“Todo el tiempo de los cedros”, la raíz de la que surgió Fidel.
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REGRESO
Aquella mañana seguramente Pedro Botello Pérez, telegrafista de Birán, encendió el radio bien temprano, intentando sintonizar alguna emisora nacional o internacional. Era un hombre mayor, con una delgadez acentuada por el paso de los años y el hábito de inclinarse a ratos hacia delante, después de pulsar durante mucho tiempo las intermitencias sonoras del telégrafo o mecanografiar las palabras de los mensajes, un trabajo interesante que le causaba estragos irreparables en la espalda.
Hacía frío y la fina llovizna de los primeros días de diciembre había convertido la entrada pedregosa en un verdadero lodazal. Después de desayunar en la casa de su mamá, Ramón se encaminó al correo, retiró el fango de sus botas y escuchó las noticias: Carlos Prío, solicitó una declaración en vivo y aseguró que Fidel Castro era un mártir porque había cumplido su compromiso. Las declaraciones se basaban en una información publicada por el diario Prensa Libre que desplegó el siguiente titular en su primera plana: “Muerto Fidel Castro, afirma la United Press.”
Según el noticiario de la emisora radial, el corresponsal de esa agencia de prensa, Francis L. Mac Carthy, reportaba que Fidel Castro, su hermano Raúl y otros treinta y ocho expedicionarios, habían sido interceptados y muertos en el Golfo de Guacanayabo por fuerzas de la aviación y de la marina, el domingo, a las cinco de la tarde.
Ramón quedó pálido, sin atreverse a regresar a la casa para ver a Lina, le faltaba valor en ese instante áspero y tremendo, para creer en esas pérdidas irreparables. Era algo que consideraba un imposible, confiaba en que Fidel y Raúl se encontraran vivos.
Impaciente, regresó al ingenio. Llegó casi por inercia, sin prestar atención a las veredas en las que el caballo andaba como desorientado en un gris laberinto.
Zelmira, la hija de Adolfo, un obrero del ingenio, lo reconfortó y animó con palabras solidarias. Al salir de su estupor estaba convencido de que sus hermanos vivían.
Un campesino pasó vendiendo un pavo, y lo compró, lo mandó a preparar y guardar en el congelador Crowel de la casa. Cuando Fidel regresara festejarían juntos con una cena memorable. Sin embargo, ese sueño no se cumpliría hasta casi veinticinco meses después, cuando por fin se desvaneció la perplejidad de Zuly ante las premoniciones de su esposo.
Ese mismo día, el doctor Fajardo, el cirujano que operó a don Ángel, recriminó a Ramón:
-¿Cómo puedes felicitarme por el Día del Médico, si tus hermanos están muertos?
-No señor. Ellos están vivos -y lo mandó al carajo. El hombre lo miró desconcertado y pensó que existía un desamparo increíble en aquella ilusión.
Lina sintonizó la emisora para escuchar las noticias del mediodía, según una costumbre cotidiana y ancestral, desde los tiempos en que don Ángel contaba con un aparato receptor, un gran armatoste que preservaba bajo la estricta disposición de que sólo él y Fidel podían conectarlo, en los horarios en que funcionaba la pequeña planta eléctrica. Entre las primeras noticias difundidas por el locutor José Pardo Llada, se mencionaba la muerte de Fidel. El vaso de agua que Lina sostenía entre las manos se rompió al estrellarse contra la pared y llenó de cristales pequeños el espacio reducido donde ella quedó inmóvil. Unos instantes después lloraba con unos quejidos roncos que desbordaban su alma oprimida y desesperada.
Angelita, Cortina, Enrique, el nuevo cocinero y Matilde, la señora que limpiaba la casa, la rodearon para esperanzarla y convencerla de que no debía creer aquella noticia sin fundamentos. Intentaban animarla, pero sólo consiguieron calmarla unos instantes.
Ella se perdió en su habitación y arrodillándose ante la Virgen Milagrosa suplicó sin descanso, como enloquecida: “¡Sálvalos, Dios mío, sálvalos”. De repente, regresó cambiada con un revuelo de zorzal:
-Alguien me sopló a la espalda.
Para Lina, aquel airecillo sobre los hombros, aquella exhalación de lo desconocido, era una señal inequívoca de que sus hijos se encontraban vivos. Había sentido un aliento del más allá y una conformidad efímera invadió su mirada. Poco después volvieron sus miedos y, con determinación, salió para Marcané con Angelita.
