Invictus
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De pequeño tomé por tribuna los palos del monte para repetir discursos de Fidel. Algunos en la familia llegaron a creer en alguna «atrofia infantil». Aunque entonces no lo entendía, la explicación estaba en que aquel barbudo guerrillero, que había renunciado a su clase social, se había convertido en una clase especial de héroe popular, de mito viviente que nada pudo matar; aunque él mismo reconociera la fragilidad y límites de la vida humana, en lo que ya constituye su conmovedora despedida política en el Séptimo Congreso del Partido Comunista, la organización que fundó con el aliento de su vocación libertaria, justiciera y unitaria.
A la apasionante serie de su vida física, que cerró este 25 de noviembre, para abrir su ciclo eterno de mesías de todos los pobres de la tierra, se le puede estampar con toda propiedad el «invictus» con el que los creadores de los dramatizados norteamericanos intentan ofrecer realce a sus propuestas. La Revolución que se forjó en Cuba, con su sello muy peculiar, hizo de la vocación universal una permanente Sierra Maestra.
Por ello el líder cubano no arrimaba solo brazas de pensamiento martiano al sartén de la política cuando en la II Cumbre Iberoamericana en España, en 1992, afirmó que «Cuba no anda de pedigüeña por el mundo: anda de hermana, y obra con la autoridad de tal. Al salvarse, salva...».
Para entonces no solo había caído un muro demasiado simbólico en Berlín; parecía más bien que nunca más se levantarían, y en consecuencia tampoco necesitarían derribarse otros muros en este mundo. La humanidad —presuponían algunos teóricos— había arribado al «fin de la historia», y ante el país se abría un enorme abismo moral y material del que todavía busca reponerse.
El mismo Fidel contó cómo debió escuchar por aquellos tiempos —«con la paciencia del bíblico Job y la sonrisa de la Gioconda de Da Vinci»— a distinguidos colegas dictándole las recetas de cómo acabar de desmantelar la Revolución en Cuba, para levantar velas hacia los mares subyugantes y eternos del capitalismo. El modelo de socialismo del siglo XX, que había surgido como un relámpago de sueños, terminó convertido en trueno mortal. Definitivamente se había desfigurado y traicionado a sí mismo, y este archipiélago perdido en la geografía estaba plantado nuevamente en un sitio singular ante enormes disyuntivas mundiales; que solo pudo sortear —y esto fue develado hasta por estudios filosóficos— por la recia, insurgente, indoblegable y premonitoria personalidad de Fidel.
Nadie como él había comprendido que la casualidad, o la causalidad, ubicaron a esta nación en circunstancias excepcionales de la historia planetaria; que hay algo muy grande en nuestra insularidad que apunta al mundo y que hasta la geografía nos ofreció un espacio destacado como «llave de Las Américas», y desde la concepción de José Martí y la práctica política y el pensamiento de Fidel, en el equilibrio mundial.
La Revolución que triunfó en enero de 1959 encabezada por él, y con José Martí como reconocido autor intelectual desde el asalto al Moncada, dio cuerpo de política de Estado a algo que está en la naturaleza del cubano: el sentido del bien común, del desprendimiento, del sacrificio por el prójimo. Para el alma de la nación cubana, determinada definitivamente por una martianidad fidelista, en la suerte suya va la del mundo, y en la de este la nuestra.
Ello tiene su santuario en La Higuera desde que el Che, encarnación universal de la utopía del desprendimiento y la solidaridad, cayó asesinado como otro Cristo de los pobres. Con el Guerrillero la hermosa vocación universal de Cuba, sedimentada por el humanismo y la enorme sensibilidad hacia los humildes de Fidel, encontró su símbolo.
El proyecto martiano y fidelista cubano, sobreviviente de inmensos sacrificios, devela al mundo que la solidaridad y el humanismo deberían ser principios universales, despojados de cualquier ideología, porque el egoísmo o los intereses particulares no sirven de mucho en situaciones como las que ahora vive el planeta. Solo la idea martiana y fidelista es hoy iluminadora: Salvar, salva.
Ello fue lo que hizo el milagro de que la Cuba liderada por este ser de barba rala y manos guayasamianas dejara de ser la llave de las Antillas, como geográfica y simbólicamente se ubica en el escudo nacional, para alcanzar dimensiones muy estelares.
Puede afirmarse que bajo la conducción de Fidel Cuba asaltó La Bastilla de la historia mundial, cuyo recuento de los últimos años sería imposible sin referirse a este minúsculo espacio planetario.
Los arrestados jóvenes rebeldes que bajaron de las montañas de la Sierra Maestra en medio de un terremoto de pueblo, dieron una dimensión inusitada a la conquista de la libertad y la justicia en los convulsos inicios de los años 60, cuando ya el estalinismo y otros errores habían mellado bastante el modelo socialista establecido en la Unión Soviética.
El ideal llegado por vez primera al occidente del mundo por intermedio de estos irreverentes barbudos, confirió nueva energía al ansia liberadora de los pueblos. También al modelo que años de culto a la personalidad, burocratismo, inercia y presiones para aniquilarlo habían desfigurado a escala universal.
El socialismo como referente de emancipación humana tuvo dos renacimientos de la mano de los revolucionarios cubanos dirigidos por Fidel. El primero tras el triunfo de la Revolución y la declaración de su carácter socialista, y el segundo después del derrumbe del sistema en Europa del Este y la URSS.
La resistencia asombrosa del país ante el más grave golpe moral al socialismo y la más dura encrucijada de nuestra patria fue, como he afirmado en estas páginas, como la flecha del valiente Robin Hood atravesando el escudo fukuyamista del fin de la historia, y como los maderos que, tomados por los movimientos sociales, reanimaron la llama de la reconstrucción de la izquierda en América Latina y en otras regiones, ahora nuevamente amenazada.
Por ello la historia no acaba aquí, y la partida física de Fidel nos lo recuerda con dolorosa certeza. Aún la Revolución Cubana y el socialismo como ideal de emancipación humana tienen desafiantes pruebas por vencer, entre ellas las del estigma sobre la dependencia histórica a sus líderes, además de otras no menos retadoras.
En realidad el examen mayor aún por delante en el infinito camino de la Revolución lo delineó el 17 de noviembre en el Aula Magna de la Universidad de La Habana —a los 60 años de su ingreso a ese recinto— cuando alertó que la Revolución, inexpugnable para los enemigos externos, podía autodestruirse como consecuencia de sus distorsiones y errores.
El dilema que supone semejante encrucijada se acrecienta después de este 25 de noviembre. En una circunstancia histórica excepcional el país y su liderazgo estarán junto al pueblo ante el tablero de ajedrez sobre el cual nos planteamos y acometemos las mil jugadas que conduzcan a la irreversibilidad del socialismo.
Ello es solo posible con el sentido dialéctico de Fidel, que impulse la voluntad hacia el porvenir, como el nuevo proyecto actualizador de una sociedad socialista próspera y sostenible, y no hacia el pasado como pretenden los enemigos de la nación cubana.
Nadie como los revolucionarios de esta Isla están fogueados para tamaño empeño; y esta sería la tercera oportunidad en que desde la Cuba antes remota e ignorada, se salve al ideal del socialismo y sigamos asaltando La Bastilla de la historia ante la que nos situaron los rebeldes arrestos de Fidel, ese gigante gladiador de clase o adalid invicto.