José Martí en Fidel Castro
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La relación estrecha, íntima y sistemática entre la obra y el pensar de Fidel Castro con la de José Martí es consecuencia, desde luego, de la voluntad del primer líder revolucionario, quien muy prontamente así lo manifestó desde sus primeros textos políticos. Como prueba de ello se ha recurrido a menudo a la frase que pronunciara en su autodefensa titulada La historia me absolverá, cuando calificó al Apóstol de la independencia cubana como el autor intelectual del asalto al cuartel Moncada de Santiago de Cuba el 26 de julio de 1953.
Al igual que buena parte de su generación, Fidel vivió su infancia y juventud en una sociedad que hizo de Martí paradigma de la nación, y que durante los años del frustrado proceso revolucionario del 30 sometió a crítica el sistema neocolonial desde los enjuiciamientos del Maestro. Las batallas por la Constitución de 1940, los afanes renovadores incumplidos por los gobiernos del Partido Auténtico y las esperanzas de adecentamiento y dignificación moral representadas por Eduardo Chibás tuvieron como punta de lanza el verbo martiano.
Mientras que la escuela y la universidad habanera, a su vez, dieron coherencia y sistematicidad a Fidel en la lectura y asimilación de la prédica del Maestro. El líder estudiantil y el joven abogado que se introdujo en las lides políticas demostró disponer de un sólido conocimiento de la historia patriótica cubana y de un extenso manejo de la obra martiana.
Muchos años después, Fidel recordaba esa adscripción suya:
“De lo primero que yo me empapo mucho, profundamente, es de la literatura martiana, de las obras de Martí, de los escritos de Martí; es difícil que exista algo de lo escrito por Martí, de sus proclamas políticas, sus discursos, que constituyen dos gruesos volúmenes, deben ser unas dos mil páginas o algo más, que no haya leído cuando estudiaba en el bachillerato o estaba en la Universidad.” (José Martí en el ideario de Fidel Castro, 287)
Y precisaba Fidel la doble influencia que desde entonces le guiara: “Yo en ese momento tenía una doble influencia, que la sigo teniendo hoy: una influencia de la historia de nuestra Patria, de sus tradiciones, del pensamiento de Martí, y de la formación marxista-leninista que habíamos adquirido ya en nuestra vida universitaria”.
Los grupos de revolucionarios que fueron reunidos por Fidel para afrontar con las armas a la tiranía batistiana compartían semejante culto patriótico e interés por las ideas del Apóstol, al punto de que ellos mismos se denominaron la generación del centenario ante aquel aniversario de su natalicio.
Ciertamente, la acción armada de 1953 en Santiago de Cuba puede considerarse como la inauguración de Fidel Castro en la vida política puesto que, por un lado, ese hecho repercutió notablemente y le permitió ser ampliamente conocido en la sociedad cubana, y, por otro, puso en evidencia que se abría así una nueva manera de enfrentar a la dictadura que había interrumpido la institucionalidad constitucional con el golpe de Estado un año antes: la vía de las armas frente al aparato militar, ejecutor y principal sostén de la tiranía.
No obstante, ya Fidel Castro se había hecho sentir en las lides políticas desde su paso por la Universidad de La Habana —entonces un foco de rebeldía y de formación de cuadros políticos—; por su presencia en la frustrada expedición de Cayo Confites contra la sangrienta tiranía dominicana de Trujillo; por su participación en el bogotazo, el levantamiento espontáneo en la capital colombiana ante el asesinato del popular líder liberal Jorge Eliecer Gaitán; por su activa militancia en el Partido Ortodoxo de Chibás, que movilizó a amplios sectores nacionales contra la corrupción administrativa; y por sus varias acciones legales y denuncias en la prensa de condena del golpe de Estado de 1952.
El joven próximo a cumplir los 26 años de edad que dirigió el asalto a la segunda fortaleza militar cubana en 1953 ya podía mostrar una hoja de servicios políticos que lo destacaba entre los jóvenes que se hacían notar por aquella época.