Ramón intentó disuadirla de sus temores y ella le preguntó insistente e incrédula:
-¿Estás seguro de que viven?
-Sí, no sé por qué, pero lo siento.
A Lina ninguna explicación la satisfacía. Acordaron pasar la noche allí y viajar al amanecer hasta Manzanillo, pero nunca llegaron a ir porque esa misma noche, Batista desmintió por la radio, la información de la mañana.
Lina vivía pendiente del telégrafo, esperando los paquetes de periódicos y la correspondencia con el sello oficial. En Birán no sabían nada nuevo. El batey entero se desvelaba, al tanto de la suerte de los muchachos de don Ángel y Lina. Nadie saludaba o se acomodaba en los taburetes sin preguntar antes por ellos. Lo hacían siempre con la misma persistencia: Ubaldo, Cándido, Carlos Falcón, Juan Socarrás, Polo, Paco Dionisio, Santa, Dalia, Benito, Matilde, los viejos Cortiña, los Vargas, los Gómez, los Fernández y tantos otros. A la sombra del portal se hacían mil conjeturas con la eterna esperanza de una buena noticia y la confianza depositada en Fidel y Raúl, para que las cosas cambiaran de forma radical en el país. Prácticamente no habían recibido instrucción, pero la mayoría de los trabajadores, gente humilde y honrada, poseían suficiente decoro y luces como para saber que los jóvenes Castro eran gente de ley, y que todo cuanto hacían era también por ellos.
La situación a mediados del mes era un mar revuelto de informaciones contradictorias, falsas expectativas, leyendas y, sobre todo, aprensiones justificadas, porque los crímenes del Moncada persistían en la memoria reciente de todos. Desde el día cinco, Lina había apelado enviando telegramas a Batista y al Cardenal Arteaga, pero sus palabras, como era de esperar, no fueron atendidas…
Como madre sufrida y enferma del Dr. Fidel Castro y Raúl Castro le pido en nombre de todas las madres, de las madres de los soldados y las de los revolucionarios que combaten en la Sierra Maestra en Oriente, que tengan una tregua para que no se siga derramando tanta sangre entre cubanos. Que Dios ilumine su inteligencia y actúe con cordura y piedad con prisioneros de guerra.
Muy respetuosamente de usted,
Lina Ruz, viuda de Castro.
El mismo día en que Fidel atravesaba los cafetales y salía al fondo de la casa amiga del campesino Mongo Pérez, mientras Raúl acampaba temprano en la zona de La Manteca para más tarde llegar al borde de la carretera de Pilón, ese 16 de diciembre de 1956, los partes de guerra informaban treinta muertos y quince detenidos. La gente hablaba cada vez más de los asesinatos. Lina convenció a Ramón para viajar a Santiago de Cuba e ir a ver a Montané, detenido en una de las celdas del Moncada.
Se hospedaron en el Hotel Venus de la calle Hartmann. Los ojos de Lina traslucían las horas angustiosas de las últimas semanas. Vestía de luto y por momentos, elevaba su mirada como si pidiera en silencio un milagro. Al verla, nadie imaginaba, en aquella mujer adusta, la sonrisa y la elocuencia, su carácter simpático, ocurrente y conversador.
Ramón llevaba todo el peso en medio del temporal, contenía sus emociones, erguido y en apariencia, imperturbable.
Cuando los entrevistaron a su llegada al hotel, Ramón respondió:
“No hemos logrado saber nada. No hay nada concreto que demuestre que lo hayan matado o esté vivo. El mismo gobierno tiene confusión sobre su existencia, por las dificultades que ofrece el terreno donde ocurrió el desembarco. Todos los expedicionarios aseguran que vino en el Granma y estuvo con ellos hasta el primer encuentro con la fuerza pública, tres días después del desembarco (…)”
Una síntesis de las palabras fue transmitida por radio. Raúl la escuchó el mismo día 18 de diciembre y apuntó en su diario: “Oí por radio unas declaraciones muy buenas de mi hermano Ramón.” Faltaba muy poco para que el menor de los Castro Ruz abrazara a Fidel, en un encuentro del que escribiría después: “Alex se alegró mucho de que tuviéramos las armas.”
En el calabozo donde permanecía arrestado, Montané le aseguró a Ramón: “Yo no vi a Fidel después de la dispersión”, y en voz alta y delante del capitán que condujo al visitante, Montané, rebelde, maldijo una y otra vez su encarcelamiento porque no le permitía luchar contra “estos hijos de puta del demonio”.
