Los dos cumpleaños de Fidel en Quito (primera parte)
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9 de agosto, Quito. Fidel Castro en la residencia del Embajador de Cuba. Con gafas, Danilo, el artista que pintó el cuadro que generó esta historia.
LA COYUNTURA. El 9 de agosto de 1988, Quito despertó sin nubes. Esa mañana, el cielo nítido de la ciudad estuvo teñido de un azul intenso, el color característico de la capital ecuatoriana en los meses del verano ecuatorial. Por aquellos días, al país estuvo atravesado del típico aire con olor a fiesta cívica. Se venía el cambio de mando presidencial y el presidente León Febres Cordero dejaba el cargo, tras cuatro años de una gestión polémica y autoritaria (1984-1988), mientras Rodrigo Borja, el relevo socialdemócrata, daba los últimos toques a su discurso de posesión como Mandatario de los ecuatorianos por otros cuatro años (1988-1992).
Todos se acomodaban para el 10 de Agosto de 1988. Seguramente, unos pocos privilegiados planchaban sus ternos para asistir al recinto legislativo; el resto, como de costumbre, alistaba el taburete para mirar los detalles de ese acto político a través de las pantallas de televisión u oyendo la radio (por aquellos días, internet y el celular eran cosas de extraterrestres). Más o menos así funcionaba la democracia ecuatoriana en esos tiempos no muy lejanos. Traído a tiempo presente, el paisaje político ecuatoriano ha cambiado un tanto.
Si mal no recuerdo, la cadena local de televisión Ecuavisa fue la primera en dar la noticia: “el avión que trae al presidente Fidel Castro está aterrizando, en estos momentos, en el aeropuerto internacional Mariscal Sucre (eran como las nueve y media de la mañana)”. No es difícil imaginar lo que esa noticia generó en amplios sectores capitalinos, sin distingo de ideología, religión o condición social. Al fin de cuentas, era un acontecimiento histórico: por primera vez el máximo líder de la Revolución Cubana pisaba suelo quiteño (el 4 de noviembre de 1971 pasó por Guayaquil, rumbo a Chile, donde fue recibido por el entonces presidente Velasco Ibarra, un declarado admirador del “joven doctor Castro”).
El Comandante, quien vestía su tradicional traje de campaña, se bajó del avión, salió enseguida del aeropuerto y hasta ahí se supo de él… por el momento. Las razones de la Seguridad justificaron la implacable conducta cubana para tales casos (válida para los desplazamientos del famoso revolucionario, por distintos lugares del planeta, incluyendo Vietnam, cuando ese país estaba en guerra con Estados Unidos, como el propio Fidel Castro lo reveló hace varios meses en una nota firmada).
Volviendo al tema de este dossier, esa mañana del 9 de agosto de 1988, nadie sabía la hora del arribo ni el lugar donde pasaría Fidel durante su estadía en Ecuador. Pero quien suscribe estas líneas -junto a dos personas más- pudieron comprobar que ni la máxima seguridad ofrece siempre el blindaje total. Más adelante veremos porqué.
9 de agosto, Quito. Este es el cuadro que Fidel Castro se llevó a Cuba.
LA IDEA ORIGINAL. Desde inicios de 1988, Danilo (no divulgo su apellido pues no estoy autorizado) trabajaba por su cuenta en un gran óleo con el rostro de Fidel Castro. Lo hacía con entusiasmo, antes que por militancia o interés partidista. En sus horas libres, fuera de su jornada de trabajo (era diseñador gráfico en una ONG), se daba a la tarea de pintar y pulir su obra casi secreta. Cuando se le preguntaba la razón de ser de ese trabajo, su respuesta era algo evasiva, a ratos incluso mostraba tintes de ingenuidad. “La verdad, no sé bien porqué lo hago; supongo que algún día entregaré personalmente este retrato a Fidel, para que lo tenga en su casa o para que se lleve a algún museo cubano. Y cuando llegue ese día yo me burlaré de ustedes, así como ustedes se burlan hoy de mi… amigos”.
