Enamorado de Cuba
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Lo imagino absorto en la lectura mientras las preguntas se precipitan en su pensamiento que va, apresurada y lúcidamente, descubriendo por sí mismo la raíz, la naturaleza política de sus inquietudes, el absurdo, el caos en la sociedad capitalista y una verdad transparente: solo una sociedad socialista, enteramente nueva en su estructura económica y en su espíritu de esencias liberadoras, solidarias y justas, constituye horizonte, razón, futuro, no como aspiración o sueño –sin dejar de serlo a su vez–, sino en primerísimo lugar como necesidad histórica. Y a ese fin, otra verdad: el destino de su vida. Transcurre el curso académico 1946-1947. Fidel tiene 20 años y estudia la carrera de Derecho en la Universidad de La Habana.
A mediados de 1947 era un decidido opositor del gobierno de Ramón Grau y un simpatizante del Partido del Pueblo Cubano (Ortodoxos), creado por Eduardo Chibás.
Sobre su vertiginosa maduración política, el propio Fidel se refirió en numerosas oportunidades, una de ellas en el discurso pronunciado en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, el 4 de septiembre de 1995, cuando dijo:
«(…) aquí aprendí quizás las mejores cosas de mi vida; porque aquí descubrí las mejores ideas de nuestra época y de nuestros tiempos, porque aquí me hice revolucionario, porque aquí me hice martiano y porque aquí me hice socialista (…)».
(…)
El 3 de febrero de 1999, en sus palabras en el Aula Magna de la Universidad Central de Venezuela, Fidel reconoció que primero fue comunista utópico y, luego, un comunista atípico, tal como explica en estos fragmentos de aquel memorable día cuando también aseveró que una Revolución solo podía ser hija de la cultura y las ideas.
«Con esa fiebre y ese sarampión que solemos tener los jóvenes, e incluso muchas veces los viejos, yo asumí los principios básicos que aprendí en aquella literatura y me ayudaron a comprender la sociedad en que vivía que hasta entonces era para mí una maraña intrincada que no tenía explicación convincente de ninguna índole. Y debo decir que el famoso Manifiesto Comunista que tantos meses tardaron en redactar Marx y Engels –se ve que su autor principal trabajaba concienzudamente, frase que solía usar, y debe haberlo revisado más veces que de lo que Balzac revisaba una hoja de cualquiera de sus novelas–, me hizo una gran impresión, porque por primera vez en mi vida vi unas cuantas verdades que no había visto nunca. (…)
«Por esos caminos llegué a mis ideas, que conservo y mantengo con lealtad y fervor creciente, quizá por tener un poco de experiencia y conocimientos, quizá también por haber tenido oportunidad de meditar sobre problemas nuevos que no existían siquiera en la época de Marx. (…)
«Así que uso la misma camisa con que vine a esta universidad hace 40 años, con que atacamos el Moncada, con que desembarcamos en el Granma. Me atrevería a decir, a pesar de las tantas páginas de aventuras que cualquiera puede encontrar en mi vida revolucionaria que siempre traté de ser sabio pero prudente; aunque tal vez he sido más sabio que prudente». (…)
Fidel estudiaba, se documentaba; varios textos influyeron en su pensamiento. Descubrir el Manifiesto Comunista le desencadenó «una tempestad bajo el cráneo». Su clarividencia le debía también mucho al pensamiento de Martí y al conocimiento de la historia de Cuba. Y por los caminos de la lucha estudiantil universitaria heredera de una tradición combativa por la soberanía verdadera y una sociedad justa en Cuba, en lo leído en la literatura marxista y leninista, y lo vivido en manifestaciones, protestas, experiencias como la expedición de Cayo Confites, el periplo por países de Nuestra América, la insurrección de El Bogotazo, acontecimientos políticos y bélicos internacionales, maduró definitivamente su pensamiento y ya para el momento posterior a su graduación en 1950, estaba convencido de que era impostergable cambiar la sociedad cubana. (…)
Sus luchas tuvieron un desenvolvimiento vertiginoso, tanto como el de su propia lucidez. Apenas transcurridos tres años de su graduación de la Universidad encabezaba la heroica acción del asalto a la segunda fortaleza militar del país, en lo que él calificó como el reinicio de la insurrección armada del pueblo de Cuba por su plena independencia y por la república de justicia soñada por José Martí. Entonces sobrevinieron la prisión, el exilio en México, la expedición del Granma y la lucha en la Sierra Maestra y el llano, para llegar al 1ro. de enero triunfal de 1959. Para él, que tanto había combatido, la misión más difícil apenas comenzaba. (…)
Fidel reconoció entonces que mientras más iba conociendo a nuestra patria, más iba enamorándose de ella. Le fue fiel siempre. Supo discernir y avistar los peligros y la defendió contra el imperio y quienes se le subordinaron en el atropello de nuestra dignidad.
