Un altruista sin límites en su bondad
Fecha:
13/08/2006
Fuente:
Revista Verde Olivo
Autor:
Durante mis casi once años de encierro en una celda de Somalia, un tema desbordaba mi realidad con matices desenfrenados. Más que la soledad con sus dementes consecuencias; más que la desesperación de un calabozo oscuro, carente de toda bondad material; más que las consecuencias de la agonía de hombres sometidos a salvajes torturas a tres metros de distancia, había enfoques espirituales que remontaban mis esperanzas a mi querida patria y, sobre todo, a la garantía de que mis dirigentes, y en especial el Comandante en Jefe, el mismo que me había enseñado a ser internacionalista, estuvieran tejiendo maniobras diplomáticas, o de cualquier tipo, en pos de mi libertad. Mi amor y confianza sin límites en él, demandaban una reciprocidad.
En la generosidad de Fidel me había asido para rebasar el sufrimiento provocado por la lejanía de mis familiares. Si de algo jamás me preocupé, ni siquiera en los momentos de mayor tristeza, fue de las condiciones de mi madre, tendida, en mi caprichosa determinación, en un lecho de atenciones, al cuidado de un Estado agradecido y generoso. Confieso que, de regreso a la patria, pude comprobar que no me había equivocado.
Otra cosa significaba creer en el Comandante en Jefe, en su amor por un soldado que lo sacrificaba todo en otras tierras del mundo, bajo la influencia de una terrible incomunicación. Era fácil, muy fácil, escoger otras sendas. Tres intentos de suicidio dan muestra de mi desesperación. Sin embargo decidí creer en él. Fidel merecía no solo el amor de un pueblo agradecido; merecía, por encima de todas las tragedias que desfilaban, desafiantes, ante mi soledad, el voto de confianza de un joven cubano que no estaba en aquellas condiciones por el capricho de un dirigente, sino por la convicción y la adherencia a uno de los logros más bellos de la Revolución: el internacionalismo. Nadie me obligó a ir a Etiopía a no ser la fidelidad a los principios de la patria.
Pasaron diez años, siete meses y un día. Nunca tuve contactos con las autoridades cubanas. Había sufrido mucho, pero no me arrepentía de la confianza que había depositado en el Comandante en Jefe. Había perdido los mejores años de mi vida por una causa justa. Ya estaba en Cuba y eso era lo único que me importaba. Mi tristeza era compensada por mis principios.
Pero una duda me asaltaba. ¡Cuánto me hubiera gustado tener la garantía de que mi fidelidad hubiera sido recompensada por el interés del hombre que tanto yo admiraba! ¿Había hecho el Comandante alguna gestión durante mi período de encierro? Yo quería creer en eso.
Un día, a poco de llegar a Cuba, participé en la ceremonia durante la cual el Comandante en Jefe encendió la llama eterna a los héroes de la patria en el Museo de la Revolución. Allí concurrieron varios dirigentes e invitados, entre ellos un ilustre amigo de Cuba, cuya presencia provocó en mí un terremoto de excitación. ¡Tanto había significado Gabriel García Márquez en mi vida de presidiario! Conocía de su apoyo a la Revolución y de su amistad con Fidel. Había leído mucho sobre él en la cárcel. En una ocasión, retando todas las leyes de la probabilidad, preparé una carta dirigida a él. En mi ingenuidad no me había detenido a pensar en la imposibilidad de semejante tarea.
¡Y pensar que lo tenía delante de mí! Traté de atraer su mirada sin éxito alguno. Su popularidad entre los presentes lo alejaba completamente de mi humilde presencia. Cuando menos me lo esperaba sucedió lo imprevisto: el Ministro de las FAR, con su rostro transformado por la bondad, se me acercó arrastrando consigo al famoso escritor colombiano. ¡Qué momento tan especial! iDos de mis ídolos me hacían objeto de su atención!
El Ministro me saludó con efusividad y me presentó a su amigo con palabras que me estremecieron de gozo: "Gabo, te presento a Orlando Cardoso Villavicencio, un futuro intelectual".
García Márquez me saludó respetuosamente, sin mostrar en su expresividad el énfasis especial que el Ministro había puesto en la presentación. Simplemente me saludó, e inmediatamente se alejó a bromear con el Comandante.