Durante los preparativos del aquel primer combate, Fidel Castro se fue asociando con un grupo de jóvenes de diversa procedencia social y geográfica, algunos de los cuales ya se denominaban la generación del centenario, en alusión a que el 28 de enero de 1953 se conmemoraban en todo el país los cien años del natalicio de José Martí, como luego del 26 de julio de ese año se siguieron llamando los revolucionarios que continuaron la pelea. Aquella no fue solo una manera de expresar una conciencia generacional, sino, y sobre todo, de sustentar una postura profundamente crítica acerca de la sociedad y de la necesidad de subvertir sus rasgos de decadencia moral, de su dependencia de Estados Unidos, de su estancamiento económico sobre una base monoproductora y monoexportadora y de la creciente polarización social y el aumento de la miseria entre las clases trabajadoras.
Como había ocurrido desde los años veinte de aquel siglo y durante la frustrada revolución del 30, el ideario de José Martí volvía a ser empleado conscientemente para fundamentar la necesidad de una revolución social en Cuba. Luego el joven Fidel Castro, sobre todo tras su ingreso en la universidad habanera, se formó en la política en esa tradición y en ese ambiente influidos por el proyecto martiano. Sus escritos de entonces evidencian en sus citas textuales y en su propio estilo esa presencia martiana, expresión de una lectura sistemática de la palabra del Maestro. No es casual que en más de cuarenta ocasiones aparezcan referencias expresas a la voz de Martí en La historia me absolverá, tomadas de muy diferentes escritos suyos, lo que manifiesta la familiarización del joven revolucionario con esa enorme obra escrita.
La propia etapa de organización del Movimiento 26 de Julio, luego de ser liberado Fidel de la prisión, tanto en la Isla como en la emigración en Estados Unidos y en México, y los preparativos del regreso a Cuba para reanudar la vía armada, indican una fuerte presencia martiana en su discurso, en la proyección social de sus objetivos, y en la justificación ética del método de acción que se seguiría y de los propósitos de las transformaciones sociales que se emprenderían.
Fidel Castro y sus principales seguidores desde el Moncada y posteriormente —Abel y Haidée Santamaría, Armando Hart, Juan Manuel Márquez, Frank País, por solo citar cuatro entre los más significativos de aquella época— repasaron las páginas del Maestro y aprendieron mucho de su ejecutoria práctica. La unidad entre las fuerzas opuestas a la tiranía a partir de una desvinculación respecto a los grupos reformistas, la necesidad de organizar a los sectores populares y de brindarles un programa que atendiese primordialmente a sus requerimientos de justicia social (tierra, trabajo, educación, salud, verdadera igualdad de oportunidades, orgullo nacional), son elementos claves del carácter martiano del pensamiento fidelista desde entonces.
Me atrevería a añadir que hasta en la singular formación militar de Fidel Castro —quien no cursó jamás escuela castrense alguna, y, sin embargo, fue un brillante estratega, tanto en la guerrilla como el artífice de operaciones de enorme envergadura durante la guerra en Angola— influyeron las ideas del Maestro en cuanto a cómo organizar y dirigir una contienda armada, junto a su estudio sistemático de las luchas cubanas contra el colonialismo, en particular de las campañas de Máximo Gómez y de Antonio Maceo. Y siempre la eticidad martiana: una de las claves del éxito del Ejército Rebelde fue la desmoralización de las tropas de la tiranía frente a un enemigo que curaba a sus heridos y los devolvía a sus filas.
“Traigo en el corazón la doctrina del Maestro.” (José Martí en el ideario de Fidel Castro, 30)
Así, como sabemos, dijo Fidel durante su alegato de defensa en el juicio por los sucesos del 26 de julio de 1953. No era propaganda hueca la frase sino profunda convicción como patentiza el programa revolucionario expuesto en La historia me absolverá, una verdadera guía de incuestionable impronta martiana para alcanzar la república diseñada desde el siglo XIX y para cumplir la verdadera liberación nacional del país.