El periodista Nicolás de la Peña Rubio visitó, bien entrada la noche, la casa de Ramón en Marcané. Hacía sólo unos días había entrevistado a Lina, y ahora buscaba unas fotografías para ilustrar la conversación. Las declaraciones publicadas eran muy valientes: “Sufro como sufren las madres de los soldados y los revolucionarios, pero si ellos, Fidel y Raúl, deben morir, quisiera que lo hicieran dignamente.”
Ella no podía imaginar entonces que un recorte de periódico llegaría a manos de Raúl y que, en la espesura de un campamento rebelde improvisado, sus palabras servirían para confortarlo y enorgullecerlo.
El periodista confirmó antes de marcharse de regreso a Holguín, que en la dirección del periódico Norte existía la convicción de que vivían, conclusión a la que habían llegado tras conocer una cadena de hechos y apreciaciones coincidentes. Nicolás sabía que de un momento a otro publicarían la noticia, y prefirió anticiparle a Lina aquella certidumbre del diario. Pidió a Ramón que controlara a su madre y que guardaran silencio. Según el periodista, el Coronel Cowley había confirmado al director del diario la veracidad de la información.
Eran las doce de la noche cuando Ramón salió de Marcané hacia Birán. En la casa, se sorprendieron al despuntar el día, porque la neblina espesa de los pinares se había disipado y restallaba de verde el follaje sin la sombra de las nubes.
Las geografías no traían nombres ni datos. En casa de María Antonia Figueroa, en Santiago de Cuba, los miembros de la dirección del Movimiento 26 de Julio en Oriente buscaban en el mapa el lugar, por donde el primer correo rebelde de la Sierra Maestra, Mongo Pérez, testimoniaba la ubicación de Fidel, al oeste del Pico Turquino. Se inclinaron sobre el mapa sin conseguir localizar el lugar con exactitud. Con una exaltación silenciosa, discreta, celebraron la noticia. Un gran júbilo invadió a todos, especialmente a Bilito Castellanos. La dirección del Movimiento decidió, aquel mismo día, que él viajara a Marcané, pues como allí vivían sus padres nadie desconfiaría de su visita.
Bilito la vio acercarse por el sendero carretero de una de las colonias de caña. Lina andaba a caballo y él en un automóvil.
-¿Cómo está? -la saludó con el cariño de siempre, sin adelantar aún el motivo que lo había llevado hasta Birán.
-¿Cómo estás Bilito?
-Necesito hablar con usted.
-Ah, bien mi hijo, vamos -respondió, intuyendo al verlo, algo trascendente, porque Bilito era un hermano para sus hijos y compartía sus ideales.
El joven no habló nada más hasta llegar a la casa.
-Vengo comisionado por Frank País, y la dirección del Movimiento en Oriente para decirle a usted que, según un emisario que llegó de la Sierra, Fidel y Raúl viven y están muy bien. Nosotros queríamos comunicárselo para que estuviera tranquila.
-¡Gracias Dios mío, gracias!, -exclamó la desesperada mujer con las manos juntas en el pecho y la expresión del rostro transformada por la inmensa alegría.
No sabía cómo atender a Bilito y daba paseítos de uno a otro extremo de la casa, donde no cabía del contento, pues renacían el aliento y las esperanzas.
(…)
Ese 24 de diciembre de 1958, avanzado ya el día, Enrique Herrera Cortina sintió el ronco sonido de los motores y los pitazos de los carros. Nunca había visto a Fidel pero no alcanzó a decir nada cuando sintió los pasos de dos en dos, en los tablones de la escalera de acceso a la casa, en los altos. Fidel sorprendió a Lina, sin concederle un instante para el asombro o las lágrimas. Se abrazó prolongadamente, luego de unos cuatro años de separación que por su intensidad y lo sufrido parecían mil siglos. Conversaron sobre los grandes y pequeños detalles de sus vidas como si fuera a esfumarse el futuro y no quisieran dejar nada por compartir. Fidel reparaba en el cansancio de la vieja, adusta y frágil en sus vestiduras, en su sonrisa y en su voz. Ella se preguntaba cómo era posible aquel milagro de tenerlo allí, porque aún seguían los combates y la guerra no había llegado a su fin. Su hijo estaba junto a ella, vestido de montaña, con la sonrisa de siempre y el abrazo entrañable de sombra de cedro.