A pesar de quedar corto en las expectativas, me sentí dichoso. iTanto había soñado despierto con García Márquez en la prisión! Tal vez algún día lograba la dicha de considerarme su amigo. Mis sueños acababan de empezar.
Me puse a conversar con otros compañeros, sin dejar de echar un vistazo de vez en vez en la dirección del grupo donde se encontraba el Comandante charlando alegremente. Durante uno de esos momentos sentí cómo la sangre se me helaba: García Márquez venía hacia mí. Pero no solo se acercaba, sino que parecía más bien guiado por un interés especial. Me sentí petrificado. Él se me acercó y, sin dejar de abrazarme y zarandearme vigorosamente, me habló con la voz dominada por una excitación tremenda. ¿Era yo el muchacho que había estado preso en Somalia? ¡Cuánto había sufrido el Comandante a causa de mi encierro! Él mismo se sentía parte de los esfuerzos de Fidel por sacarme de la prisión y, más que nadie, sabía cuánto se había hecho para aliviar mi agonía. ¿Cómo me sentía? Él se sentía feliz de haberme conocido, luego de servir de mensajero del Comandante en muchas de las gestiones hechas para facilitar mi libertad.
Hablamos de otras cosas, sobre todo de mi interés por la literatura. Él me prometió toda la ayuda a su alcance. Yo agradecí emocionado sus palabras. Nos dimos un nuevo abrazo y nos separamos. Él se alejó sin imaginarse que el breve diálogo había dado respuesta a una pregunta que solapadamente hería mi existencia con la fuerza de la duda.
Poco después, ante un pedido motivado por una curiosidad desenfrenada, el entonces Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, el compañero Isidoro Malmierca, me hizo llegar una serie de documentos que hablaban por sí solos de la preocupación del Comandante en Jefe por mi cautiverio.
Mientras leía aquellos papeles, una simple muestra de lo que se había hecho, pues muchos documentos quedaron clasificados, sentí una mezcla de agradecimiento, orgullo y, sobre todo, vergüenza. Me sentía agradecido por las atenciones y preocupaciones que Fidel había tenido conmigo. Me sentía orgulloso porque había confiado en el Comandante en Jefe y mi fidelidad había sido recompensada por la actitud generosa y preocupada de un verdadero dirigente. Me sentía avergonzado porque la duda había pasado por mi mente. Un altruista como él no merece que nadie dude de su amor por su pueblo.
A medida que leía las gestiones que se hicieron para sacarme del encierro, no podía evitar el asombro. ¿Cómo podía Fidel lograr semejantes cosas? Había documentos que involucraban a verdaderos enemigos de la Revolución Cubana con cartas dirigidas al presidente de Somalia, preocupados por mi salud y pidiendo mi libertad. Solo un hombre como él puede convertir, como dice Silvio Rodríguez, lo sucio en oro. Más que nunca me sentí orgulloso de él.
Ya no me quedaba duda de Fidel. Por lograr el bienestar de su pueblo es capaz de todo. Su generosidad y su preocupación van más allá de las normas establecidas para un dirigente convencional. Fidel es algo especial. Lo demostró en la Sierra Maestra, o antes, cuando ordenó detener al yate Granma para recoger a un hombre caído al agua; lo demostró siempre con la generosidad hacia el enemigo; lo demostró con la entrega total a un internacionalismo que nos llevó a diferentes países del mundo a entregar nuestro sacrificio y hasta nuestra sangre a cambio de nada material; lo demuestra todos los días con su desvelo por aliviar el sufrimiento de los desposeídos, o por resolver los problemas de un pueblo sometido a un bloqueo bárbaro y cruel. Para mí en particular, lo demostró porque durante mi sufrimiento en una celda somalí, él también sufría con el rigor de un padre que lamenta la suerte de un hijo. Fidel es, en mi opinión, un perfecto altruista con una bondad limítrofe solo con los alcances de sus posibilidades. Si de alguien estoy convencido que daría gustosamente la vida por el bienestar de la humanidad, es de Fidel.
Los cubanos tenemos el privilegio de contar con un padre inigualable que jamás, bajo ningún pretexto, nos dejará solos, sometidos a los efectos de la adversidad.
Tampoco abandonará la lucha que día tras día devuelve la luz y la esperanza a los pobres del mundo.
A nuestros enemigos también les podemos decir: en tiempos difíciles, cuenten con la generosidad del Comandante.
