Discurso pronunciado en la sesión solemne de la Asamblea Nacional, en el Palacio Federal Legislativo, Caracas, República Bolivariana de Venezuela, el 27 de octubre del 2000
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Excelentísimo Señor Hugo Chávez Frías, Presidente de la República Bolivariana de Venezuela;
Excelentísimo Señor Presidente de la Asamblea Nacional de la República Bolivariana de Venezuela;
Excelentísimo Señor Presidente del Tribunal Supremo de Justicia;
Excelentísimo Señor Presidente y demás miembros del Consejo Moral Republicano;
Excelentísimo Señor Presidente del Consejo Nacional Electoral;
Excelentísimos Señores embajadores; honorables encargados de negocios y representantes de organismos internacionales acreditados en el país;
Honorables diputados y diputadas a la Asamblea Nacional;
Altas autoridades eclesiásticas y militares;
Señoras y señores;
Venezolanos:
No vengo aquí a cumplir un deber protocolar, o porque la tradición establezca la norma de que un invitado oficial visite el Parlamento; no pertenezco a esa estirpe de hombres que busque honores, solicite privilegios o se deje arrastrar por vanidades. Cuando visito un país, y en especial si se trata de un pueblo hermano tan querido como el de Venezuela, cumplo los deseos de aquellos a quienes considero que con gran dignidad y valentía lo representan.
Lamento mucho que la mera idea de mi presencia en el Parlamento de Venezuela, incluida en el programa por los anfitriones, fuese motivo de disgusto para algunos de sus ilustres miembros. Les pido excusas.
Debo ser cortés, pero no usaré un lenguaje excesivamente refinado, diplomático y lleno de melindres. Hablaré con palabras abiertamente francas y sinceramente honestas.
No es la primera vez que visito el Parlamento venezolano; lo hice hace más de 41 años. Pero sería incorrecto decir que vuelvo a una misma institución, o que el que vuelve es el mismo invitado de entonces. Lo más parecido a lo real es que vuelve un hombre distinto a un Parlamento diferente.
De mí no tengo ningún mérito que acreditar, ni perdones que pedir. Solo que entonces tenía 32 años y venía cargado de toda la inexperiencia de quien con la ayuda del azar había sobrevivido a muchos riesgos. Tener suerte no es tener méritos. Albergar sueños e ideales es muy común entre los seres humanos; pocos son, sin embargo, los que tienen el raro privilegio de ver algunos de estos realizados, mas no por ello alcanzan derecho a jactancia alguna. Aquel Parlamento con que tuve el honor de reunirme hace tanto tiempo, albergaba también ilusiones y esperanzas. Meses antes, se había producido un levantamiento victorioso del pueblo. Todo ha cambiado desde entonces. Aquellas ilusiones y esperanzas se convirtieron en cenizas. Sobre aquellas cenizas surgieron las nuevas esperanzas y se erigió este nuevo Parlamento. Como en todas las épocas de la historia, los hombres sueñan y tendrán siempre derecho a soñar. El gran milagro consiste en que alguna vez las esperanzas y los sueños de este pueblo noble y heroico se conviertan en realidades.
Yo, como muchos de ustedes, albergo esos sueños; parto de la idea de que en Venezuela, al final de las últimas cuatro décadas, han ocurrido hechos extraordinarios: venezolanos que otrora luchaban entre sí convertidos en aliados revolucionarios; guerrilleros, en políticos destacados; soldados, en audaces estadistas que enarbolan las banderas que un día llenaron de gloria a este país.
No me corresponde juzgar a aquellos que de la izquierda pasaron a la derecha, ni a muchos de los que, tal vez partiendo de un honesto conservadurismo, terminaron saqueando y engañando al pueblo. No es mi propósito ni puedo atribuirme el derecho de convertirme en juez de los personajes del drama vivido por ustedes. Todos los hombres somos efímeros y casi siempre erráticos, incluidos los que actúan de buena fe. Deseo solo acogerme al derecho que Martí legó a los cubanos: experimentar una enorme admiración por Venezuela y por quien fuera el más grande soñador y estadista de nuestro hemisferio, Simón Bolívar. El fue capaz de imaginar y luchar por una América latinoamericana, independiente y unida. Nunca fue procolonialista ni monárquico, ni siquiera en los tiempos en que las Juntas Patrióticas se crearon como acto de rebeldía contra la imposición de un rey extraño en el trono español, como lo demostró el Juramento del Monte Sacro. Casi desde la adolescencia era un decidido partidario de la independencia, en fecha tan temprana como la de 1805. Libertó con su espada la mitad de Sudamérica, y garantizó, en la histórica batalla de Ayacucho, con sus tropas de llaneros invictos y soldados valientes de la Gran Colombia creada por él, bajo el mando directo del inmortal Sucre, la independencia del resto del sur y del centro de América. Entonces Estados Unidos era, como todos conocemos, un grupo de colonias inglesas recién liberadas, en plena expansión, en las que el genial jefe venezolano supo adivinar, en tan temprana época, "...que parecen destinados por la Providencia para plagar la América de miserias en nombre de la libertad."