Por eso durante los preparativos en la Isla y en el extranjero para reanudar la luchar armada, la amplia campaña en busca de apoyo político y material no sólo se asentó en la palabra del Maestro sino que, de hecho, siguió su estrategia unitaria contra el colonialismo. Demostraba así Fidel nuevamente que no era un mero repetidor de sus frases sino que ellas calaban tanto en su propia doctrina como en su acción.
Como prueba de su adscripción plena a la ética martiana, al referirse al martirologio del Moncada y describir los crímenes de la tiranía contra sus compañeros prisioneros y asesinados, afirma Fidel también en 1955: “Eduqué mi mente en el pensamiento martiano que predica el amor y no el odio”.
Desde luego, que tras el triunfo del primero de enero y comenzar la obra de transformaciones revolucionarias y hacia el socialismo, el desarrollo y maduración del pensamiento de Fidel nuca dejó de lado las enseñanzas martianas.
“¡Al fin, Maestro, tu Cuba que soñaste, está siendo convertida en realidad!” (José Martí en el ideario de Fidel Castro, 101)
Así puntualizaba en un discurso de 1960 cómo se cumplía el deseo martiano, frustrado en 1898, al fundamentar en Martí la obra de cambios que emprendía la Revolución: esta no era algo impostado sino expresión de las tradiciones y las necesidades insatisfechas del pueblo cubano. Raíz nacional y popular, raíz martiana tenía y tiene el proceso que rescató las riquezas y la soberanía nacionales, que abolió los privilegios y la explotación, que elevó las condiciones de vida y abrió amplio espacio al desarrollo de las capacidades de todos los cubanos.
El joven gobernante devenido pronto estadista perspicaz, el osado líder que proclamó el carácter socialista de la Revolución Cubana ante el inminente ataque militar de la fuerza mercenaria entrenada y apoyada por el gobierno de Estados Unidos, proclamó, y se atuvo siempre fiel a ese principio, el carácter martiano de esa Revolución también socialista y adscrita al pensamiento marxista.
Hay quienes han visto una incongruencia en ese doble basamento teórico e ideológico. Para los enemigos de la Revolución ello es una falsedad, algo imposible, puesto que encuentran incompatibles y hasta contrapuestas ambas fuentes, y hasta señalan –errónea y aviesamente— que en la Cuba revolucionaria se ha querido hacer de Martí un marxista. Incluso fue frecuente que entre los teóricos del campo socialista europeo se rechazara abiertamente o se mostrara incomprensión y duda ante semejante plateo por considerar que Martí no fue marxista, con lo cual, de hecho, se situaban en la misma óptica de los enemigos de la Revolución, aunque en su caso desde la perspectiva de la superioridad de lo que llamaban el marxismo-leninismo como teoría revolucionaria.
Ambas posturas, desde luego obvian un punto: tanto Martí como Marx fueron revolucionarios de su tiempo al servicio de las clases populares. Esa fue su coincidencia básica, la que posibilita precisamente que ambos sean referentes de un proceso socialista en Cuba. Y es en ese punto en el que Fidel Castro siempre trazó cualquier tipo de paralelismo, cuidando mucho de que sus palabras no condujeran a la pretensión de convertir a Martí en un marxista.
Pero, en verdad, en un político como Fidel no puede limitarse la explicación de esa postura a los elementos teóricos que informan su discurrir, ni siquiera a los ideológicos: hay que considerar su ejercicio de la política y los objetivos perseguidos a través de ella. Si se procede de ese modo, se comprenderá que la adscripción fidelista al socialismo parte y se fundamenta desde el programa revolucionario martiano a la vez que busca asimilar la creación de ese tipo de sociedad según las características cubanas, siguiendo el llamado martiano a la originalidad plena a la hora de organizar a un país, sin apartarse del conocimiento de las condiciones del país y del tiempo histórico en que se vive.