Fidel llegó a Birán acompañado por Celia y otros compañeros y unos doce o catorce hombres armados de ametralladoras. Fue la única vez que Fidel, para algo personal, se alejó por unas horas del territorio donde tenían lugar los principales combates. Dejó atrás el escenario de la guerra; pero no sus deberes, pues desde allí impartió órdenes antes de la toma de Palma Soriano, atravesaron el llano en dos jeeps, hasta dejar atrás los Mangos de Baraguá, para enfilar rumbo a Birán, en una operación temeraria y rápida.
Enrique vivió aquella estancia de Fidel como un revuelo tremendo. Él se fue por todas las habitaciones para abrir las puertas y ventanas, afuera aguardaban los campesinos y trabajadores del batey, los rostros familiares de la infancia y la juventud temprana. Los amigos entrañables de siempre. Fidel los abrazaba, charlaba con ellos, preguntaba por la suerte de todos sin olvidar los nombres ni las historias de cada uno.
La llegada a Birán le causaba una profunda impresión. El viejo ya no estaba, tampoco la casa grande. ¿Cuántas veces habría soñado don Ángel con ese momento? Levantó la mirada y observó uno de los cedros que a su padre le gustaba plantar y ver crecer en su altura espigada y olorosa. “Lo irreal es su muerte”, se dijo mientras andaba entre la alegría y la tristeza, y recordaba la ocasión en que don Ángel le reprochó el despilfarro de municiones. En la guerra siempre recordaba las palabras del viejo, como quien sigue la estela de otro barco en el mar para llegar a puerto seguro.
Su nostalgia y su alegría se confundían en un mar de sentimientos fuertes, tanto como él; le recordaban el sobrecogimiento feliz al derrotar la ofensiva de verano y los días recientes: “son cosas, sensaciones que uno tiene, ya estaba la guerra ganada (…) pero hay algo… uno siente de repente un vacío, es la primera sensación que se experimenta cuando piensas que llevas dos años de guerra y de pronto aquel escenario cambió por completo: se acabó la guerra”.
Todo el sendero ancho del Camino Real a Cuba se colmó de gente: españoles de la cofradía de su padre, cubanos de buena ley y haitianos y jamaicanos viejos. Andaba de un lado a otro. Avanzaba con sus pasos de eterno caminante, recorría los espacios entrañables: el puntal alto de la escuela, el correo-telégrafo, la valla de gallos, el almacén, y la casa de la abuelita, donde abrazó a doña Dominga con la blusa llena de imperdibles y medallitas que usaría indefectible a partir de entonces, porque los santos habían escuchado sus plegarias.
Fidel les preguntó a los vecinos y a la tropa si querían comer naranjas y a Lina le disgustó la abalanza desorganizada y tumultuosa, aunque ya no había modo de detener la ola. Ella quería repartirlas, pero sin arrancarlas, cortándolas con unas tijeras, como debía ser para que las ramas volvieran a retoñar, como velaba don Ángel porque se hiciera siempre, naranjo por naranjo, sin prisas para conservar el bosque florecido de azahares con su blancura al pie de los troncos, las fragancias interminables. Antes, don Ángel descubría allí, el agua en el viento por los confines del naranjal.
Fidel comprendió a Lina, y pensó que tenía razón, pero ya no había remedio, había promovido sin desearlo el pequeño desorden, alentado por el mismo desprendimiento y generosidad de su padre, que restó esplendores a la propiedad y prodigó ayuda a muchos. Fidel lo hizo con el mismo ánimo solidario que inspiraba sus sueños, con la vehemencia con que escribía sobre la sencillez y la elocuencia del ejemplo desde una celda solitaria en el Presidio.
Aquel 24 de diciembre, Fidel le comentó a Ramón: “La primera propiedad que va a pasar al Estado será esta”.
Para Ramón lo más importante era que su sueño se había cumplido. Todo en Fidel era cansancio pero aún así el hermano mayor logró convencerlo para ir a comerse el pavo guardado por veinticinco meses en el congelador de la casa del ingenio. En Marcané, después de la comida de Nochebuena, Fidel habló en el club; pronunció un discurso que no grabaron las cintas magnetofónicas de la época ni publicaron los diarios.
