Creo en la extraterritorialidad del honor y la dignidad del hombre
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La agencia cablegráfica NOTIMEX informa que el juez Garzón, preguntado por una periodista del Listín Diario de Santo Domingo si él se atrevería a enviar a prisión a Fidel Castro, respondió: No puede procederse contra Jefes de Estado que están en activo por cualquier clase de delito y rigen las mismas normas de los tratados de 1969 y de la no responsabilidad de los Jefes de Estado. Sólo un tribunal internacional puede hacerlo. Según dicho cable, Garzón dijo desconocer si Castro se asustó por la detención de Pinochet, pero recordó que el mandatario cubano tenía una entrevista en España, y en vez del tiempo que tenía previsto estar se marchó en unas horas.
El magistrado admitió haber recibido unos expedientes contra el mandatario cubano, pero no llegó a estudiarlos a fondo porque no era viable la acción por los límites fijados por las normas internacionales. Otras agencias informan más o menos la misma noticia.
Ya Garzón dio su respuesta y expresó su opinión. Ahora me corresponde dar la mía.
Con relación a los expedientes que le enviaron al juez Garzón, conozco bien que la mafia terrorista cubano-americana estaba detrás de esos trajines con muchas esperanzas puestas en él.
No albergo ni albergué nunca la más mínima preocupación por el señor Garzón. Sencillamente, no estoy bajo su jurisdicción, ni tampoco de las leyes españolas.
No existe ningún principio internacional que le conceda facultades para juzgar a un ciudadano de otro país, que no viva ni haya cometido falta alguna en España. Las leyes nacionales españolas no tienen carácter extraterritorial, como no pueden tenerlo la Helms-Burton, ni las leyes nacionales de Estados Unidos. Eso sólo serviría como arma peligrosa en manos de los estados más poderosos contra los países pequeños que se rebelen contra sus intereses. Los líderes de cualquier movimiento revolucionario que, por muy ética que sea su conducta y muy justa su causa, no sean del agrado del imperialismo, podrían ser juzgados por éste a su antojo de acuerdo con sus leyes nacionales y el arbitrio de sus jueces, muchas veces venales y corruptos.
El odio universal suscitado por Pinochet y los repugnantes crímenes del gobierno militar argentino con sus decenas de miles de torturados y desaparecidos, no debe ser justificación para conceder a Estados Unidos y a sus aliados de la OTAN la extraterritorialidad de sus leyes y jueces.
En la Cumbre Iberoamericana de Oporto, el día que estaba reunido en las primeras horas de la mañana con el Rey Juan Carlos de España, alguien me dio la noticia de que Pinochet había sido arrestado en Gran Bretaña. Se me ocurrió pensar: ¡qué extraño, si Pinochet fue el que más ayudó a los ingleses cuando la guerra de las Malvinas!
Finalizada la Cumbre, viajé por carretera a España cumplimentando una amistosa invitación del señor Juan Carlos Rodríguez Ibarra, presidente de la Junta de la Comunidad Autónoma de Extremadura, en cuya capital, Mérida —adonde llegamos pasada ya la medianoche—, nos recibió con gran hospitalidad y calor. Allí dormimos.
Al día siguiente, después de visitar el Museo Nacional de Arte Romano y, entre otros sitios de interés histórico, las ruinas de un anfiteatro de aquella época, respondiendo preguntas de algunos periodistas sobre el tema del arresto en Gran Bretaña y el posible enjuiciamiento en España del señor Pinochet, les dije:
"Desde el punto de vista moral es justo el arresto y la sanción.
"Desde el punto de vista legal es cuestionable la acción.
"Desde el punto de vista político, pienso que va a crear una situación complicada en Chile, dada la forma en que se ha desarrollado en ese país el proceso político."
Más adelante añadí:
"Pinochet no actuó solo. El Presidente de Estados Unidos, su gobierno y la alta dirección del Estado tomaron la decisión de derrocar a Allende desde el día en que fue electo. Asignaron abundantes fondos, dieron instrucciones de impedir por cualquier medio, primero, que tomara posesión, y, segundo, tratar de derrocarlo a lo largo de todo el período ulterior."
Yo era decidido partidario de que Pinochet fuese juzgado y sancionado en Chile.
Comprendo perfectamente los sentimientos de los que han visto tantos crímenes contra los pueblos, cometidos con absoluta impunidad. Era algo tradicional en la historia política de América Latina. El pueblo cubano lo sufrió más de una vez. Pero cuando triunfó la Revolución los criminales de guerra, tal como se le había prometido al pueblo, fueron juzgados y sancionados ejemplarmente, con excepción de los que, después de torturar y asesinar a decenas de miles de cubanos, encontraron refugio en Estados Unidos. Los bienes mal habidos de los malversadores fueron confiscados. Fue la primera vez en la historia de América Latina que se aplicó tan cabal y ordenada justicia.
