Moncada, historias rebeldes con nombre de mujer
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Era la mañana de la Santa Ana… Santiago despertó entre tiros y tableteo de ametralladoras. La noche de carnaval había dado paso a un amanecer tenso, con olor a peligro y a esperanza. Asomados a las ventanas o a las puertas de sus casas, los vecinos de la que luego se ganaría a pulso el blasón de ciudad irredenta se preguntaban el porqué de la confusión y los disparos.
Desde diferentes puntos de la ciudad, Magalis Martínez Riera e Ibia Rodríguez Lambert compartían la incertidumbre. Entrevistadas poco más de medio siglo después, estas mujeres, veinteañeras por aquellos días, confesaron que la mañana del 26 de julio de 1953 les cambiaría la vida.
“Nos preguntábamos qué pasaba hasta que empezaron a circular versiones traídas por gentes que venían de las cercanías del cuartel: ‘es en el Moncada’, decían unos; ‘son los soldados luchando entre ellos’, comentaban otros. Los carretilleros que vendían tempranito las viandas y vegetales pasaban apurados porque había muchos policías. Se sentían las radios puestas en las casas en espera de alguna información”, contó Magalis, quien recién en 1951 se había recibido de maestra, una de las profesiones que más rebeldía gestó en Santiago.
Finalmente, pasadas las diez de la mañana, el rumor corría desde Padre Pico hasta Versalles: “Unos muchachos asaltaron el Moncada”, se repetía de boca en boca. “Hay muchos muertos…”
No todo el mundo esperó en sus casas. Cuentan que otra jovencita santiaguera, Vilma Espín, acudió al Moncada el día 27 de julio junto a su amiga Asela de los Santos. Al llegar a las postas, los guardias las creyeron familiares de los militares y las dejaron pasar, pero no pudieron ver los cadáveres. Interrogada por los soldados, la muchacha les respondió que estaban allí para conocer la verdad y ver qué cara tenían los jóvenes valientes. Ni ella ni Asela supieron nunca, con claridad, cómo lograron salir ilesas de aquel cuartel con olor a muerte.
La historia posterior a esa mañana es bien conocida: persecuciones enconadas, asesinatos despiadados, mentiras, y finalmente un juicio histórico a los pocos jóvenes que no pudieron matar, entre ellos, el joven abogado Fidel Castro.
Para Magalis, los años siguientes pasaron en el ajetreo de la lucha clandestina: traslado de compañeros, ropa, medicinas, mensajes y orientaciones; vigilancia en puntos de reuniones y teléfonos; distribución de propaganda y correspondencia a otros municipios y recaudación monetaria para el Movimiento 26 de Julio.
Su vivienda, situada en San Fermín No. 358, fue centro operativo de la lucha y lugar habitual de Frank País, Pepito Tey, Vilma y Asela, Armando Hart, Haydee Santamaría, Léster Rodríguez, René Ramos Latour, Carlos Iglesias y Agustín Navarrete, entre otros muchos combatientes.
Ibia Rodríguez Lambert, en tanto, aseguró durante una entrevista en 2013 que en cuanto se supo la verdad del Moncada, el pueblo santiaguero, a su manera, comenzó a organizarse para lo que vendría más tarde. “La gente de honor esperaba una salida democrática con la ortodoxia y el golpe de estado de Batista en marzo de 1952 frustró esa esperanza”, contó la oficial retirada del Ejército Rebelde.
También maestra de origen, confesó que la Escuela Normal de Maestros, la misma de Frank País, había sido una forja de revolucionarios. “Formaba principios, teníamos profesores formadores de conciencia. Muy pocos normalistas traicionaron a la revolución”, afirmó con orgullo.
Con esos antecedentes, ya en 1952 Ibia se preguntaba cómo explicar a sus alumnos la situación que se vivía en Cuba. Para ella, el Moncada fue un catalizador del anhelo de independencia. A mediados de 1956, el gobierno de Batista cerró su escuelita, cerca del Realengo 18. Ya los rebeldes de Fidel estaban por allí y el compromiso ético se convirtió en acciones.
“Me integré al Movimiento 26 de Julio en 1956 porque esos crímenes colmaban en uno el ansia de libertad. No podíamos soportar que un joven solo por ser joven pudiera ser asesinado”.
Melba y Haydée, el despertar de un movimiento
Melba Hernández del Rey y Haydeé Santamaría fueron las dos únicas mujeres que participaron directamente en el ataque al cuartel Moncada. Vivieron los siete meses de preparación y el día de la acción formaron parte del grupo dirigido por Abel Santamaría, que ocupó el Hospital Saturnino Lora.
Una vez ahí no solo curaron heridos y calmaron a los ingresados, sino que se sumaron a la batalla como cualquier soldado. Luego, rechazaron la posibilidad de no ser juzgadas por sus acciones. Según ha contado Marta Rojas, otra mujer, la periodista que cubrió el juicio a Fidel y los otros asaltantes, el joven abogado de oficio, Baudilio Castellanos, su defensor, quería que ellas salieran absueltas.
