Que hable por mí el Apóstol
Fecha:
09/10/2013
Fuente:
Periódico Granma
Cuando Fidel preparó los asaltos comando de los cuarteles de Santiago de Cuba y Bayamo, en Cuba se enseñaba a Martí en las escuelas, pero solo al poeta de alto vuelo, al escritor erudito, al amoroso cantor de versos encendidos; no al hombre que buscaba afanosamente una Cuba libre, soberana e independiente, al político genial que ya en 1895 denunció el peligro que se cernía sobre América Latina y llamó al imperialismo por su nombre exacto.
Con razón un poeta cubano proclamó que José Martí, antes del enero rebelde, había sido tratado como «piedra muda y sombría/ con el índice muerto».
Años después diría Fidel: «Era necesario otra vez enarbolar las banderas de Baire, de Baraguá y de Yara (…) una acometida final para culminar la obra de nuestros antecesores, y esta fue el 26 de Julio (…) la hora de acudir otra vez a las armas».
Y agregó: «Sin la prédica luminosa de José Martí, no se habría concebido un 26 de Julio (…) En su prédica revolucionaria estaban el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que fue él el Autor Intelectual del 26 de Julio».
El joven abogado que se defiende con valor, dignidad y maestría en el juicio del Moncada, es un hombre desarmado, incomunicado, calumniado, que se encuentra dentro de un cerco de odio, amenazas, bayonetas caladas y ametralladoras.
Mucho tiempo después diría: «El revolucionario pelea solo, como si junto a él estuviera todo un ejército».
Como continuador leal de las enseñanzas del Apóstol, en La Historia me Absolverá —su obra cumbre de juventud— menciona 15 veces el nombre de Martí y cita en siete ocasiones fragmentos muy sensibles de su prosa y de sus versos.
Se refiere al Maestro en 22 momentos diferentes de su trascendental alegato, el primero de estos: «Un principio justo desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército».
Y dijo más: «El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber».
Y en torno a los jóvenes que murieron en combate o asesinados ante los muros del Moncada, expresó: «Que hable por mí el Apóstol: “Hay un límite al llanto sobre la sepultura de los muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria que se mira sobre sus cuerpos y que no teme ni se abate ni se debilita jamás”».
El contenido martiano de su autodefensa está muy claro cuando argumenta: «Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto».
Y el espíritu de su lucha está en aquellas palabras de Martí: «Nada es el hombre en sí y todo lo que es, lo pone en él su pueblo. A veces está listo el pueblo y no aparece el hombre. A veces aparece el hombre y no está listo el pueblo».
Pero el 26 de julio de 1953, hace seis décadas, ya nuestro pueblo estaba listo para el combate y había aparecido el hombre, convencido de que la historia lo absolvería definitivamente.
Con razón un poeta cubano proclamó que José Martí, antes del enero rebelde, había sido tratado como «piedra muda y sombría/ con el índice muerto».
Años después diría Fidel: «Era necesario otra vez enarbolar las banderas de Baire, de Baraguá y de Yara (…) una acometida final para culminar la obra de nuestros antecesores, y esta fue el 26 de Julio (…) la hora de acudir otra vez a las armas».
Y agregó: «Sin la prédica luminosa de José Martí, no se habría concebido un 26 de Julio (…) En su prédica revolucionaria estaban el fundamento moral y la legitimidad histórica de nuestra acción armada. Por eso dijimos que fue él el Autor Intelectual del 26 de Julio».
El joven abogado que se defiende con valor, dignidad y maestría en el juicio del Moncada, es un hombre desarmado, incomunicado, calumniado, que se encuentra dentro de un cerco de odio, amenazas, bayonetas caladas y ametralladoras.
Mucho tiempo después diría: «El revolucionario pelea solo, como si junto a él estuviera todo un ejército».
Como continuador leal de las enseñanzas del Apóstol, en La Historia me Absolverá —su obra cumbre de juventud— menciona 15 veces el nombre de Martí y cita en siete ocasiones fragmentos muy sensibles de su prosa y de sus versos.
Se refiere al Maestro en 22 momentos diferentes de su trascendental alegato, el primero de estos: «Un principio justo desde el fondo de una cueva, puede más que un ejército».
Y dijo más: «El verdadero hombre no mira de qué lado se vive mejor, sino de qué lado está el deber».
Y en torno a los jóvenes que murieron en combate o asesinados ante los muros del Moncada, expresó: «Que hable por mí el Apóstol: “Hay un límite al llanto sobre la sepultura de los muertos, y es el amor infinito a la patria y a la gloria que se mira sobre sus cuerpos y que no teme ni se abate ni se debilita jamás”».
El contenido martiano de su autodefensa está muy claro cuando argumenta: «Parecía que el Apóstol iba a morir en el año de su centenario, que su memoria se extinguiría para siempre, ¡tanta era la afrenta! Pero vive, no ha muerto».
Y el espíritu de su lucha está en aquellas palabras de Martí: «Nada es el hombre en sí y todo lo que es, lo pone en él su pueblo. A veces está listo el pueblo y no aparece el hombre. A veces aparece el hombre y no está listo el pueblo».
Pero el 26 de julio de 1953, hace seis décadas, ya nuestro pueblo estaba listo para el combate y había aparecido el hombre, convencido de que la historia lo absolvería definitivamente.