Para concluir, me gustaría mandarle un mensaje a cinco jóvenes antiterroristas, víctimas del odio del enemigo. A René, a Ramón, a Tony, a Gerardo y a Fernando: confíen en Fidel de la misma forma que yo confié. Yo triunfé sobre la soledad. Ustedes triunfarán sobre la injusticia. Ya el Comandante lo dijo: ustedes volverán.
En la generosidad de Fidel me había asido para rebasar el sufrimiento provocado por la lejanía de mis familiares. Si de algo jamás me preocupé, ni siquiera en los momentos de mayor tristeza, fue de las condiciones de mi madre, tendida, en mi caprichosa determinación, en un lecho de atenciones, al cuidado de un Estado agradecido y generoso. Confieso que, de regreso a la patria, pude comprobar que no me había equivocado.
Otra cosa significaba creer en el Comandante en Jefe, en su amor por un soldado que lo sacrificaba todo en otras tierras del mundo, bajo la influencia de una terrible incomunicación. Era fácil, muy fácil, escoger otras sendas. Tres intentos de suicidio dan muestra de mi desesperación. Sin embargo decidí creer en él. Fidel merecía no solo el amor de un pueblo agradecido; merecía, por encima de todas las tragedias que desfilaban, desafiantes, ante mi soledad, el voto de confianza de un joven cubano que no estaba en aquellas condiciones por el capricho de un dirigente, sino por la convicción y la adherencia a uno de los logros más bellos de la Revolución: el internacionalismo. Nadie me obligó a ir a Etiopía a no ser la fidelidad a los principios de la patria.
Pasaron diez años, siete meses y un día. Nunca tuve contactos con las autoridades cubanas. Había sufrido mucho, pero no me arrepentía de la confianza que había depositado en el Comandante en Jefe. Había perdido los mejores años de mi vida por una causa justa. Ya estaba en Cuba y eso era lo único que me importaba. Mi tristeza era compensada por mis principios.
Pero una duda me asaltaba. ¡Cuánto me hubiera gustado tener la garantía de que mi fidelidad hubiera sido recompensada por el interés del hombre que tanto yo admiraba! ¿Había hecho el Comandante alguna gestión durante mi período de encierro? Yo quería creer en eso.
Un día, a poco de llegar a Cuba, participé en la ceremonia durante la cual el Comandante en Jefe encendió la llama eterna a los héroes de la patria en el Museo de la Revolución. Allí concurrieron varios dirigentes e invitados, entre ellos un ilustre amigo de Cuba, cuya presencia provocó en mí un terremoto de excitación. ¡Tanto había significado Gabriel García Márquez en mi vida de presidiario! Conocía de su apoyo a la Revolución y de su amistad con Fidel. Había leído mucho sobre él en la cárcel. En una ocasión, retando todas las leyes de la probabilidad, preparé una carta dirigida a él. En mi ingenuidad no me había detenido a pensar en la imposibilidad de semejante tarea.
¡Y pensar que lo tenía delante de mí! Traté de atraer su mirada sin éxito alguno. Su popularidad entre los presentes lo alejaba completamente de mi humilde presencia. Cuando menos me lo esperaba sucedió lo imprevisto: el Ministro de las FAR, con su rostro transformado por la bondad, se me acercó arrastrando consigo al famoso escritor colombiano. ¡Qué momento tan especial! iDos de mis ídolos me hacían objeto de su atención!
El Ministro me saludó con efusividad y me presentó a su amigo con palabras que me estremecieron de gozo: "Gabo, te presento a Orlando Cardoso Villavicencio, un futuro intelectual".
García Márquez me saludó respetuosamente, sin mostrar en su expresividad el énfasis especial que el Ministro había puesto en la presentación. Simplemente me saludó, e inmediatamente se alejó a bromear con el Comandante.
A pesar de quedar corto en las expectativas, me sentí dichoso. iTanto había soñado despierto con García Márquez en la prisión! Tal vez algún día lograba la dicha de considerarme su amigo. Mis sueños acababan de empezar.
