Sobre una roca de tiempo vivo
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De muerte no escribiré una línea. Rehúso hablar de lo que no es real. Es tan relativo ese (denominado) «último adiós» cuando se trata de seres divinamente humanos o humanamente divinos, con pulmones aptos para que generaciones enteras respiren aire puro «por los siglos de los siglos»…
Por ello, de aquellos días –que parecieran haber movido agujas de reloj hace apenas unas horas, o quizá todavía no, o nunca– prefiero evocar a miles y miles de rostros, sudados, acaso soñolientos o agotados pero estoicos, en silencio, algunos con la mejilla húmeda por el dolor, aguardando a todo lo largo de la carretera central cubana por el paso no menos triunfal del Comandante, rumbo a su Santiago de Cuba.
Quedar en casa hubiera sido decisión a la medida exacta del arrepentimiento posterior.
Si su voluntad –esa con la que dejó perplejo, una vez más, hasta al mismísimo enemigo– fue venir, Él, a todos nosotros, ¡cómo no íbamos a madrugar, a recorrer la distancia que fuese necesaria, para besar la inmortalidad de sus pasos…, a su paso!
Ocho calendarios han sobrevenido ya. Y, detenido sobre una roca de tiempo vivo, nuestro Fidel no pasa (al pasado), no se aleja, no se nos va…, a pesar de los más de 600 boletos con que, desesperados e inútilmente, los buitres pretendieron ponerlo en viaje sin retorno.