La aspiración de hacer al pueblo de Cuba feliz, pleno en el disfrute de sus derechos, concitó la agresividad de la reacción interna y externa contra la Revolución Cubana. Fidel desgranó esa verdad desde los comienzos. Señalaba que los revolucionarios cubanos conocían bien que la batalla iba a ser dura, pero no porque faltara voluntad de entendimiento a la Revolución, sino precisamente por ser una Revolución generosa, que se proponía en verdad un cambio trascendente de la vida nacional.
Insistía constantemente en señalar que por justa, por noble, la Revolución iba a ser muy agredida. Pero que, por ejemplo, si no se hubiera realizado la Reforma Agraria, el país se habría hundido cada vez más en sus miserias, en la ruina, tal vez incluso en la anarquía y en la sangre, porque el pueblo no se habría quedado impasible si tanta lucha y esfuerzos, si tantos hijos hubieran muerto para nada. (…)
El líder revolucionario afirmaba que la Revolución había actuado guiada por un espíritu de justicia, de dar al país lo que la oligarquía apátrida y el imperialismo norteamericano le habían negado durante tantos años, con el espíritu de atender a una serie de demandas que desde los comienzos de la República se planteaba el pueblo de Cuba, ansias postergadas desde los tiempos mambises, entre ellas la real soberanía e independencia de los asuntos internos y el control de los recursos nacionales, en específico el rescate de manos extranjeras de las grandes extensiones de terreno, incluso, no solo en el campo, sino también en las ciudades. Además, la Revolución significó un vuelco moral y ético en la historia, un adecentamiento de la vida pública y una radicalización del pensamiento para conceder derechos a los discriminados y los explotados. (…)
Una Revolución –consideraba Fidel– es una tarea casi sobrehumana, sobrecogedora por su nobleza, y dura por el bregar que debe desplegarse, por la entrega total que requiere, por la valentía con que debe asumirse el destino histórico de llevarla adelante y que, además, no es posible si no aúna las voluntades de las mayorías; su legitimidad, su fuente de derecho radica en el soberano, en las muchedumbres que se deciden a realizarla. Esto último solo es posible en torno a causas muy justas, como eran en el caso de Cuba, la independencia y la justicia social.
En Cuba, los grandes abusos cometidos durante muchos años –partiendo de la injusticia de usurpar el triunfo a las fuerzas insurrectas cubanas y parir una república mediatizada, una neocolonia, hasta los atropellos de la dictadura batistiana a mediados del siglo XX– fueron la causa esencial del surgimiento de la Revolución. La explotación, la humillación, la indignidad en que se había sumido el país, crearon la necesidad del cambio sustancial de la vida en el archipiélago. La Revolución era una necesidad y aún hoy lo es para existir como nación y para una vida decorosa del pueblo.
Desde el inicio de sus luchas, Fidel tenía la convicción de que una Revolución no es un camino de rosas, y que una revolución es una lucha a muerte entre el futuro y el pasado. (…)
El Comandante de la Sierra enfatizaba en sus palabras, en los años augurales de la Revolución, que esta no se ganó la enemistad de unos cuantos señores cubanos y extranjeros por haber hecho cosas contra el pueblo, sino por hacerlas a su favor; por ser fiel a los ideales e intereses de la nación, por no haber mantenido una serie de privilegios e intereses contra el pueblo, sino por tomar de una vez y por todas el partido del pueblo frente a todos aquellos intereses. Tal fue el «pecado original» de la Revolución Cubana: ser pueblo.