Todo el mundo conoce que fue el gobierno de Estados Unidos quien no sólo promovió el golpe de Estado en Chile, sino también promovió y apoyó los gobiernos militares de Argentina y Uruguay, la contrarrevolución en Guatemala, la guerra sucia en Nicaragua, y las sangrientas represiones en El Salvador; les suministró armas y ayuda económica; entrenó en el propio territorio de Estados Unidos a miles de torturadores en las técnicas más refinadas de obtener información y sembrar el terror. Ni siquiera la Gestapo de Hitler había llegado a semejantes extremos de crueldad. Tales regímenes hicieron desaparecer a más de 150 mil personas y privaron de la vida a cientos de miles. Es algo probado y confesado en los documentos oficiales desclasificados. Uno tiene derecho a preguntarse por qué ningún funcionario norteamericano responsable de tan criminal política fue incluido en el proceso de Pinochet.
Un orden legal mundial debe ser establecido contra el genocidio y los crímenes de guerra, con normas rigurosas y precisas, y un órgano de justicia absolutamente independiente bajo la supervisión de la Asamblea General de las Naciones Unidas y nunca bajo el Consejo de Seguridad mientras exista el derecho al veto que concede privilegios excepcionales a solo cinco países, entre ellos la superpotencia hegemónica, que ha hecho uso de él más que los demás miembros permanentes del Consejo juntos.
Cuba ha sufrido una guerra económica que dura ya más de 42 años, y contra ella se han cometido graves crímenes y actos de genocidio, como es el bloqueo de alimentos y medicinas, así calificados, previstos y sancionados, aun en tiempos de guerra, por los tratados de 1948 y 1949, suscritos tanto por Cuba como por Estados Unidos. Y no sólo eso, tales tratados conceden a los tribunales del país víctima el derecho a juzgar a los responsables, en tanto no exista un tribunal internacional con facultades para hacerlo.
El caso de Pinochet debe servir de ejemplo no para que los pueblos subdesarrollados y militarmente débiles, que constituyen la inmensa mayoría de los estados del mundo, corran el riesgo suicida de otorgar a la superpotencia y sus aliados de la OTAN el privilegio de ser jueces de todos los demás países, sino para exigir que las Naciones Unidas adopten las medidas pertinentes que garanticen justicia y protección a todos los pueblos del mundo contra crímenes de guerra y actos de genocidio. Cuba será la primera en apoyarlo.
Dicho esto, le agradezco al juez Garzón su juiciosa respuesta a la periodista del Listín Diario. Mas no por sus palabras ni porque se haya dejado de estudiar a fondo los expedientes promovidos por la mafia de Miami, o por que yo ostente la condición de Jefe de Estado, lo cual según su criterio hacía inviable la acción. Aunque debo aclararle, sin embargo, que no adelanté un solo minuto mi salida de España. De Mérida viajé por carretera hasta el Palacio de la Moncloa para un saludo de cortesía al Presidente del gobierno español, José María Aznar, como era elemental y había sido previamente acordado con él. Esa era la única entrevista concertada en Madrid. Y de la Moncloa me dirigí al aeropuerto. Era ya de noche. Sinceramente, me aburrían tantas autopistas, tantos ríos de automóviles, tantos tranques y tanto derroche de luces y energía que agobian a la capital de España, que no me tentó deseo alguno de pasear por las congestionadas calles de Madrid. Desde el aeropuerto saludé por teléfono al entonces coordinador de Izquierda Unida y leal amigo, Julio Anguita, y partí hacia Cuba en mi querido y viejo Il-62, confiado en la tecnología soviética.
Excuso al señor Garzón porque no conoce a los cubanos, y seguramente ha podido estudiar muy poco la historia de sus luchas contra cientos de miles de valientes soldados españoles. Pese a la enorme diferencia en hombres y en armas, frente a un aguerrido ejército, los patriotas cubanos jamás rehuyeron el peligro.
Aunque después de la oportunista intervención del naciente imperio norteamericano, Cuba fue cedida por el poder colonial a Estados Unidos, y el naciente imperio nos impusiera una enmienda constitucional que le daba el derecho a intervenir, hoy constituye un pueblo libre que defiende con honor su independencia frente a las agresiones, la hostilidad y el odio de la ya gigantesca potencia que tenemos por vecina.
Ningún mortal se debe hacer la ilusión de ser más temible que los dioses.
He vivido siempre y viviré tranquilo el resto de mi vida, porque sé defender con dignidad los derechos de mi pueblo y el honor de las naciones pequeñas, pobres o débiles, y me ha movido siempre un sentido profundo de la justicia. Soy revolucionario y moriré siéndolo. Si algún juez o alguna autoridad de España o cualquier otro país de la OTAN intentara alguna vez arrestarme, haciendo uso de arbitrarias facultades extraterritoriales y violando derechos que para mí son sagrados, debe saber de antemano que habrá combate, sea cual fuere el lugar donde intenten hacerlo. Creo en la extraterritorialidad del honor y la dignidad del hombre.
Fidel Castro
Abril 28 del 2001