Comprendo perfectamente la diversidad de intereses y criterios que inevitablemente existen hoy en Venezuela.
Se cuenta que en su campaña en Egipto, Napoleón Bonaparte, al arengar a sus tropas antes de la batalla de las Pirámides, dijo: "Soldados, desde lo alto de estas pirámides cuarenta siglos os contemplan."
Como visitante que ha recibido el inmenso honor de ser invitado a dirigirles la palabra, me atrevería a decirles con la mayor modestia: Hermanos venezolanos, desde esta tribuna, 41 años y 10 meses de experiencia en la lucha sin descanso frente a la hostilidad y las agresiones de la potencia más poderosa que haya existido jamás sobre la Tierra, contemplan, admiran y comparten la dura y difícil batalla que ustedes, inspirados en Bolívar, están librando hoy.
Sobre las relaciones entre Cuba y Venezuela, mucho se ha esgrimido el porfiado argumento de que en Venezuela se pretende introducir el modelo revolucionario de Cuba. Tanto se dijo y se habló sobre esto en vísperas del plebiscito que aprobaría o no el proyecto de la nueva Constitución venezolana, que me vi en la necesidad de invitar a un grupo de destacados periodistas venezolanos que, en representación de importantes órganos de prensa televisiva, radial y escrita, nos hicieran el honor de visitarnos. Quienes involucraban cínicamente a Cuba como un diabólico fantasma, tal cual la han diseñado las groseras mentiras del imperialismo, nos daban el derecho a realizar ese encuentro.
En una noche insomne como no lo hice ni en los tiempos febriles de mi época de estudiante finalista, leí y subrayé los conceptos esenciales de aquel proyecto y los comparé con los de nuestra propia Carta Magna. Con la Constitución de Cuba en una mano y en la otra el proyecto de Venezuela, mostré las profundas diferencias entre una y otra concepción revolucionaria. Digo revolucionaria porque ambas lo son: ambas pretenden una vida nueva para sus pueblos; desean cambios radicales; ansían justicia; aspiran a la unión estrecha de los pueblos de la América que definió Martí cuando dijo: "¡Qué más pudiera decirse, ni es necesario decir! que del Bravo a la Patagonia no hay más que un solo pueblo." Ambas luchan con firmeza para preservar la soberanía, la independencia y la identidad cultural de cada uno de nuestros pueblos.
Nuestra Constitución se apoya esencialmente en la propiedad social de los medios de producción, la programación del desarrollo; la participación activa, organizada y masiva de todos los ciudadanos en la acción política y la construcción de una nueva sociedad; la unidad estrecha de todo el pueblo bajo la dirección de un Partido que garantiza normas y principios, pero que no postula ni elige a los representantes del pueblo en los órganos del poder del Estado, tarea que corresponde por entero a los ciudadanos a través de sus organizaciones de masas y mecanismos legales establecidos. La Constitución venezolana se apoya en el esquema de una economía de mercado y la propiedad privada recibe las más amplias garantías. Los famosos tres poderes de Montesquieu, que se proclaman como pilares fundamentales de la tradicional democracia burguesa, eran complementados con nuevas instituciones y fuerzas para garantizar el equilibrio en la dirección política de la sociedad. El sistema pluripartidista queda establecido como un elemento básico. Había que ser ignorante para encontrar alguna semejanza entre ambas Constituciones.
En aquella reunión con los periodistas venezolanos denuncié los primeros movimientos de la mafia terrorista cubano-americana de Miami para asesinar al Presidente de Venezuela. Aquellos gángsters creían, a su modo, que Venezuela sería una nueva Cuba.
