La casa de Fidel Castro en México, inesperada protagonista de la Revolución
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En la calle Penitenciaria, a pocas cuadras del centro histórico de la Ciudad de México, hay una casa detenida en el tiempo, reticente a olvidar el momento en el que se convirtió en una inesperada protagonista del futuro de Cuba con el encuentro entre Fidel Castro y el luchador Arsacio Vanegas.
La fachada blanca da paso al hogar de Irma Vanegas, de 84 años, y sus hijos; una estampa que no distaría de cualquier familia capitalina si no fuera porque hace seis décadas estas paredes sirvieron de refugio a 45 de los cubanos que más tarde embarcarían en el Granma.
“Si este piso hablara…”, dice a Efe Irma, quien desde junio de 1955 y hasta noviembre de 1956 convivió, en la que es su casa de toda la vida, con personajes como Fidel, Raúl Castro y Antonio “Ñico” López.
Durante esos meses, ella y su familia se convirtieron en cómplices mientras se preparaba el caldo de cultivo de la Revolución. Solo abrían la puerta cuando se oían los tres toques acordados; las vigas de madera del suelo escondían las armas.
La Policía, asegura Irma, nunca entró en la casa porque una de sus hermanas era novia de un agente que guardaba silencio cuando sus compañeros le preguntaban si el inmueble escondía alguna actividad inusual.
Lo que parecería una complicada convivencia no es considerada como tal por Irma, quien explica que la organización a la hora de dormir era simple: “el que alcanzaba catre, catre, el que no, pues al suelo”.
En la casa, replegado, todavía se conserva uno de los cuatro catres que se emplearon durante esos meses.
No es el único objeto que guardan de ese periodo; entre otros recuerdos, la familia todavía atesora una mochila que dejó Ernesto “Che” Guevara, así como su mate. También una camisa de Fidel de color azul oscuro e incluso su pijama.
La llegada de los revolucionarios a la casa no se habría dado si Arsacio Vanegas, hermano de Irma, no hubiese conocido al también luchador Dick Medrano y a su esposa, la cubana María Antonia González.
Gracias a María Antonia, Arsacio entró en contacto con los Castro. En un paseo por el Monumento a la Revolución, quedó forjada la alianza entre el mexicano y Fidel.
El conocido como “Kid” Vanegas era el aliado perfecto para los cubanos: en su casa, en la que podía alojarse un grupo de compañeros, también había una pequeña imprenta -que permanece en la actualidad- que serviría para publicar manifiestos revolucionarios.
Además, Arsacio podía proporcionar a los inquilinos entrenamiento físico. El cine Lindavista se convirtió en el punto de encuentro en los días en los que el grupo marchaba al Cerro del Chiquihuite, para desarrollar su resistencia y aprender defensa personal.
Cuando iban al volcán Popocatépetl, donde los cubanos ascendían hasta el primer refugio, el “Che” se quedaba de último debido a su asma; una condición que intentaba ocultar a Fidel.
La historia la cuenta Raúl Cedeño, hijo de Irma, quien a pesar de no tener memoria de la estancia de los cubanos, porque entonces era un bebé, atesora los recuerdos que su familia le han ido contando a lo largo de su vida.
Su nombre se lo dieron en honor a Raúl Castro, quien le llevó a bautizar. De haber sido niña, se habría llamado María Antonia, comenta delante de la fotografía que preside el recibidor, en la que se ve a un joven Fidel con traje y corbata rodeado de un grupo de personas, entre ellas Arsacio y su esposa Elvira Belmonte.
En el salón, cuyas puertas están adornadas con carteles que celebran el 90 cumpleaños del líder revolucionario, Irma se pierde en los recuerdos: cómo sus tías, que no cocinaban con la estufa de gas porque les daba miedo, hacían que los cubanos avivaran el fuego; cómo su madre, en la máquina de coser, les preparaba las cananas verde oliva.
Una carta enmarcada en la estantería, enviada por Fidel a la muerte de Arsacio, atestigua el agradecimiento del grupo revolucionario hacia el luchador, considerado en el escrito como “uno de los hijos” del pueblo cubano y “otro de sus combatientes”.
Hasta cierto punto, Irma, quien aparece en otra fotografía sonriente junto a un Fidel ya de barba canosa, no fue del todo consciente de los planes que los cubanos tramaban para derrocar a Fulgencio Batista.
La anciana rememora cómo “no entendía nada” de las charlas de los cubanos, que sacaban al patio, ahora desierto y soleado, la mesa y la silla para conversar.
“Quién sabe de qué hablarían”, comenta pensativa.