Con más o menos palabras, esta era su respuesta recurrente. Casi todos sus colegas de trabajo movían sus cabezas con cierto desdén al oír tal respuesta. Y si bien nadie se reía en los corrillos para no lastimar la sensibilidad del artista, la verdad es que casi nadie daba un céntimo por esa idea y menos aún por la posibilidad de que ocurra algo que él, curiosamente, lo daba como un hecho inexorable. No olvidemos que estos diálogos ocurrían a inicios de 1988, cuando nadie imaginaba siquiera que Fidel Castro pisaría tierra ecuatoriana, y el propio Rodrigo Borja andaba sin saber a ciencia cierta si sería Presidente del Ecuador. Pero Danilo tuvo razón y se llevó las glorias cuando vio que su sueño se hacía realidad aquel 9 de agosto de 1988.
LA BÚSQUEDA. El ulular de las sirenas llenaba las calles de Quito. Policías y guardaespaldas se movilizaban por doquier y abrían camino para que pasen las distintas delegaciones que llegaban al cambio de mando. La delegación cubana, presidida por Fidel Castro, luego de salir del aeropuerto, no apareció más. Los simpatizantes del líder cubano iban tras su rastro. Unos corrían hacia la Embajada cubana, no estaba. Otros tomaban rumbo a la casa del pintor Oswaldo Guayasamín, su amigo de toda la vida, tampoco estaba. Danilo formaba parte de aquella marea desconcertada y a punto de tirar la toalla. De hecho, en el camino de retirada, con cuadro y todo (que lo llevábamos sostenido en el balde de una camioneta, en colaboración con otro joven de nombre Renato), algo instintivo salió a flote en el periodista que escribe estas líneas. En la avenida 6 de Diciembre, a la altura del antiguo colegio Alemán, notamos un movimiento discreto pero inusual del personal de seguridad. Eran ecuatorianos y cubanos, en motos y a pie, que custodiaban el lugar, estábamos en los exteriores de la residencia del Embajador cubano en Quito.
Detuvimos la camioneta, nos colocamos frente a la residencia. La pintura, hábilmente ubicada frente a la casa del diplomático, se mantuvo firme en el balde de la camioneta. Ahí nos quedamos sin saber bien porqué. Todo era intuición, instinto nada más. Fueron cinco o seis minutos de espera eterna, pero todos sentíamos que el ambiente y el escenario no eran normales. Salió entonces un mulato de la casa y se dirigió a nosotros. “Bueno, muchachos, ¿de qué se trata todo esto? ¿Ustedes de qué partido político son? ¿Quién ha hecho esto?…” La batería de pregunta nos desconcertó al inicio, pero enseguida notamos que era la pauta inequívoca de que estábamos tras la pista correcta.
Nuestras respuestas fueron breves y concisas. “No somos de ningún partido político -dije yo, y añadí-, en cuanto al cuadro, le presento a su autor, aquí está, se llama Danilo…” El joven pintor enseguida le explicó al cubano que no le interesaba otra cosa que no sea entregarle su cuadro a Fidel Castro; le contó que lo había creado por ese único motivo desde hace meses; que no le interesaba obtener ningún beneficio económico ni político de su trabajo… Fue suficiente.
El cubano regresó entonces a la casa. Tres minutos después volvió a salir, esta vez en compañía de dos ayudantes. “Vengan, muchachos, les ayudaremos a meter el cuadro”. Al cruzar el umbral de la residencia diplomática, en el patio, todo cambió de forma espectacular. Una nube de periodistas cubanos nos inundó de preguntas, de todo tipo, los flashes tronaban y las luces castigaban a nuestros ojos. El bullicio era infernal y nadie entendía nada. Que quiénes somos. Que qué hacemos. Qué de dónde salió la idea del cuadro. Que si representamos a algún partido o movimiento político… Las respuestas fueron las mismas. Luego de tan inesperado baño mediático, totalmente fuera de libreto, con un Danilo conmovido hasta las lágrimas, se nos acercó otra vez el mismo mulato de las preguntas iniciales. No estaba tan distendido como al comienzo; con una voz grave y tensa, demandó: “Pasen por favor y suban al segundo piso, el Comandante en Jefe les espera”.
