Manifiesto al Pueblo de Cuba de Fidel Castro y combatientes
Cuando el régimen quiso convertir la amnistía en instrumento de humillación para sus adversarios, con exigencias deshonrosas, dijimos terminantemente que los presos políticos no aceptábamos la libertad a base de condiciones previas.
Planteada en esos términos la cuestión, la disyuntiva era negar tajantemente la amnistía, o concederla sin condiciones de ninguna clase. La asombrosa presión de la opinión pública y de la prensa cubana, nos abrió al fin las puertas de las prisiones sin condiciones vergonzosas. Ha sido esta la gran victoria del pueblo en los últimos tres años y el único aporte de paz en el horizonte nacional.
El fundador de nuestra patria definió que o la república tenía por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto como de honor de familia al ejercicio íntegro de los demás, la pasión en fin por el decoro del hombre, o la república no valía una lágrima de nuestras mujeres, ni una sola gota de sangre de nuestros bravos.
No debe olvidarse nunca que los cubanos amamos la paz; pero amamos más aún la libertad. Que la paz no se convierta en una tregua para que el régimen consolide la opresión y el privilegio con apaciguamiento que permita gozar en calma de los jugos del poder usurpado.
Para que haya una paz verdadera en la que triunfe la república es indispensable que cesen los atropellos brutales contra el estudiantado heroico y contra la ciudadanía en general, que se respeten como cosa sagrada la persona y los derechos del cubano, que se abran al pueblo de par en par las vías democráticas para el rescate de su soberanía y la realización plena de sus grandes anhelos de justicia y libertad. Los que se opongan a tan legítimas y humanas demandas, a tan irrenunciables derechos del pueblo cubano, pretendiendo convertir la isla en feudo privado de camarilla opresora y rapaz, que no quita sus ojos ni sus manos del tesoro público, principal afán y meta de su odioso trotar político, estarán perturbando criminalmente la paz de la república.
Lo que no tolerará la nación cubana es que el interés bastardo, el privilegio y los caprichos de una insignificante minoría se impongan por la fuerza sobre los derechos del pueblo. El país no tendrá jamás paz con quienes pretendan oprimirla y esquimarla como a manso rebaño. La patria no es la celda del esclavo, sino el solar del hombre libre. Nuestra república no se fundó para soportar yugos «ni para erigir a la boca del continente americano la mayordomía espantada de Veintimilla, o la hacienda sangrienta de Rosas, o el Paraguay lú-gubre de Francia», sino para la libertad, el progreso y la felicidad de todos los cubanos, bajo aquella fórmula del amor triunfante que Martí bordó alrededor de la estrella solitaria en la bandera nueva: con todos y para el bien de todos.
Al salir de las prisiones donde nos sumió durante veintidós meses la injusticia, proclamamos que esos son los ideales por los cuales hemos luchado y continuaremos luchando sin desmayos, aun al precio de la existencia.
Cuando todavía estábamos presos, dije en mi carta a Luis Conte, publicada en Bohemia, que si un cambio de circunstancias y un régimen de positivas garantías exigiesen un cambio de táctica en la lucha, lo haríamos en acatamiento a los supremos intereses de la nación, aunque nunca en virtud de un compromiso que no aceptaríamos jamás con quienes detentan el poder por encima de la voluntad soberana del pueblo. Ya en libertad, ratificamos esas palabras sin reticencias de ninguna clase porque no somos perturbadores de oficio y sabemos hacer en cada momento lo que conviene al país. Corresponde ahora a los hombres del régimen demostrar que esas garantías son ciertas, y no como hasta hoy: promesas mentirosas.
Nosotros sabremos cumplir con el deber que demanda la patria. Nuestra libertad no será de fiesta o descanso, sino de lucha y deber, de batallar sin tregua desde el primer día, de quehacer ardoroso por una patria sin despotismo ni miseria, cuyo mejor destino nada ni nadie podrá cambiar. El país se yergue formidablemente contra los que lo maltratan, se ve surgir una fe nueva, un despertar inusitado en la conciencia nacional. Pretender ahogarla es provocar una catástrofe sin precedentes cuyos funestos resultados caerán sobre las cabezas de los culpables. Los déspotas pasan, los pueblos perduran.
Si en nosotros está puesta una parte de esa fe, no defraudaremos a la nación. De las prisiones, donde se ensañaron con nosotros hasta lo indecible, salimos sin prejuicios en la mente, ni veneno en el alma que puedan enturbiar nuestro pensamiento respecto al camino a seguir, y como el Apóstol podemos proclamar con orgullo que ni a la voz del insulto ni al rumor de las cadenas hemos aprendido aun a odiar. Por tanto, el pueblo puede esperar de nosotros que en todo momento, sin odio, pero sin miedo al sacrificio, sabremos actuar digna y serenamente a la altura de las circunstancias.
