Fidel: “Lo quiero en el avión, aunque sea de sobrecargo”
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La primera vez que Fidel lo vio, Cuza pedía permiso para pasar a cabina. Fidel y Llanusa jugaban ajedrez en los asientos del avión. Cuza había salido corriendo de la casa de visita, con apenas tiempo de ponerse un short de mezclilla y convencer a un carro para que lo llevara urgentemente al aeropuerto.
La noche anterior la escolta le había comunicado en cifrado que “el jefe iba a seguir por la Sierra en jeep”. Fidel había subido a Sierra Cristal y seguiría por allí, mientras los pilotos se quedaban en Holguín. Pero esa mañana el Comandante cambió de opinión y bajó en los carros a la ciudad.
Cuando Cuza entró en cabina y comenzó a dar indicaciones, Fidel preguntó al jefe de escolta ¿quién es el becado ese? ¿Ese becado es el piloto del avión? Incluso, preocupado, fue e indagó con Cuza si todo estaba bajo control.
Francisco Abigail García Cuza lucía pequeño y muy joven y en los días siguientes Fidel contaría al ministro en una reunión “que había llegado y un tipo delgado y lampiño le había piloteado el avión”.
Cuarenta años después, ese hombre delgado y lampiño dejaría de pilotear por problemas cardíacos y Fidel diría: “lo quiero en el avión, aunque sea de sobrecargo”.
Cuza se entrenó como piloto en la Unión Soviética y fue el primer expediente de su clase. Durante años tripuló el IL 62 que llevaba a Fidel Castro y fue el hombre que aterrizó en Cuba con los restos de Ernesto Che Guevara. Ahora vive en Bahía Honda, donde el horizonte se confunde con el mar, apenas llega la cobertura móvil y las noches se aferran al ruido de las olas para dejarle recordar. Allí se ha refugiado, bromea un compañero de tripulación, Pedro González, tal si fuera protagonista de “El viejo y el mar”.
Hoy, en el patio del ICAP, este hombre canoso y sonriente, recuerda junto a sus compañeros de años la historia de sus vidas, ligada indisolublemente a la de Fidel.
“Ahora nos cuesta trabajo, pero yo a veces, igual le debe suceder a él, me acuesto y me pongo a rememorar y me vienen a la mente cualquier cantidad de anécdotas”, dice a Nelson Álvarez, otro de los pilotos y compañero inseparable de Cuza.
- “Yo a veces me levanto y las escribo para que no se me olviden”, dice Álvarez.
- “Lo mismo te dan deseos de reír que de llorar”, responde Cuza y los dos se miran cómplices.
Cuza y Álvarez pilotearon durante años los aviones que acompañaban a Fidel. Se intercambiaban entre el de apoyo y el principal, haciendo cifrados, cambiando la radio para engañar al enemigo. “A mí me divertía muchísimo”, dice Cuza, como si fuera un juego de niños, haciéndote por un momento olvidar que estos hombres tuvieron en sus manos la vida de él.
Pero es que no solo para ellos era divertido. Los dos lo recuerdan riendo porque son muchas las anécdotas en las que Fidel los hizo reír.
“¿Tú te acuerdas cuando venía detrás de nosotros un jumbo? Nelson le dijo al Comandante que iba a pasar un jumbo de la aerolínea sueca a unos mil pies a la derecha por encima de nosotros, que volaba más rápido, que no se fuera a asustar.
“Cuando el avión nos pasa, Fidel va a la cabina y dice: verdad que está bonito el avión. Esa gente tiene buenos quesos. Dile que cambiamos quesos por tabaco”, dicen ambos riendo, mientras se rectifican el uno al otro si era tabaco o ron. Y por un momento, se iluminan con la respuesta: ¡tabaco!, como si en esta tarde cualquiera, el cielo que unió la vida de estos hombres a la de Fidel, les hubiera soplado la respuesta.
A veces, un hombre tiene en sus manos la vida de otro. A veces, es la vida de Fidel Castro. Y esas veces se convierten en cientos a lo largo de años. Vuelos de tres, cinco, nueve horas, en que ocurrían imprevistos.