EL ENCUENTRO. No terminábamos de llegar al segundo piso cuando un Fidel Castro alegre, risueño y colosal salió a su encuentro con tres jóvenes que brotaron, virtualmente, de la nada. Nos abrazó con una intensidad inédita, con una familiaridad espontánea difícil de olvidar.
“Ustedes son los primeros ecuatorianos con los que tengo el gusto de hablar. Ustedes son la vanguardia, ustedes se atrevieron y ya les admiro por eso. Estoy muy contento de estar en Quito; me impresiona la belleza que rodea a esta ciudad. Incluso le pedí al piloto que antes de aterrizar dé una vuelta completa sobre la ciudad para mirar el maravilloso paisaje de los Andes ecuatorianos. Miré con mucho interés el volcán Pichincha y el sitio donde el Mariscal Sucre venció a los españoles. Ustedes saben, a mi me fascina la Historia”.
Enseguida tuvimos un breve intercambio de impresiones sobre temas históricos y de coyuntura, fue algo formal pero de ninguna manera normal, todo aquello era extraordinario y la adrenalina dominaba el ambiente de la salita llena de gente. Luego, Fidel se interesó en el trabajo del joven pintor. “Mira, Danilo, estuve observando detenidamente, desde esta ventana, el cuadro que has pintado. Es muy bonito y me recordó los años de mi juventud. Te agradezco mucho, es un lindo detalle de tu parte. Ahora dime, muchacho: ¿qué hacemos con él: lo donamos a algún museo aquí en Ecuador o lo llevamos para Cuba? Tu decides”.
Danilo casi no pudo responder. Le traicionaron los nervios y sucumbió entre tantas emociones. Se le cortó el habla; estaba conmovido, conmocionado. Solo atinó a decir que había pintado el cuadro “para usted, Comandante, y quiero que se lo lleve a Cuba; esa será mi felicidad”. Dijo también que el cuadro representa su forma sencilla de reconocer lo que Fidel Castro había hecho por los latinoamericanos, por los pobres, por la gente de abajo. Que estaba muy satisfecho por entregárselo personalmente y que con eso él tenía suficiente. Fueron minutos de intensidad y emotividad difíciles de describir, incluso hoy, 21 años después de ocurrido el hecho. Y mientras la conversación seguía, los flashes de las cámaras de la prensa cubana no daban tregua.
Antes de despedirnos, me atreví a algo más, por si acaso… Le pedí al Presidente cubano que nos conceda una entrevista, para charlar con agenda abierta sobre diversos tópicos históricos y de coyuntura. Fue una acción instintiva de mi parte, que vista a la distancia, quizá se podría juzgar como un abuso de confianza: un desconocido le pide un diíálogo abierto a un jefe de Estado… Pero bueno. Sabía que tenía pocas probabilidades. Con amabilidad y gentileza me hizo saber que su agenda en Quito era muy extensa e intensa; que estaba en el país de visita oficial; que tenía muchas citas bilaterales en el contexto del cambio de mando, etcétera.
“No hay peor gestión que la que no se hace”, decían los abuelos e iba camino de la resignación. Pero la sorpresa fue mayúscula cuando el propio Fidel me dijo que detalló la lista de dificultades para que esté consciente de que la entrevista -aceptada por él sin condiciones, ni siquiera preguntó dónde y cuándo se publicaría- se realizará en un momento que no podía precisar, dadas las circunstancias. No había nada que añadir, su palabra estaba comprometida y la entrevista quedó pactada en esas condiciones. Nos despedimos entonces con una nueva tanda de abrazos y quedamos en vernos luego, para conversar con más calma, como si lleváramos años de amistad.
Una vez en la calle, lejos de los flashes y de la parafernalia que nos inundó en la casa del Embajador, nos sentamos a pensar cómo hacer para entrevistar de la mejor manera posible al jefe de la Revolución Cubana. Teníamos poco tiempo y el Comandante también. A eso nos dedicamos entre el mediodía del 9 de agosto y la noche del 12 de agosto, cuando nos recibió horas antes de su regreso a La Habana.