Los delicados hilos del traspaso
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La Revolución Cubana está cerrando un ciclo trascendental de su historia y abre paréntesis hacia otro más largo, complejo y decisivo.
La frontera entre uno y otro espacio fue marcada por la clausura del VI Congreso del Partido Comunista el 19 de abril de 2011, que por mandato constitucional constituye la fuerza dirigente fundamental de la sociedad y el Estado.
La presencia de Fidel en la sesión de clausura de ese cónclave no solo debe quedar como un momento especialmente emotivo en el devenir del proyecto de justicia y libertad iniciado el primero de enero de 1959, en el que el iniciador y guía de la última etapa por la independencia regaló la mística de su presencia a los delegados y a toda Cuba.
Su estancia en momento tan crucial de ese evento alcanza un simbolismo y connotación políticos que apuntan profundamente hacia el horizonte de la sociedad cubana.
Ese 19 de abril debe marcarse como el día en que culminó el delicado interregno abierto tras la Proclama del líder revolucionario al pueblo de Cuba, ante la repentina enfermedad que, según explicó en posteriores Reflexiones, le situó al borde del peor desenlace.
La decisión de los delegados al VI Congreso de elegir al frente del Partido a Raúl, y los pronunciamientos de este acerca de lo impostergable de iniciar la concienzuda preparación del relevo de la dirigencia política y estatal del país, nos situaban entonces en el momento de preparar con hilos de seda la transferencia del poder revolucionario de manos del liderazgo histórico a sus continuadores.
El pronunciamiento de Raúl en ese cónclave sobre la pertinencia de limitar el tiempo de ejercicio en los cargos políticos y estatales a un período no mayor de dos mandatos —recogido en el nuevo texto constitucional proclamado en días pasados, a 150 años del primero de esos documentos aprobados en el Guáimaro insurrecto, y que incluye otros postulados renovadores sobre la estructura y funciones de nuestro Estado, incluyendo la figura del Presidente de la República— constituyó uno de los más llamativos, y de los que mayor influencia ejercerán en el devenir sociopolítico del Archipiélago en lo adelante.
Definitivamente la Revolución Cubana está acercándose a uno de sus momentos más decisivos: demostrar que alcanzó madurez suficiente para sobrevivir a su liderazgo histórico y que el orden constitucional que fundó —y que ahora rectifica y fortalece con transformaciones tan radicales como la ya mencionada profunda transformación constitucional que establece al cubano como un Estado Socialista de Derecho— garantiza la irreversibilidad del socialismo como ideal resumen de los sueños de sucesivas generaciones de revolucionarios.
Recordemos que los enemigos ideológicos del proceso cubano, vencidos en sucesivos intentos por subvertirla en más de 60 años, ubican entre sus principales esperanzas, precisamente, en la ocurrencia de ese relevo generacional, del que esperan un rompimiento con la tradicional posición de principios de la dirección histórica.
Esa fractura comenzaron a estimularla desde mucho antes de que esta desaparezca. Los resortes de su propaganda de los últimos años intentaron hasta dibujar divergencias de sentido y contenido entre la conducción de Fidel y Raúl.
Semejantes campañas hicieron que el ahora Primer Secretario del Partido tuviera que sentar en numerosas oportunidades que la actualización en marcha busca cambiar únicamente cuanto entorpece los propósitos de eficiencia, justicia y bienestar a los que debe aspirar el verdadero socialismo, y nunca desmantelarlo.
Frente a las añoranzas de los medios occidentales y sus patrocinadores, los revolucionarios cubanos no deben olvidar las experiencias de la historia.
El sustancial repaso debe mirar lo mismo hacia quienes dejaron endulzar sus oídos por las alabanzas occidentales durante la “renovación” de otras experiencias socialistas, que hacia las sucesiones que le antecedieron en esos mismos países, no exentas de mezquindades, vergonzosas deslealtades y atrofias políticas, económicas y sociales que condujeron a finales catastróficos.
En la figura y el ideal nacionalista, universal, humanista y marxista de Fidel compartiendo la clausura del VI Congreso, se lanzaba nuevamente un mensaje de que en Cuba no debe haber ruptura sino continuidad; no habrá rompimiento sino respeto por la historia; no habrá desmantelamiento sino rearticulación, a partir de la rectificación de los errores que se han producido en el largo trayecto por buscar la justicia.
Esa ha sido precisamente la huella del ejercicio del Ejecutivo dirigido por Miguel Díaz-Canel en este su primer año al frente del Consejo de Estado y de Ministros, que puede caracterizarse como una etapa de acentuación de la transparencia en el funcionamiento de la máxima instancia estatal y gubernamental del país —incluyendo el debate público de los complejos problemas que enfrenta la actualización del modelo socialista—, además de la búsqueda de la solidificación de la institucionalidad, el reconocimiento del carácter estratégico de la comunicación y el rescate de prácticas esencialmente revolucionarias de cercanía con las bases del pueblo que vienen desde los tiempos fundacionales de la Revolución y su líder histórico.
Todo lo anterior dota de mayor ascendencia popular y autoridad a la nueva línea de altos funcionarios públicos que ya no cuentan con la magia del liderazgo histórico y estarán más presionados por los resultados claros y tangibles de su gestión, en un momento particularmente desafiante, a consecuencia de las inusitadas arremetidas imperiales contra los proyectos emancipadores de la región y muy particularmente contra Venezuela, Cuba y Nicaragua.
Para el intenso clamor que antecedió al proceso de rearmar la patria aspirada en la nueva Constitución socialista: con todos y para el bien de todos, no puede ser otro el camino.