Es obvio que un análisis a fondo del proyecto socialista en el pensamiento fidelista ha de ir acompañado de un examen de las fases y momentos de la propia Revolución, algo imprescindible en quien como él se movió en la política concreta y no en el quehacer teórico. De modo muy breve, ha de recordarse que hasta 1971 la Revolución Cubana intentó construir una sociedad socialista tras el desmontaje de la capitalista, paso efectuado con suma rapidez entre 1960 y 1961 al ritmo que impuso la confrontación cada vez más aguda con Estados Unidos, la que abarcó situaciones candentes como la invasión por Playa Girón, el comienzo del bloqueo total económico y comercial, la crisis del Caribe o de los cohetes y las acciones de sabotaje, el apoyo a grupos armados contrarrevolucionarios y las infiltraciones y ataques desde embarcaciones venidas del Norte, además de los más de seiscientos planes para asesinar a Fidel Castro.
A pesar del estado de alerta y de la movilización casi permanente de cientos de miles de combatientes ante la amenaza de una agresión directa de las fuerzas armadas estadounidenses, el proyecto socialista cubano buscó desarrollar un camino propio en lo social y en lo económico, que privilegió el plano moral y las estrategias que no ligaran al país exclusivamente a la relación con el campo socialista y la URSS. La entrada en el Consejo de Ayuda Mutua Económica (CAME), institución organizadora de la colaboración y la distribución de tareas entre los países del campo socialista, acentuó la incorporación cubana a las normas y procedimientos de aquel, aunque Fidel dio impulso personal a ciertas líneas que iban más allá de las fijadas por aquella institución, como la investigación en biotecnología. Y ya en los años ochenta el presidente cubano intentó corregir a escala insular, mediante lo que él llamó proceso de rectificación de errores y tendencias negativas, los rumbos del sistema internacional socialista, cuya caída previó.
Es indudable, para quien lea desprejuiciadamente la Revolución Cubana, que Fidel Castro trató por todos los medios de mantener la actuación soberana del Estado cubano y que una y otra vez lidió por hallar soluciones originales, no importadas de otras naciones.
El gran combate contra el imperialismo de Estados Unidos fue siempre entendido por Fidel como la continuación del que en silencio emprendiera Martí, quien además, a su juicio, es la fuente esencial de los sentimientos latinoamericanistas y de las muestras de solidaridad e internacionalismo expresadas durante todos estos años por los cubanos. De ese modo, y dado el objetivo antillanista de Martí, la Revolución cubana no ha cejado en su apoyo manifiesto a la independencia de la hermana isla de Puerto Rico.
De igual manera, al crearse el Partido Comunista de Cuba como elemento culminante del proceso unitario de las fuerzas revolucionarias, Fidel ha insistido siempre en su fundamentación martiana junto a la marxista-leninista. En 1973 dijo: “Como el Partido Revolucionario Cubano de la independencia, hoy dirige nuestro Partido la Revolución. Militar en él no es fuente de privilegios sino de sacrificios y de consagración total a la causa revolucionaria”.
Uno de los rasgos más notables de ese pensar desde sí, como siempre lo defendió Martí, es la sistemática y constante labor internacionalista cubana, que tanto en el terreno político como en el de la colaboración económica, siguió el camino trazado por Martí en cuanto al deber de Cuba en América y el mundo, cuya independencia debía contribuir al equilibrio en el continente y a escala universal. En consonancia con ello, la unidad latinoamericana fue caballo de batalla permanente para Fidel Castro, quien se acogió repetidas veces a las argumentaciones martianas al respecto.
También, al proclamar y practicar una ética humanista de servicio, tanto en el orden de la actuación individual como social, Fidel se atuvo a los criterios de Martí, y, como nunca antes había ocurrido, los convirtió en preceptos ineludibles para sí y para su pueblo.
Estas consideraciones éticas que Fidel coloca en primer plano para el Partido, siguen desde luego las enseñanzas quizás más importantes de Martí: su sentido de la moral, de la dignidad humana, del camino de servicio que se ha de emprender en la vida frente a los apetitos materiales, de poder y las vanidades de la gloria.
