La intención nostálgica
Fecha:
15/01/2012
Fuente:
Cubadebate
Autor:
Lo que impresiona de la imagen es su naturalidad. La coherente distribución de los personajes. Parece un concurrido juego de muchachos al cual de repente llega un adulto -que va de paso, quién sabe hacia dónde- y pide que le den un break, es decir, pide que lo dejen recordar lo que una vez fue o lo que una vez quiso ser.
Para esa fecha, 14 de enero de 1962, el hombre del bate tenía poco más de 35 años, pero ya había leído a Kant en el presidio modelo y había reinventado, además, el curso de la historia contemporánea. Podía ser considerado, con justeza, un sujeto sabio y mayor.
Se sabe que es el estadio del Cerro. Se sabe que asistimos al inicio del beisbol amateur. Se sabe que, con el tiempo, nuestro beisbol devendrá más amateur por su concepción que por su calidad. Se sabe que esta es una época de grandes tensiones y que, vertiginosamente, se crea un mundo nuevo sobre uno viejo, inmensos murales utópicos sobre los ruinas de una larga miseria, de una poderosa decrepitud.
Pero aquí, como en casi toda escena del deporte, lo único épico son las circunstancias. Observen, si no, el desenfadado gesto del cátcher, que acaba de golpear su mascota y de decirle al pitcher que tire curva, y cómo el pitcher, al que no vemos, y que lógicamente, por el modo en que se escabulle de la imagen, debe ser un pitcher muy tímido, tirará la curva sin mucho convencimiento, pues le tiene a la recta más confianza.
Observen cómo el fotógrafo negro, de traje presumiblemente negro, y que se ha vestido así porque luego terminará en Tropicana, se cree un gran artista. De ahí esa manera suya de ladear el cuerpo para apretar el flash, nada que ver con el fotógrafo agachado, muy parecido en su postura a los freelancer posmodernos que hacen autostop por Europa y el mundo, y que más tarde, con algo de suerte, ganarán el Pulitzer o saldrán en la National Geographic.
Observen también los bates ordenados, los peloteros fuera del dogout, la austera procesión del público en las gradas. Nada indica, por tanto, en esta subversión de caracteres, que sea el día que decimos, el estadio que decimos, la distancia temporal de la que hablamos.
Miremos, ya por último, al hombre del bate. Su estilo, ciertamente, no es muy trabajado, pero sí muy íntimo. Sus botas son las botas que cualquiera usa en el servicio militar. Su uniforme es el uniforme de algún abuelo miliciano, o de un tío teniente de la reserva. Su gorra y sus espejuelos son la gorra y los espejuelos de los que merodean las calles de La Habana Vieja, los cafés literarios del Vedado.
Su intención, qué duda cabe, es la intención nostálgica de cualquier adulto que haya leído a Kant en la prisión, y que haya reinventado, además, el curso casi demencial de la historia contemporánea.
Para esa fecha, 14 de enero de 1962, el hombre del bate tenía poco más de 35 años, pero ya había leído a Kant en el presidio modelo y había reinventado, además, el curso de la historia contemporánea. Podía ser considerado, con justeza, un sujeto sabio y mayor.
Se sabe que es el estadio del Cerro. Se sabe que asistimos al inicio del beisbol amateur. Se sabe que, con el tiempo, nuestro beisbol devendrá más amateur por su concepción que por su calidad. Se sabe que esta es una época de grandes tensiones y que, vertiginosamente, se crea un mundo nuevo sobre uno viejo, inmensos murales utópicos sobre los ruinas de una larga miseria, de una poderosa decrepitud.
Pero aquí, como en casi toda escena del deporte, lo único épico son las circunstancias. Observen, si no, el desenfadado gesto del cátcher, que acaba de golpear su mascota y de decirle al pitcher que tire curva, y cómo el pitcher, al que no vemos, y que lógicamente, por el modo en que se escabulle de la imagen, debe ser un pitcher muy tímido, tirará la curva sin mucho convencimiento, pues le tiene a la recta más confianza.
Observen cómo el fotógrafo negro, de traje presumiblemente negro, y que se ha vestido así porque luego terminará en Tropicana, se cree un gran artista. De ahí esa manera suya de ladear el cuerpo para apretar el flash, nada que ver con el fotógrafo agachado, muy parecido en su postura a los freelancer posmodernos que hacen autostop por Europa y el mundo, y que más tarde, con algo de suerte, ganarán el Pulitzer o saldrán en la National Geographic.
Observen también los bates ordenados, los peloteros fuera del dogout, la austera procesión del público en las gradas. Nada indica, por tanto, en esta subversión de caracteres, que sea el día que decimos, el estadio que decimos, la distancia temporal de la que hablamos.
Miremos, ya por último, al hombre del bate. Su estilo, ciertamente, no es muy trabajado, pero sí muy íntimo. Sus botas son las botas que cualquiera usa en el servicio militar. Su uniforme es el uniforme de algún abuelo miliciano, o de un tío teniente de la reserva. Su gorra y sus espejuelos son la gorra y los espejuelos de los que merodean las calles de La Habana Vieja, los cafés literarios del Vedado.
Su intención, qué duda cabe, es la intención nostálgica de cualquier adulto que haya leído a Kant en la prisión, y que haya reinventado, además, el curso casi demencial de la historia contemporánea.