria crearía para Cuba, el hijo de Manuel y Antonia, humildes labradores de Lugo, llegó a esta isla como un soldado más del ejército de la península para luchar en la guerra de 1895. Sobrevivió, regresó a Galicia, pero otra vez decidió lanzarse a las distancias y los sacrificios. Dejó atrás su aldea, su país, lo suyo, y cruzó de nuevo el Atlántico rumbo a la mayor de las Antillas. Algo dentro, una corazonada impetuosa, un presentimiento poderoso lo alentaba.
Llegó al puerto de La Habana en 1899, precisamente el 4 de diciembre, jornada de veneración a la Santa Bárbara, la deidad de la copa y la espada de quien él era devoto. El presagio de sus sentires era cierto, pues aquí encontraría el amor, formaría su familia, se convertiría en uno de los mayores propietarios de tierras de Oriente y, como reza la inscripción de su casa natal en Láncara, plantaría «árboles que aún florecen».
Del amor con Lina Ruz, una joven pinareña, enérgica e ingeniosa, le nacieron siete hijos, de los cuales dos llegaron a ser los líderes de la Revolución Cubana. Grandes fueron los sufrimientos en la casona de Birán cuando Fidel y Raúl arriesgaban la vida en sus combates, pero en lo hondo comprendían la madera de héroes con que estaban hechos. El 4 de diciembre de 1953, cuando Ángel cumplía 78 años, Raúl amaneció con la pluma entre las manos, haciendo una carta al padre amado; y la escribió en plural, incluyendo también a su hermano, como si fueran uno solo, en todos sus pensamientos y buenos deseos para el viejo:
«Querido papá.
»Espero que al recibo de esta te encuentres bien en unión de todos, nosotros bien.
»Hoy día 4, lo primero que hacemos al levantarnos, son estas líneas para que veas que te recordamos con todo el cariño que te mereces, ganado como buen padre que siempre has sido (…)».
Ángel murió el 21 de octubre de 1956; faltaban apenas dos meses para que a inicios de ese diciembre regresaran a Cuba Fidel y Raúl, quienes se encontraban en México preparando la lucha. Volvía el último mes a ejercer sus designios en la historia. Fue el de la ansiada llegada del Granma, sería el de las más grandes batallas al final de la guerra, el que traería siempre las remembranzas del padre bueno, y el de la mañana triste cuando se resguardó para siempre a Fidel en el cálido corazón de Santiago.