A finales de julio del presente año, a pocos días de las últimas elecciones, otra mentira colosal comenzó a circular desde Venezuela a través de medios de prensa nacionales e internacionales. Las conexiones venezolanas de la Fundación Nacional Cubano-Americana habían contribuido a fraguar la conjura: "Desertor cubano denuncia la presencia en Venezuela de 1 500 miembros de los Servicios de Inteligencia de Cuba, filtrados en calles y cuarteles…" Se añadían un montón de supuestos detalles. De tal modo se planeó la infame campaña en vísperas de las elecciones presidenciales, que altos funcionarios del gobierno hablaban de las mentiras "del desertor cubano". Es decir, daban como un hecho la supuesta deserción de un oficial de la Inteligencia cubana. Tal desertor ni siquiera existía. Era un simple holgazán salido de Cuba en tiempos pasados, que vivía del cuento. Pedía asilo y protección. Ya los conspiradores tenían cinco o seis más listos para repetir la historia y el escándalo día por día, mediante el mismo mecanismo, hasta la fecha de los comicios.
De nuevo Cuba envuelta en la campaña electoral de Venezuela, de nuevo la necesidad de hablarle a la prensa de ese hermano país. La denuncia y el rápido desmantelamiento de la truculenta historia hicieron trizas la calumnia.
En esa ocasión, informé sobre los abundantes fondos provenientes de Miami para sufragar los gastos de la campaña contra la elección del presidente Chávez. Ofrecí datos exactos y algunos nombres que resultaba imprescindible divulgar. Todos negaron, por supuesto. Alguno de ellos, con cierto renombre de ilustrado y capaz funcionario de pasados tiempos, juró que era absolutamente falso el papel que se le atribuía. No quise reiterar lo afirmado, aunque tenía y tengo en mi poder los datos precisos del lugar donde se reunieron, donde le entregaron medio millón de dólares, quiénes lo trasladaron a Venezuela y quiénes hicieron llegar el dinero a los destinatarios. No deseaba realmente revolver aquel turbio y repugnante asunto. No era siquiera necesario. Los confabulados habían sido aplastados por la votación popular del 30 de julio. La información quedaba como reserva, por si fuese necesario utilizarla en alguna ocasión posterior.
Cuba no cesa de ser utilizada con fines de política interna en Venezuela, ni cesan de usarla para atacar a Chávez, incuestionable y eminente líder bolivariano, cuya actividad y prestigio rebasan ya ampliamente las fronteras de su Patria.
Soy su amigo, y me enorgullezco de ello. Admiro su valentía, su honestidad y su visión clara de los problemas del mundo actual, y el papel extraordinario que Venezuela está llamada a desempeñar en la unidad latinoamericana y en la lucha de los países del Tercer Mundo. No lo digo ahora que es Presidente de Venezuela. Adiviné quién era cuando aún estaba en la prisión. Apenas unos meses después de ser liberado, lo invité a Cuba con todos los honores, aun a riesgo de que los que eran entonces dueños del poder rompieran relaciones con Cuba. Lo presenté ante los estudiantes universitarios, habló en el Aula Magna de la Universidad de La Habana, conquistó allí grandes simpatías.
Con su fulminante victoria popular 4 años después —sin un centavo, sin los abundantes recursos de las viejas camarillas políticas cuyas campañas eran sufragadas con las sumas fabulosas robadas al pueblo—, contando solo con la fuerza de sus ideas, su capacidad de transmitirlas al pueblo y el apoyo de pequeñas organizaciones de las fuerzas más progresistas de Venezuela, aplastó a sus adversarios. Surgió así una extraordinaria oportunidad no solo para su país sino también para nuestro hemisferio.
Nunca le he pedido nada. Jamás le solicité que mi Patria, criminalmente bloqueada desde hace más de 40 años, fuese incluida en el Acuerdo de San José; por el contrario, le ofrecí siempre la modesta cooperación de Cuba en cualquier área en que pudiese ser útil a Venezuela. La iniciativa fue totalmente suya. La conocí por primera vez cuando habló públicamente sobre el tema en una Cumbre de la Asociación de Estados del Caribe que tuvo lugar en República Dominicana en abril de 1999. Expresó también su deseo de que fuesen incluidos varios países del Caribe que no eran beneficiados por aquel acuerdo. El ha sido puente de unión entre Latinoamérica y los dignos pueblos caribeños, a partir de su profunda identificación con el pensamiento de Bolívar.
