Harare con alma cubana
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En el Hospital Central de Harare, siete profesionales cubanos de la salud escriben a diario nuevas historias de solidaridad en el continente africano, y superan barreras idiomáticas y de cultura para mejorar la calidad de vida de sus habitantes.
Le llamaron el hospital de los desposeídos, porque los pobres siempre buscaron allí su cura. Hoy, continúan haciéndolo. Y no es fortuito entonces que en sus salas, mezclados con los más humildes, anden los médicos cubanos, como si humildad y Cuba, en términos de salud, no fuesen casi sinónimos.
En el Hospital Central de Harare, el más grande de su tipo en Zimbabwe, son siete los profesionales de la salud que a diario suman una página al abultado libro de la solidaridad cubana, esa que tiende puentes hasta cualquier rincón de este mundo y que en el continente africano, específicamente, corre límpida por las venas de la historia.
El equipo, integrado por tres médicos especialistas en Maxilofacial, Oftalmología y Dermatología, y cuatro enfermeras especializadas en Nefrología, Anestesia y Neonatología, forma parte de los 45 colaboradores cubanos que actualmente laboran en este país africano, por el cual han transitado desde 1986 más de 7 500 profesionales del sector.
La ausencia de especialistas zimbabwenses para dar cobertura a los servicios de salud en los centros de asistencia pública constituye, según el doctor Rolando Sánchez Martínez, jefe de la brigada médica, una de las principales problemáticas del país africano. A cubrir ese déficit, en la medida de las posibilidades, está enfocado el trabajo de los galenos, de ahí que estén ubicados en hospitales nacionales y provinciales, compartiendo con los colegas de Zimbabwe.
Nos contó entonces sobre la grata acogida y la integración profesional, y de cómo los nuestros han debido superar las barreras idiomáticas, aprender los dialectos del país, y sobre todo, respetar su cultura y protocolos de procedimientos.
Y también de la disciplina y laboriosidad de los cubanos habló el doctor George Vera, director clínico del Hospital Central de Harare, catalogado de referencia en Zimbabwe, y cuya categoría docente le permite la formación de profesionales.
No dudó en calificar de excelente el desempeño, en agradecer la respuesta oportuna del gobierno cubano ante las solicitudes de apoyo de su país, y consideró muy útil la presencia del personal de la Isla para mejorar la calidad de vida del pueblo zimbabwense.
CONTRASTES QUE CALAN
La Unidad Renal del Hospital Central de Harare, donde labora la enfermera Yaima Álvarez Acosta, desde hace un año, a veces tiene ocho pacientes, otras tres, aunque tenga capacidad para 15 y las afecciones renales en la población sean altas. En ocasiones, no vuelven en siete días quienes recibieron una sesión de hemodiálisis a inicios de semana, pese a que sean necesarias tres en ese periodo.
Esa realidad, a juicio de la especialista en Nefrología, es probablemente lo que más le ha costado asimilar. Pero la rutina la absorbe y la obliga a concentrarse en los que llegan a la sala, a quienes es preciso ofrecerles la mejor atención.
Junto a su compañera Mayineisi Estrada, también enfermera especialista, ha asumido el reto que supone Harare, porque antes de su llegada solo había una en el hospital con esa categoría. Además, no siempre está el médico para atender las emergencias y ha tenido que tomar decisiones difíciles, desarrollar procederes, sin violar los protocolos de la institución.
Nos contó que hacía pocos días, casi al término de su jornada, un paciente tuvo una complicación grave y fue a ella a quien buscaron sus colegas zimbabwenses. Ello, sin dudas, demuestra cuánta confianza depositan en los profesionales cubanos y es un estímulo para ir sobrellevando la lejanía de casa, de la familia y de Samanta, su pequeña, que según dijo, “es la razón de su vida”.
Y si de espantar la nostalgia se trata el cirujano maxilofacial Pedro Pablo tiene la mejor recomendación: “Hacer bien el trabajo y ayudar cuanto se pueda a los pacientes zimbabwenses”.
Cuando este médico granmense llegó a Harare solo existía un cirujano plástico en el país, y había mucho trabajo atrasado. Luego de un año, ya han podido aliviar esa situación. No obstante, reconoció que tienen muchas operaciones, la mayoría de tumores muy desarrollados. Un verdadero desafío profesional y a la vez, una experiencia muy enriquecedora.
Pero en el hospital de Harare hay otras historias cubanas que contar, en boca incluso de los propios zimbabwenses. Muchaneta Gudza-Mugabe, la jefa del Departamento de Bacteriología, formó parte de los estudiantes de este país africano que allá por 1993 llegaron a Isla de la Juventud para formarse como profesionales.
Ella estudió Licenciatura en Biología y luego hizo una maestría en su país. Y pese a los años transcurridos, recuerda con cariño la hospitalidad cubana, el afecto de los profesores, su cercanía con los alumnos y hasta añora volver a comer arroz congrí y bailar un poco de salsa.
Dentro de muy poco los colaboradores cubanos irán de vacaciones a Cuba y Muchaneta ya sabe qué “souvenir” les pedirá, unos granos de frijoles negros para plantarlos, como ya lo hizo antes. Así se entremezclan en Harare las historias, donde la solidaridad de nuestro archipiélago, ya sea aquí o allá, siempre resulta protagonista.
África con ojos propios
La hora del té
A las 10 de la mañana Zimbabwe se paraliza. A esa hora no existe nada más importante que tomar el té.
Incluso en los hospitales, cuando se trata de un servicio de emergencia, los trabajadores se ponen de acuerdo y van en grupos separados. Pero nadie se pierde el ritual, que repiten, celosamente, en las tardes.
A la usanza inglesa, los zimbabwenses acogieron como suya la costumbre de sus colonizadores y si en otros aspectos mostraron resistencia, la hora del té quedó impregnada en su cultura, como quedaron los estilos arquitectónicos y la urbanización.
El idioma inglés, por ejemplo, los zimbabwenses lo aprendieron, pero siempre quedó el sabor amargo de la imposición y por ello han defendido a ultranza su lengua natal: el shona, la cual practica el 70 %, aproximadamente, de la población y es originaria de las tribus bantúes. Los ancianos, sobre todo, no se muestran cómodos con el inglés, e incluso cuando un extranjero les habla en su idioma, ellos sienten más confianza, se tornan más sociables, cual respeto a su identidad.
Pero la hora del té es diferente. Es el espacio de la socialización. Es la oportunidad de hacer un alto en la jornada. Las cafeterías de los centros de trabajo se colman. También las de la calle. Todo lo demás se detiene.
Y quizá un inglés, de paso, olvide que está en otra tierra.