Fidel se llora
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Como flashazo a la memoria me llega aquel 25 de noviembre de 2016. El cielo estaba enrojecido y las densas nubes apenas dejaban ver las estrellas, como si el infinito también supiera que toda Cuba comenzaba a estar de luto y entraba en un insólito estado de mudez.
“Se nos fue el Comandante”, así me despertó la voz de mi madre para darme la noticia que desveló al mundo y desde entonces apenas pude dormir. Imaginaba que no habría nuevas noticias a las dos de la madrugada cuando lo supe, pero tenía la vista fija frente al televisor.
Confieso que en varias ocasiones pensé cómo se vería esta Isla el día que despertara sin su máximo líder, sin Fidel Castro. Sin embargo, las palabras de Raúl cuando dio la trágica información al mundo me dejaron en shock. Solo sabía que, aunque llegaría el día, yo no lo creería posible, pero “la posibilidad real del hecho nos golpeó a todos”, como dijera el Che.
A Fidel solo lo vi en la televisión: en escuelas al campo, bajo el azote de huracanes, sonriente ante la curiosa niña que le acariciaba la barba. Carismático. Apasionante. Y esas imágenes se repetían constantemente en los medios durante aquellos nueve días de estupefacción que estremecieron a Cuba. Era la manera de recordarlo, de mantenerlo vivo.
Como nunca pude verlo más allá de una pantalla en la casa, no entendía el sollozo que se me trababa en el pecho el sábado 26 de noviembre cuando, con un grupo de seis o siete universitarios más, aguantábamos la inmensa bandera en la escalinata de la Universidad de La Habana, con la vista fija en el Malecón.
Los carros pasaban, las guaguas, las personas, y ni cláxones ni palabras los hacían hablar. El común ajetreo de la vida en las calles de La Habana se paralizaba.
En los días siguientes hicimos una vigilia en la Plaza Cadenas, cerca de su Facultad, donde se hizo revolucionario. Raúl Torres, Israel Rojas y todo el que quería hablarle le cantó a un hombre que será recordado siempre por los sentimientos infinitos que enseñó: solidaridad, humanismo, sencillez, patriotismo. Nuestro Premio Nobel del Amor, eso fue lo que repartió en masa.
“A Fidel hay que recordarlo con alegría”, me dijo una tía por teléfono con la voz sollozante. Y sé que lo hacía para dar fuerzas, para creérselo ella misma, pero no podía. Fidel se lloraba y quién dijo que no debía hacerse. Llorar también es de valientes.
Aquellos días de noviembre y diciembre el llanto era unido. Los que jamás se habían abrazado lo hacían, se apretaban y andaban juntos. Cuba era un silencio de punta a punta, pero Cuba cantaba también, le cantaba a su líder, le hablaba y le decía, como lo dice hoy: “pa´ lo que sea, Fidel, pa´ lo que sea”.