“Tenían a su favor el hecho de que se aceptaba, jurídicamente, su presencia en el Hospital como enfermeras (móvil noble), junto al doctor Muñoz, y el "móvil noble" era una atenuante, pero Haydée insistió en ser juzgada y condenada, al igual que Melba y sus demás compañeros sobrevivientes. E insistió en denunciar los crímenes con fortaleza increíble”, ha relatado Marta.
Melba y Haydée fueron condenadas a siete meses de cárcel y trasladadas a la Cárcel de Mujeres de Guanajay. Cuando salieron, se incorporaron de lleno a la lucha nuevamente y divulgaron los escritos que Fidel Castro hacía desde la cárcel. Cuentan los libros de historia que él escribía con zumo de limón, en vez de tinta, en cualquier papel que le cayera en las manos. Luego ellas, en secreto, trasladaban y planchaban las notas, para poder reescribirlas y distribuirlas por el país.
Sin embargo, la valentía de estas dos cubanas es apenas la cara pública de un movimiento mucho más amplio. En los días previos al Moncada no pocas mujeres se involucraron en las labores de preparación. La madre de Melba, Elena Rodríguez del Rey; la esposa de José Luis Tasende, Elita Dubois; Naty Revuelta, Delia Torres y Lolita Pérez, entre otras, cosieron uniformes, bordaron galones y aseguraron todo lo necesario para llevar a buen puerto el asalto.
Por aquellos meses, además, se organizó el Frente Cívico de Mujeres Martianas en conmemoración al centenario del Héroe Nacional. De hecho, según la propia Marta Rojas, a una de sus integrantes, la profesora Aida Pelayo, se le involucró en el juicio por las acciones del 26 de julio, aunque no había formado parte del hecho. Probablemente porque tenía la voz pronta y fuerte y no callaba ante la policía.
El día del asalto, las alumnas de enfermería del Hospital Saturnino Lora se sumaron a los revolucionarios, propusieron ocultar a los jóvenes combatientes y curaron a algunos heridos. Luego, muchas mujeres de Santiago y Bayamo apoyaron a los moncadistas en sus intentos de huida.
La historia de Gloria Cuadras, también revelada por Marta, añade otra mirada al compromiso de las mujeres con el movimiento. Esta santiaguera cuidó los restos de los asaltantes asesinados, abandonados en una fosa común en el cementerio de Santa Ifigenia, hasta que estos fueron conservados subrepticiamente en el propio cementerio por René Guitart, padre de Renato.
La colega de Fidel
A las alturas de 1953, Pilar Seisdedos tenía fresco el orgullo de haber integrado la primera promoción de profesionales de las leyes de la Universidad de Oriente, carrera por la que batalló para su fundación y oficialización. El 26, como toda la ciudad, se levantó entre los rumores y la incertidumbre. Pero cuando la verdad se fue abriendo paso supo que, más temprano que tarde, tendría que ver cara a cara al colega de profesión que había dirigido una acción tan arriesgada.
“Este no es un soldado, este es un valiente”, pensó. Por si fuera poco, más tarde se enteró de que Fidel iba a asumir el tamaño reto de una autodefensa. “Solo un abogado sabe bien qué cosa es eso”, nos contó años más tarde.
En el Colegio de Abogados, por intermedio de su Decano, el doctor Jorge Pagliery, supo que el 16 de octubre juzgarían al líder revolucionario en la Sala de Estudios de las Enfermeras del Hospital Civil Saturnino Lora. Y hasta allí llegó Pilar, a pesar de que tenía fiebre, con su toga colgada del brazo por si le servía de salvoconducto para entrar a la sala. Pero no le valió de nada, al menos en un primer momento.
Junto a ella, esperando, estaban varios abogados y según pasaba el tiempo se fueron retirando. “Pero yo tenía muchos deseos de ver a Fidel, aunque fuera de lejos. Al poco rato llegó Juan José Alvarado, un compañero de la carrera y juntos nos mantuvimos a la entrada del hospital con la esperanza de verlo cuando sacaran a los acusados una vez finalizado el juicio”.
En eso vieron al coronel Chaviano, jefe militar de la plaza y Juan José le dijo a Pilar que hablara con él. “Tú eres mujer, te va a hacer más caso”, argumentó.
“Me acerqué a Chaviano y le dije que éramos recién graduados de la Universidad de Oriente y que queríamos ver el juicio. Asintió con la cabeza y nos mandó adentro con un teniente. El pasillo estaba lleno de soldados con fusiles y bayoneta. Yo camine muy nerviosa, pues no estaba acostumbrada a aquella imagen”.
Al llegar a la Sala de Estudios de la Escuela de Enfermería los detuvo un oficial, pero el teniente que los acompañaba aclaró que era una orden del Coronel. Al pasar, los jóvenes juristas recibieron el saludo de los magistrados y de su profesor Baudilio Castellanos, quien actuaba como abogado defensor de Abelardo Crespo, uno de los combatientes. A Pilar le indicaron ubicarse en una silla de madera, en tanto Alvarado permaneció de pie detrás de ellas. La prueba testifical ya había pasado, y apenas en unos minutos comenzó la autodefensa de Fidel.