Debía regresar para ultimar los detalles del ataque a Palma y el asalto a la poderosa guarnición de Santiago de Cuba. Ramón y Fidel se separaron en Alto Cedro y volvieron a encontrarse, acompañados por Raúl, a pocos kilómetros de Santiago, el 27 ó 28 de ese mismo mes, en el Santuario de El Cobre, ya liberado, donde se retrataron junto al Padre García, quien fuera rector en Dolores y era capellán en la iglesia.
Al concluir el día, Birán, seguía en su pensamiento como un paisaje de insoslayables regresos. Tenía que seguir la marcha.
Para una de las lavanderas del batey, aquella con apariencia pálida y espumosa, que cinco años antes se persignara al ver los espejos rotos, el 1 de enero de 1959 era la fecha en que comenzaban a desvanecerse de una vez por todas los maleficios.
En los últimos días de la guerra, la Comandancia de La Plata, había quedado atrás. Había sido el lugar en lo profundo de la Sierra más familiar para la dirección del Ejército Rebelde: “el lugar más querido de los momentos decisivos de la guerra, de los primeros combates y de los últimos combates”. El sentimiento de apego de Fidel a aquella vida sencilla, dura y austera, de hermandad a prueba de balas, bombardeos, riesgos constantes, y sacrificios, se anclaba entre las montañas, sin imaginar lo que sobrevendría después. Vencida la ofensiva batistiana vislumbró lo que sería su camino en carta a Celia:
Al ver los cohetes que tiraron en casa de Mario, me he jurado que los americanos van a pagar bien caro lo que están haciendo. Cuando esta guerra se acabe, empezará para mí una guerra mucho más larga y grande; la guerra que voy a echar contra ellos. Me doy cuenta que ese va a ser mi destino verdadero.
La Revolución se haría para vencer lo imposible y realizar los sueños de justicia e independencia con el mismo aliento de combate y relámpago de los tiempos de la Sierra.
Fidel pensó que iba a extrañar los helechos húmedos, el fango de sus botas, el insomnio obligado durante setecientos sesenta y un días, la naturalidad sorprendente de los combatientes temerarios, las escarpadas laderas de la Sierra Maestra, el aletear de los tomeguines, zunzunes y zorzales, el tiempo de dos relojes en la muñeca, del desafío, del acoso, de los faroles de aceite, de las cobijas de guano, del rostro enjuto de los campesinos que lo habían apoyado desde los primeros y más difíciles días de la guerrilla, el hábito de escribir con letra casi imperceptible o de ajustar las miras de los fusiles, la agilidad de ardilla de los mensajeros y los guías, aquella su breve biblioteca de campaña, su estruendosa maquinita de escribir, los robles, las carolinas y los copales resinosos, las noches impenetrables y el silencio del monte y de los cedros.
La Revolución, amenazada desde el Norte, avanzará como una columna guerrillera de rápidas, insospechadas, fulgurantes, creativas, fascinantes y nunca previsibles acciones. Hubiera querido ser agrónomo, escritor, médico, pero ha sido más, ha sido hombre de la revolución, “hombre de la madrugada comprometido con la luz primera”, como dijo el poeta. Con los brazos entrecruzados a la espalda y adelantando pasos de uno a otro sueño, ora largos y apurados, otros más lentos y meditativos, creerá que una idea se desarrolla y de leves esbozos surgirán arborescencias copudas; a veces susurrará empeños para que ningún enemigo pueda espantarlos o detenerlos, y otras los hará volar de una sola vez hasta realizarlos y convertirlos en palpable realidad. Escribirá con el deleite de la palabra exacta, una especie de obsesión, hasta que la frase quede a su gusto, fiel al sentimiento o la idea que desea expresar y en la fe de que siempre puede mejorarse, con un afán perfeccionista solo comparable a su descomunal voluntad de trabajo. Discursará largas y apasionadas conversaciones, en una plaza de multitudes palpitantes, que le seguirán cada palabra y cada inflexión de la voz para no perder una sola de las coordenadas que adelanta al futuro o los enigmas del pasado o el presente que descifra y comparte.
Preferirá en política, todo lo nuevo y en otras cosas lo viejo: el viejo reloj, el viejo uniforme, las viejas botas, los viejos espejuelos “porque si me pongo otros espejuelos y me miro al espejo no me reconozco”.
Entonces no vislumbraba que llevaría indeleble, el monte y el pueblo en la piel, sin sentir nostalgia de tanto verde húmedo y cobija de hojas, porque se convertiría para siempre en guerrillero del tiempo.