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Sí, Esther, aún das la hora

Fecha: 

25/01/2025

Fuente: 

Granma

Autor: 

En el año 1961, el Comandante en Jefe Fidel Castro, líder histórico de la Revolución Cubana, hizo un llamado a todos los jóvenes, estudiantes y maestros, para enseñar a leer y a escribir, y que se unieran a la Campaña de Alfabetización. Entre aquellos que exclamaron «sí», se encontraba Esther Lila Gómez Morejón
 
Abuela ya pinta canas y, a pesar de sus 81, todavía luce un rostro liso y con muy pocas arrugas. «Me mantengo a pesar de los años», dice, mientras se toca la piel en busca de algo que evidencie que es una persona octogenaria. Se ríe un poco y me pregunta: «¿todavía doy la hora?».
 
Desde hace más de 20 años tiene un salón de la casa lleno de mesas y sillas, acomodadas al estilo de un aula, porque la gente como ella siempre se las ha arreglado para jamás despegarse de un lugar así.
 
A las cuatro de la tarde se puede escuchar su voz retumbando en las paredes, mientras pequeñines enérgicos aprenden con ella a dividir en sílabas. «Siempre he sido cariñosa, pero sin dejar de ser estricta, tú bien lo sabes», deja ir, con un tono que juega entre lo serio y lo jocoso.
 
Cuando evoca sus inicios como maestra, siempre comenta con orgullo lo que significó poder ganarse su propio dinero desde que tenía 17 años. Comenzó como maestra sustituta donde se le necesitara, hasta que se ganó un lugar.
 
En el año 1961, el Comandante en Jefe Fidel Castro, líder histórico de la Revolución Cubana, hizo un llamado a todos los jóvenes, estudiantes y maestros, para enseñar a leer y a escribir, y que se unieran a la Campaña de Alfabetización. Entre aquellos que exclamaron «sí», se encontraba Esther Lila Gómez Morejón, la madre de mi madre.
 
«Sentí que mi lugar estaba en el campo, enseñando a la gente nuestra a leer y escribir», recuerda. Muchos retos tuvo que sortear, pero el primero fue la aprobación de su padre, ya que era apenas una jovencita inexperta que se marchaba a recorrer los más recónditos rincones de la geografía cubana.
 
«Los primeros dos meses del trabajo fueron difíciles porque, imagínate tú, las manos rudas de los campesinos acostumbrados al manejo de la guataca, el machete, el arado, no lograban sostener la delicadeza del lápiz con facilidad por más demostraciones que realizábamos; en algunos casos teníamos que guiar sus manos para que pudieran realizar los ejercicios de la cartilla», rememora.
 
El noble empeño de enseñar en esas condiciones hizo que «Mimi» descubriera su amor por el magisterio, y cuenta que la marcó para siempre: «Aprendí del sacrifico que hay que hacer para enseñar, la paciencia, el amor, la dedicación..., la sutileza que hay que tener».
 
Aquel 22 de diciembre de 1961 fueron «derrumbados cuatro siglos y medio de ignorancia, Fidel declaró a Cuba territorio libre de analfabetismo y yo fui parte de eso».
 
Durante los siguientes 42 años, Tete, como cariñosamente la llamaba abuelo, se mantuvo enseñando en las aulas de manera ininterrumpida.
 
Paralelo a su trabajo como maestra, desarrolló una importante labor cultural, concretamente a favor de la salvaguarda de nuestro baile nacional, el danzón, como buena matancera.
 
Fue fundadora del «Palacio del Danzón» en la Ciudad de los Puentes, considerado como el lugar predilecto para la reunión de danzoneros locales. Además, su rol como formadora de niños pequeños le permitió fomentar el amor por este baile en cientos de pequeños que pasaron por sus aulas.
 
En esas andanzas como formadora de bailadores, participó de jurado en las competencias de baile del II Encuentro Internacional Danzonero «Miguel Faílde in memoriam».
 
Mientras comenta sobre sus experiencias en este evento, señala un cuadro que tiene en un estante, casi como si fuera un trofeo. Es una foto suya con Ethiel Faílde, tataranieto del creador de nuestro baile nacional. «A Ethiel, siempre que le preguntan quién lo enseñó a bailar, dice que fui yo, y eso para mí es un orgullo muy grande», comenta mientras esboza una sonrisa.
 
A pesar de estar retirada hace más de 25 años, nunca ha dejado de enseñar niños, desde entonces en casa, en su «aulita».
 
Lo que la nutre y le da fuerzas para seguir, a pesar de haber superado una operación de cataratas, es el regocijo y el orgullo que siente cuando un alumno la reconoce, cuando ve que alguien a quien enseñó a leer y escribir se ha convertido en una persona de bien. Vive orgullosa de ellos y, si volviera a nacer, siempre dice, volvería a ser maestra.
 
—Oye, te dejo que tengo a los niños solos y se me disocian.