Me puse a conversar con otros compañeros, sin dejar de echar un vistazo de vez en vez en la dirección del grupo donde se encontraba el Comandante charlando alegremente. Durante uno de esos momentos sentí cómo la sangre se me helaba: García Márquez venía hacia mí. Pero no solo se acercaba, sino que parecía más bien guiado por un interés especial. Me sentí petrificado. Él se me acercó y, sin dejar de abrazarme y zarandearme vigorosamente, me habló con la voz dominada por una excitación tremenda. ¿Era yo el muchacho que había estado preso en Somalia? ¡Cuánto había sufrido el Comandante a causa de mi encierro! Él mismo se sentía parte de los esfuerzos de Fidel por sacarme de la prisión y, más que nadie, sabía cuánto se había hecho para aliviar mi agonía. ¿Cómo me sentía? Él se sentía feliz de haberme conocido, luego de servir de mensajero del Comandante en muchas de las gestiones hechas para facilitar mi libertad.
Hablamos de otras cosas, sobre todo de mi interés por la literatura. Él me prometió toda la ayuda a su alcance. Yo agradecí emocionado sus palabras. Nos dimos un nuevo abrazo y nos separamos. Él se alejó sin imaginarse que el breve diálogo había dado respuesta a una pregunta que solapadamente hería mi existencia con la fuerza de la duda.
Poco después, ante un pedido motivado por una curiosidad desenfrenada, el entonces Ministro de Relaciones Exteriores de Cuba, el compañero Isidoro Malmierca, me hizo llegar una serie de documentos que hablaban por sí solos de la preocupación del Comandante en Jefe por mi cautiverio.
Mientras leía aquellos papeles, una simple muestra de lo que se había hecho, pues muchos documentos quedaron clasificados, sentí una mezcla de agradecimiento, orgullo y, sobre todo, vergüenza. Me sentía agradecido por las atenciones y preocupaciones que Fidel había tenido conmigo. Me sentía orgulloso porque había confiado en el Comandante en Jefe y mi fidelidad había sido recompensada por la actitud generosa y preocupada de un verdadero dirigente. Me sentía avergonzado porque la duda había pasado por mi mente. Un altruista como él no merece que nadie dude de su amor por su pueblo.
A medida que leía las gestiones que se hicieron para sacarme del encierro, no podía evitar el asombro. ¿Cómo podía Fidel lograr semejantes cosas? Había documentos que involucraban a verdaderos enemigos de la Revolución Cubana con cartas dirigidas al presidente de Somalia, preocupados por mi salud y pidiendo mi libertad. Solo un hombre como él puede convertir, como dice Silvio Rodríguez, lo sucio en oro. Más que nunca me sentí orgulloso de él.
Ya no me quedaba duda de Fidel. Por lograr el bienestar de su pueblo es capaz de todo. Su generosidad y su preocupación van más allá de las normas establecidas para un dirigente convencional. Fidel es algo especial. Lo demostró en la Sierra Maestra, o antes, cuando ordenó detener al yate Granma para recoger a un hombre caído al agua; lo demostró siempre con la generosidad hacia el enemigo; lo demostró con la entrega total a un internacionalismo que nos llevó a diferentes países del mundo a entregar nuestro sacrificio y hasta nuestra sangre a cambio de nada material; lo demuestra todos los días con su desvelo por aliviar el sufrimiento de los desposeídos, o por resolver los problemas de un pueblo sometido a un bloqueo bárbaro y cruel. Para mí en particular, lo demostró porque durante mi sufrimiento en una celda somalí, él también sufría con el rigor de un padre que lamenta la suerte de un hijo. Fidel es, en mi opinión, un perfecto altruista con una bondad limítrofe solo con los alcances de sus posibilidades. Si de alguien estoy convencido que daría gustosamente la vida por el bienestar de la humanidad, es de Fidel.
Los cubanos tenemos el privilegio de contar con un padre inigualable que jamás, bajo ningún pretexto, nos dejará solos, sometidos a los efectos de la adversidad.
Tampoco abandonará la lucha que día tras día devuelve la luz y la esperanza a los pobres del mundo.
A nuestros enemigos también les podemos decir: en tiempos difíciles, cuenten con la generosidad del Comandante.
Para concluir, me gustaría mandarle un mensaje a cinco jóvenes antiterroristas, víctimas del odio del enemigo. A René, a Ramón, a Tony, a Gerardo y a Fernando: confíen en Fidel de la misma forma que yo confié. Yo triunfé sobre la soledad. Ustedes triunfarán sobre la injusticia. Ya el Comandante lo dijo: ustedes volverán.