Planteada en esos términos la cuestión, la disyuntiva era negar tajantemente la amnistía, o concederla sin condiciones de ninguna clase. La asombrosa presión de la opinión pública y de la prensa cubana, nos abrió al fin las puertas de las prisiones sin condiciones vergonzosas. Ha sido esta la gran victoria del pueblo en los últimos tres años y el único aporte de paz en el horizonte nacional.
El fundador de nuestra patria definió que o la república tenía por base el carácter entero de cada uno de sus hijos, el hábito de trabajar con sus manos y pensar por sí propio, el ejercicio íntegro de sí y el respeto como de honor de familia al ejercicio íntegro de los demás, la pasión en fin por el decoro del hombre, o la república no valía una lágrima de nuestras mujeres, ni una sola gota de sangre de nuestros bravos.
No debe olvidarse nunca que los cubanos amamos la paz; pero amamos más aún la libertad. Que la paz no se convierta en una tregua para que el régimen consolide la opresión y el privilegio con apaciguamiento que permita gozar en calma de los jugos del poder usurpado.
Para que haya una paz verdadera en la que triunfe la república es indispensable que cesen los atropellos brutales contra el estudiantado heroico y contra la ciudadanía en general, que se respeten como cosa sagrada la persona y los derechos del cubano, que se abran al pueblo de par en par las vías democráticas para el rescate de su soberanía y la realización plena de sus grandes anhelos de justicia y libertad. Los que se opongan a tan legítimas y humanas demandas, a tan irrenunciables derechos del pueblo cubano, pretendiendo convertir la isla en feudo privado de camarilla opresora y rapaz, que no quita sus ojos ni sus manos del tesoro público, principal afán y meta de su odioso trotar político, estarán perturbando criminalmente la paz de la república.
Lo que no tolerará la nación cubana es que el interés bastardo, el privilegio y los caprichos de una insignificante minoría se impongan por la fuerza sobre los derechos del pueblo. El país no tendrá jamás paz con quienes pretendan oprimirla y esquimarla como a manso rebaño. La patria no es la celda del esclavo, sino el solar del hombre libre. Nuestra república no se fundó para soportar yugos «ni para erigir a la boca del continente americano la mayordomía espantada de Veintimilla, o la hacienda sangrienta de Rosas, o el Paraguay lú-gubre de Francia», sino para la libertad, el progreso y la felicidad de todos los cubanos, bajo aquella fórmula del amor triunfante que Martí bordó alrededor de la estrella solitaria en la bandera nueva: con todos y para el bien de todos.
Al salir de las prisiones donde nos sumió durante veintidós meses la injusticia, proclamamos que esos son los ideales por los cuales hemos luchado y continuaremos luchando sin desmayos, aun al precio de la existencia.
Cuando todavía estábamos presos, dije en mi carta a Luis Conte, publicada en Bohemia, que si un cambio de circunstancias y un régimen de positivas garantías exigiesen un cambio de táctica en la lucha, lo haríamos en acatamiento a los supremos intereses de la nación, aunque nunca en virtud de un compromiso que no aceptaríamos jamás con quienes detentan el poder por encima de la voluntad soberana del pueblo. Ya en libertad, ratificamos esas palabras sin reticencias de ninguna clase porque no somos perturbadores de oficio y sabemos hacer en cada momento lo que conviene al país. Corresponde ahora a los hombres del régimen demostrar que esas garantías son ciertas, y no como hasta hoy: promesas mentirosas.
Nosotros sabremos cumplir con el deber que demanda la patria. Nuestra libertad no será de fiesta o descanso, sino de lucha y deber, de batallar sin tregua desde el primer día, de quehacer ardoroso por una patria sin despotismo ni miseria, cuyo mejor destino nada ni nadie podrá cambiar. El país se yergue formidablemente contra los que lo maltratan, se ve surgir una fe nueva, un despertar inusitado en la conciencia nacional. Pretender ahogarla es provocar una catástrofe sin precedentes cuyos funestos resultados caerán sobre las cabezas de los culpables. Los déspotas pasan, los pueblos perduran.
Si en nosotros está puesta una parte de esa fe, no defraudaremos a la nación. De las prisiones, donde se ensañaron con nosotros hasta lo indecible, salimos sin prejuicios en la mente, ni veneno en el alma que puedan enturbiar nuestro pensamiento respecto al camino a seguir, y como el Apóstol podemos proclamar con orgullo que ni a la voz del insulto ni al rumor de las cadenas hemos aprendido aun a odiar. Por tanto, el pueblo puede esperar de nosotros que en todo momento, sin odio, pero sin miedo al sacrificio, sabremos actuar digna y serenamente a la altura de las circunstancias.
Fuente:
Periódico La Calle
Autor:
16/05/1955