Cuba, a salvo
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Italia.–Una foto, tomada al azar, me interpela. No era la que buscaba, pero me obliga a replantear la crónica del día. Unos brigadistas, en un cambio de turno, permanecen absortos frente a la pequeña pantalla del celular. Hablan, sí, pero no entre ellos: del otro lado del Océano, o del ciberespacio, hay siempre un rostro que asoma, que da sentido a la espera, al riesgo de luchar por la vida. Solo los iniciados perciben la intensidad de la escena. A veces, de madrugada –cuando en Cuba apenas comienza la noche– se escuchan voces en el pasillo. Entran a los cuartos, de puntillas, los seres queridos, e inician largas conversaciones.
Los médicos y enfermeros reparan sueños ajenos, pero construyen de esa manera los nuestros, los de todos, que son también los suyos. Han venido a descongelar vidas, y las suyas, aparentemente inmóviles, se llenan de una extraña, indescifrable gloria. Cuando parece que la vida impone el recogimiento a lo más íntimo, y premia afectos y aspiraciones que no rebasan las paredes del hogar; aparecen estos cuerdos locos dispuestos a pelear por la vida de los demás a riesgo de la propia.
Entonces, toda Cuba aplaude. Y un sentimiento de orgullo se cuela en cada hogar, y atenúa el dolor de la partida. Entre el choteo y la solemnidad, los cubanos buscamos el equilibrio. Si alguien nos llama héroes, lo escudriñamos con sospecha; pero los ojos de nuestros médicos (y de sus esposas/os, y madres e hijos) brillan cuando el vecindario aplaude. No habrá nunca mayor premio, en una sociedad como la nuestra, que ese aplauso. Mientras esto se repita, Cuba estará a salvo.
LOS PACIENTES
El hospital de campaña –conocido oficialmente como covid-org Hospital– incrementa cada día el número de ingresos. Ya alberga a 68 pacientes, en diferentes estadios de la enfermedad. Algunos son emigrados de muchos años. Amelia es una peruana, ya en recuperación, que hace unos días perdió en su país, por causas naturales, en el lapso de una semana, a sus dos padres. No es la covid-19 lo que la deprime: es la lejanía de la patria y el dolor de hija ausente.
Los médicos cubanos se detienen a escucharle los cuentos de su tierra y de su familia, y a brindarle apoyo. Pero la historia más conmovedora es la de los nonagenarios Paolo y Enma. La sala de este peculiar hospital, dentro de un enorme pabellón fabril, no eleva sus paredes hasta el techo (el puntal es excesivamente alto), de manera que los enfermos de mejor evolución, en «cuartos» delimitados por muros pequeños, sin puertas, deambulan a veces de un lado al otro. Los más graves están alejados de los menos graves o casi sanos, pero la distancia no siempre impide la comunicación. Enma está malita. Y Paolo no puede resistir la tentación de visitarla. Así que vigila a los médicos y enfermeros cubanos e italianos y se «escapa» hasta el cuadrante de su esposa, como un apasionado amante veneciano. Pasan muchas cosas. Hay ancianos con la covid, que padecen de locura senil. Un señor que puede valerse por su estado físico, pero no mental, se desnuda completamente y deambula por los pasillos. Es difícil, pero hermosa esta tarea: curar los cuerpos mientras se alivia el alma.
El 4 de mayo se abrieron las compuertas de la cuarentena social, al menos parcialmente, y hay personas sin nasobuco (aquí le llaman mascarilla) en las calles. El Estado las ha puesto a la venta, a precios módicos, en muchos puntos de la ciudad. Pero el capitalismo es una hiena que huele los nichos de mercado: en un sitio web hallé la promoción de unas mascarillas «fashion» para mujeres, en modelos que oscilan entre los diez y los 17 euros. Pero hay buenas noticias: este día recibieron el alta cuatro pacientes. En total son ocho los que han vuelto a sus casas. Mañana el doctor Julio colocará las nuevas cintas blancas en el Árbol de la Vida.
UN DÍA CUALQUIERA
En la mañana temprano me reúno con uno de los más importantes epidemiólogos de la Región de Piamonte, el doctor Giovanni Di Perri, responsable de Enfermedades Infecciosas del Hospital Amedeo di Savoia de Turín. Ante la pregunta sobre el efecto que podrían tener las medidas de relajamiento progresivo, se encoge de hombros y sonríe sarcásticamente: «habrá un nuevo ascenso en la curva de infectados y más muertes».
