Martí en el orgullo de su bandera, que no ha sido jamás mercenaria
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«Escribe más brillantemente que ninguno de España o América». De un trazo, Rubén Darío reconoció en nuestro Apóstol ese talento que desató, al mismo tiempo, admiración, envidia y temores, porque desbordaba la literatura; «Martí fotografía y esculpe en la lengua, pinta o cuaja la idea, su pensamiento es un relámpago; su palabra un tímpano o una lámina de plata o un estampido».
Ni siquiera sus enemigos pudieron negar esos dones del cubano que peregrinaba por Nueva York y otras ciudades del naciente imperio, de la entraña brutal y apetitos anexionistas.
Puros, exquisitos, codiciados, sinceros como él, su obra intelectual y su arte jamás estuvieron en venta, no tenían precio, en todo caso ayudaban a sustentar la estancia en aquella ciudad a la que había ido por motivos patrióticos, y vivió 15 años a costa de personales sacrificios: «tenía que vivir, tenía que trabajar, entonces, eran aquellas cascadas literarias», subrayó en una ocasión el propio Rubén Darío.
Pudo llevar, de habérselo propuesto, una estancia de comodidad y oropeles, para sustentarla le sobraba capacidad intelectual y genialidad creadora, pero en su ética y lealtad a la patria, el oportunismo no tuvo espacio; le obsesionaba el sueño de su Isla; «el deber de un hombre está allí, donde es más útil».
Arengó, esclareció, desmontó componendas, enfrentó anexionismos abiertos y disfrazados, cimentó la unidad; «la fuerza entera he gastado en poner a nuestra gente junta, (…) en salvar a la Revolución de lo único que la amenaza: la traición...», le confesaría en una carta al Generalísimo Máximo Gómez.
José Martí plantó semillas que después germinaron robustas en Fidel, Raúl y los jóvenes del centenario, en los Cinco Héroes y en tantos cubanos que, sin alardes ni hipocresía, desde el auténtico arte, la ciencia o el surco, enaltecen el orgullo de una bandera, «que no ha sido –ni será– jamás mercenaria».