“Estaba muy emocionado recordando las muertes de sus compañeros, pero enseguida se calmo y empezó su defensa. Aquel hombre, abogado acabado de graduar, yo suponía que iba a llevar libros de consulta, un periódico, una libreta. Pero solo tenía un Código de Defensa Social de bolsillo que le sirvió para leer el delito que había cometido. Cuando empezó a hablar me asusté. Es cierto que se convirtió de acusado en acusador y yo decía, bueno, a este hombre no lo mataron, pero van a matarlo aquí. La sala estaba llena de militares, pero el mencionó toda la corrupción del país, e incluso atacó a Batista. Los magistrados que estaban en el tribunal no lo interrumpieron ni un segundo”, rememoró Pilar.
A la muchacha le sorprendió ver raída la toga que tenía puesta Fidel y sintió el impulso de ofrecerle la de ella, en gesto de solidaridad con la causa que defendía. “Me sigue admirando que alguien pudiera tener un control de un discurso como aquel sin un libro, solo con su memoria privilegiada”, insistió.
Cuando se terminó el juicio y quedó concluso para sentencia, los periodistas, muy pocos, se acercaron a hablar con el revolucionario. Pilar también se aproximó.
“Entonces Fidel se viró y me preguntó: ‘¿somos colegas?’. Yo me quedé sin habla por la admiración que me causó aquel hombre. Pensaba: tiene de todo, juventud, elegancia, inteligencia y valentía. Le dije que sí con la cabeza. Es algo muy grande ser colega de Fidel”.
Más allá de los libros…
Ibia, Magalis, Pilar, Gloria y muchas otras mujeres cubanas no suelen aparecer en los libros de historia. Ellas no participaron directamente en los asaltos del 26 de Julio o en otras acciones destacadas. No son los rostros visibles en los relatos. Sin embargo, forman parte de un entretejido de historias y sacrificios que conforman esa otra revolución dentro de la Revolución cubana. En definitiva, las mujeres cubanas también fueron protagonistas de las luchas rebeldes. Antes y después del triunfo de 1959 trabajaron por un país más justo y también por sus propios derechos.
Un censo de población realizado en Cuba durante 1953 refleja que, en aquella fecha, del total de trabajadores ocupados en el país, solo el 17,6% eran del sexo femenino. De esas mujeres ocupadas, el 30,2% trabajaban en el servicio doméstico o servicios tales como conserjes, y empleadas de limpieza; el 13,9% realizaba trabajos de oficina; el 12,1% eran maestras. Solo el 6,2% se desempeñaba como profesionales y técnicas, y un casi inexistente 2% ocupaba responsabilidades de dirección.
Las cifras hablan solas. En tiempos de dictadura, las cubanas sufrían, además, las consecuencias de vivir en una sociedad que las subestimaba, las relegaba y las discriminaba. No por gusto, durante el Primer Congreso de la Federación de Mujeres Cubanas (FMC), en 1962, Fidel aseguró que no era de extrañar “que aquella sociedad que lo derrochaba todo, derrochara entre otras cosas, el talento y las cualidades de las mujeres".
Tal situación supuso otra razón para la lucha rebelde que comenzó en el Moncada. Con la Revolución triunfante, los objetivos de equidad también fueron prioridad. El trabajo de organizaciones como la FMC, bajo la dirección de Vilma Espín, logró, en apenas medio siglo, cambiar radicalmente las tendencias de aquel censo de 1953, algo que no sucede con facilidad en el mundo de las estadísticas.
Hoy la realidad de las mujeres en Cuba es otra. Son mayoría en la enseñanza superior y la fuerza técnica con más del 60% de los graduados universitarios, más del 70% de los trabajadores de la educación, salud y del sector jurídico y más del 68% de los profesionales y técnicos. Existe una participación equitativa en los espacios profesionales: ellas reciben igual salario que los hombres por trabajo de igual valor. Por solo poner un ejemplo, la actual legislatura de la Asamblea Nacional del Poder Popular está compuesta por 605 diputados. De ellos, 322 son mujeres, es decir el 53,22%.
Además, tienen asegurados múltiples derechos: el acceso al aborto legal y seguro, la elección libre y responsable sobre su fecundidad, una licencia de maternidad retribuida, pensión por viudez y derecho a la tierra y a la propiedad, entre otros. No es secreto para nadie, excepto para quienes no quieren ver.
Pero junto a esos logros están los desafíos en el camino de la equidad. Muchos de ellos asociados a la cultura machista heredada de siglos. Otros, relacionados con batallas que se han ido sumando en estos años a medida que la vida cambia y las aspiraciones de igualdad crecen y se multiplican. ¿La buena noticia? Las batallas, aunque arduas, avanzan por buen camino. Son herencias de aquellas otras que recomenzaron una mañana de la Santa Ana…