Hay un instante donde todo puede complicarse en un vuelo. Uno de los primeros viajes de Cuza con Fidel fue a Guyana, cuando aún ninguno de los dos imaginaba los tantos que vendrían, y el avión tembló tanto, que el Comandante lo recordaría mucho después, durante una noche en Canadá.
“Yo empiezo a volar el IL 62 en el año 78 con una tripulación soviética y vamos a Canadá. Y allí estaba Fidel. Nos sentamos en el salón del aeropuerto. Cuando Fidel va saliendo nos ve. Y nos dice, ustedes son cubanos. Me pregunta ¿en qué avión andan ustedes? En un 62. Y dice ¿y dónde están los soviéticos? No Comandante, sin soviéticos. ¿Tú andas solo? Sí, ando solo. Él se vira y le dice al jefe de la seguridad personal: ¿tú no me dijiste que no había cubanos viajando el IL 62?
“Mire, Comandante, este es mi primer vuelo solo. Pero ¿cuándo puedo volar yo contigo? Comandante, hay que esperar un poco. Al menos un año. Bueno, ven conmigo, que voy para Etiopía con los soviéticos. En este punto ya yo estoy un poco deprimido porque estoy viendo que no se acuerda de mí. Pienso yo.
“Cuando le digo que no puedo ir, porque no puedo dejar a la tripulación sola, me dice: está bien, no te preocupes, quédate, pero, además, quédate, no se me olvida cuando íbamos para Guyana te metiste en un cúmulo y el avión empezó a brincar y tuve que ir tomando café en tacitas de cartón”.
Ese no sería el único vuelo con inconvenientes. En una ocasión, en Nicaragua, se mezclaron una turbonada y un cohete en las proximidades del aeropuerto. Aunque ya desactivado, se voló a más de 14 mil pies por medidas de seguridad, por lo que luego hicieron un descenso nada confortable.
Durante esos viajes, pocos no serían los intentos de sabotaje, pero muchas sí fueron las veces que, de igual forma, Fidel siguió confiando en sus hombres.
Uno de los miembros de la tripulación, Pedro González, recuerda la noche que entró a buscar unos documentos y Fidel le dio la espalda.
“Yo me sonrío y me le quedo mirando. Me pregunta: ¿por qué? De las veces que a usted han tratado de matarlo y la confianza que usted tiene en nosotros. Me puso la mano en el hombro y me dijo: es que yo tengo plena confianza en ustedes”.
Cuza se acuerda tan bien que se rectifica a sí mismo detalles, como si Fidel estaba hablando o jugando ajedrez. Hay cosas que los años no borran. Hay momentos que se adhieren a la piel y quedan enquistados en los huesos. Allá, en Bahía Honda, vive un hombre con algunos enquistados.
El despegue y el aterrizaje son para un piloto el momento más difícil de un vuelo. Para los pasajeros, es el instante de más tensión. Conseguirlo sin percances es misión de un buen piloto. Pero que no te tiemble el pulso ni un segundo, cuando traes en tus manos el peso de la historia, te hace perfecto.
Cuza aterrizó el 12 de julio de 1997 en San Antonio con los restos del Che. Se imaginaba, pero no sabía, que Fidel estaría observando desde la pista. Días después ese aterrizaje quedaría inmortalizado para siempre en el video de la canción “Son los sueños todavía”, de Gerardo Alfonso. Fidel y Cuza sellarían, al regresar al Che, el equipo que fueron toda una vida.
Un piloto trabaja como promedio hasta los 50 o 60 años. Luego debe retirarse por seguridad. Cuando llegó el momento para Cuza, y otros asumieron el mando de cabina, Fidel se negó a dejarlo en la pista. “Bueno, que venga en el avión. Él es invitado mío”, decía. De ese modo, Cuza viajaría en los años 2000 en el avión presidencial a China, Vietnam, Japón y Paraguay. “¿Qué seguimos haciendo con Cuza?”, preguntaban al jefe.
“Lo quiero en el avión, aunque sea de sobrecargo”, terminaba diciendo siempre Fidel.