Almuerzo esta vez con Alejandro Bombino Rodríguez. Tiene 29 años, pero es especialista en mgi y en Dermatología. Su historia personal encaja en un chiste recurrente de la pandemia: tenía fecha de bodas, incluso una primera firma dada, pero se interpuso la cuarentena y, después, la misión. No puedo evitar completar la pregunta: ¿la vida te dio una segunda oportunidad? Ríe mientras dice «nooooo», y agrega: ella espera un hijo mío, ya tiene 20 semanas de embarazo. Su nombre es Laura Borges Moreno y es fotorreportera de Prensa Latina. Hurgo en su página de Facebook, y encuentro esta declaración pública de amor, que disipa dudas: «Soy la mujer más afortunada del mundo, porque gracias a Dios encontré a la persona que me acompañará por el resto de mi vida».
EL IMPERIO, DESESPERADO
No es un ejercicio placentero escuchar, o ver, a Luis Almagro. No soy lombrosiano, ya seguramente no quedan muchos en Italia. No se trata de la conformación, creo yo, de su cráneo. Ni de estereotipos de belleza o de fealdad, siempre relativos. Quizás sea la conjunción de sus gestos y sus palabras, la mirada huidiza, el brillo sudoroso, la ausencia casi total de dignidad, lo que provoque repulsa en su rostro.
Es posible que cada bajeza o acto despreciable, cada mentira dicha con plena conciencia, hayan marcado surcos en su cara que, dicen, es el reflejo del alma. Pero juro que traté de escucharlo. Llegué al minuto nueve. Una proeza.
En ese breve lapsus, el vocero de la democracia imperial empleó el lenguaje totalitario de su patrón: diez veces dijo «definitivamente»; y otras tres, «absolutamente». Trató, una vez más, de descalificar el extraordinario esfuerzo internacionalista de nuestro pueblo. Sus palabras chocan contra el muro de los hechos.
En Italia, por primera vez, el pueblo no lee en la prensa lo que supuestamente son o hacen los médicos cubanos; lo viven y, a veces, viven por ellos. El imperialismo no se conforma: mientras existan mujeres y hombres que sientan en el pecho el golpe de la virtud como imperativo de vida; mientras exista un pueblo que sienta orgullo de esos hombres y mujeres y los considere modelos a imitar, y los aplauda cada noche, se sentirá amenazado.
Manuel Emilio López Sifontes, intensivista, y Miguel Acebo Rodríguez, neumólogo, salían de su turno en la zona roja cuando los abordé. Uno tiene 54 años y el otro 37. En Cuba todos los días por la noche los aplauden –les dije a los dos– y cuando cuento de sus vidas y hazañas aquí en mi perfil de Facebook, llegan decenas y decenas de comentarios que expresan la admiración que sienten los cubanos por ustedes. ¿Qué piensan de ese reconocimiento popular tan inmenso, cómo se ven a sí mismos?
Manuel Emilio: «Nos tocó a nosotros, los trabajadores de la salud. Es nuestra guerra: las epidemias, las enfermedades. Y sí, es bonito sentir que se valora el trabajo que hacemos. Pero esa es nuestra responsabilidad como médicos. Tenemos que enfrentar la enfermedad, cualquiera que sea, y donde sea. No podemos tenerle miedo. Lo que sí tenemos que saber es cómo trabajar con ella y cómo cuidarnos. Porque en nuestra profesión siempre estaremos expuestos. El reconocimiento que nos da la población nos emociona, aunque en este momento estemos en nuestra guerra, la que nos toca».
Miguel: «Cada vez que escucho unos aplausos o veo un reportaje de nuestro trabajo, el de aquí o el de Cuba, porque aquellos son tan bravos como los de aquí, es como si me removieran por dentro todos los órganos. «Eso nos llena de fuerza y de alegría. Y siempre pienso en mi niña, mi esposa cada vez que puede me manda un video de Paola dándole a un caldero y aplaudiendo por su Papá. Cada vez que lo veo se me estruja el corazón».