Hace muchos años Fidel manifestaba una idea que no sólo hoy es imprescindible tomarla en cuenta sino que constituye un basamento eterno para nuestro acercamiento y nuestra comprensión del mayor de los cubanos: “Podemos decirle a Martí que hoy más que nunca necesitamos de sus pensamientos, que hoy más que nunca necesitamos de sus ideas, que hoy más que nunca necesitamos de sus virtudes”.
Ese papel de guía, de ejemplo de conducta y de alineamiento con los pobres de la tierra, frente a toda acción de injusticia, de preocupación por el decoro y la dignidad son probablemente los elementos esenciales asumidos de Martí por Fidel, quien se ha encarado de trasmitir esos valores una y otra vez.
Quizás más allá de todos sus aportes al pensamiento revolucionario, de su extraordinaria comprensión de la política, de su dedicación a su pueblo y a las causas populares, Fidel quedará para la historia como un líder moral, continuador de esa gran fuerza que proclamara Martí que es el amor, el amor a los seres humanos y a su vida digna. Cuánta verdad, pues, en su declaración pública de 1955: “Es el Apóstol el guía de mi vida”.
Se trata, pues, de que más allá de que su formación humana fuera muy influida por sus lecturas de los textos del Maestro, y de su adhesión consciente y voluntaria a su pensamiento, Martí fue ejemplo y acicate para Fidel en su acción revolucionaria y en los amplios horizontes que lo impulsaron durante su vida.
Probablemente eso sea precisamente lo primero que habría que decir: Martí no fue moda pasajera en Fidel, ni fuente de aprendizaje durante un determinado período de su vida, ni recetario oportuno para cualquier mal, ni siquiera solo influjo intelectual.
Desde muy joven, Fidel se identificó con la doctrina moral, la lógica del pensar y la plena entrega de Martí al cumplimiento de sus objetivos revolucionarios, encaminados a subvertir a plenitud la sociedad entonces vigente y abrir paso a un país diferente. Sin embargo, es evidente que Fidel no deificó al Maestro, por mucho que este le guiara a menudo, sino que a lo largo de su vida sostuvo un diálogo permanente con él. De ahí, pues que ni sus ideas, ni sus proyectos ni su propia personalidad sean calco, copia, remedo de Martí. Fue la suya una identificación creadora, de tal modo, que nadie yerra cuando afirma que hay un pensamiento propio en Fidel Castro, en lo cual se expresa su asimilación verdadera de la constante apelación martiana a la originalidad de cada cual, de cada sociedad, de cada época.
No hay dudas de que el amor a la patria, el apego a los pobres de la tierra, la fe en el mejoramiento humano y en la utilidad de la virtud son componentes esenciales de la personalidad de Fidel aprendidos e interiorizados desde Martí. Luego no solo las especiales cualidades de Fidel como líder político (su antimperialismo y su rechazo a las degradaciones del capitalismo, su constante accionar en pos de la unidad de cuantos fueren posibles de ser unidos, su extraordinaria aptitud previsora, su talento para la respuesta inmediata ante cualquier obstáculo o peligro, su creencia en la capacidad de mejoramiento del ser humano, su perspicacia para valorar a las personas), deben mucho a su comunión con Martí, sino que, además, su entrega a sus ideales, su inquietud cognoscitiva y espiritual, en fin, su condición humana llevan, con su indudable toque personal y de estilo, el sello martiano.
Por eso hay que hablar de Fidel, siempre, y por encima de todo, martiano. Y por eso tantos los acompañaremos, a Fidel y a Martí, en la hermosa pelea por el bien del hombre, de un hombre digno y con decoro, en la que tenemos que continuar bregando en Cuba y en el mundo de hoy.
Bibliografía:
José Martí en el ideario de Fidel Castro. Compilación de Dolores Guerra, Margarita Concepción y Amparo Hernández. La Habana, Centro de Estudios Martianos, 2004.