Estoy consciente de que mi visita a Venezuela ha sido objeto de venenosas campañas de todo tipo. Se le imputa al presidente Chávez querer regalarnos petróleo; que el Acuerdo de Caracas es un simple pretexto para ayudar a Cuba. Si así fuese, merecería un monumento del alto del Everest porque Cuba fue aislada, traicionada y bloqueada, con excepción de México, por todos los gobiernos de este hemisferio sometidos a Estados Unidos, incluido el de Venezuela, dirigida en aquel entonces por el primer presidente constitucional después de la sublevación popular del 23 de enero de1958 y de la creación de la Junta Patriótica que presidió las elecciones celebradas en ese mismo año. Nuestro pueblo, con bloqueos, guerra sucia, invasiones mercenarias y amenazas de ataques directos, defendió con honor su Patria, la primera trinchera de América, como la vio Martí cuando, en vísperas de su muerte en combate, confesó que todo lo que había hecho a lo largo de su fecunda vida era para "...impedir a tiempo, con la independencia de Cuba, que se extiendan por las Antillas los Estados Unidos y caigan, con esa fuerza más, sobre nuestras tierras de América."
Ninguno de los que en Venezuela le imputan a Chávez aquellas intenciones ha librado jamás batalla alguna contra el intento genocida de matar por hambre y enfermedad al pueblo cubano. Olvidan que cuando los precios del petróleo estaban excesivamente bajos y la situación económica de Venezuela era crítica, Chávez revitalizó y dinamizó la OPEP, cuyas medidas, en menos de dos años, triplicaron los precios.
Es cierto que el precio actual, perfectamente soportable por los países industrializados y ricos, golpea con dureza, en mayor o menor grado, a más de cien países del Tercer Mundo, mientras los ingresos de Venezuela y demás países petroleros se han elevado considerablemente. Esto es algo que Chávez, por su parte, trató de compensar con el Acuerdo de Caracas que, como ustedes conocen, brinda facilidades a un grupo de países del Caribe y Centroamérica para pagar a crédito una parte del precio, con mínimo de interés y plazo prolongado. Un buen ejemplo que deben tomar en cuenta otros exportadores de petróleo.
Los que lo acusan por esa acción inteligente y justa, que compromete solo una pequeña parte de los ingresos que recibe Venezuela con los actuales precios, reaccionan de forma extremadamente egoísta y miope. No toman para nada en cuenta que la OPEP, sin el apoyo del Tercer Mundo, no estaría en condiciones de resistir mucho tiempo las enormes presiones de los países industrializados y ricos, atormentados fundamentalmente por el incremento de los precios de la gasolina para sus miles de millones de automóviles y vehículos motorizados.
El medio ambiente y las dificultades económicas de los países más pobres no les quita el sueño.
Por otra parte, se pretende también ignorar que nuestro país ha resistido, con singular estoicismo y férrea voluntad de lucha, diez años terribles de período especial. Al perder sus mercados y fuentes de suministros de todo tipo, nuestra Patria realizó la hazaña no solo de sobrevivir, sino de contar hoy con más médicos, maestros, profesores, técnicos de educación física y deportes per cápita que ningún otro país del mundo, y de tener otros índices de carácter social y humano que son superiores a los de muchos países industrializados y ricos. Su desarrollo social es ejemplo para muchos, motivo de odio y rabia de la superpotencia hegemónica y prueba inequívoca de lo que puede alcanzar un pueblo unido y revolucionario con ínfimos recursos.
También los enemigos y calumniadores parecen ignorar que Cuba eleva aceleradamente su producción petrolera y, en un período de tiempo relativamente breve, se autoabastecerá de petróleo y gas. La cooperación que recibirá de Venezuela en el campo energético, al suministrarle tecnologías avanzadas para una mayor extracción y uso de nuestro petróleo, será de por sí ya una inestimable ayuda, y el combustible que suministre en las condiciones que se establezcan en los compromisos que firmemos a partir de los principios del Acuerdo de Caracas, será rigurosamente saldado en moneda libremente convertible y en bienes y servicios que serán sin duda de extraordinario valor para el pueblo venezolano.
Nuestra cooperación con Venezuela se inspira en ideales que van mucho más allá del simple intercambio comercial entre dos países. Son comunes nuestra conciencia de la necesidad de unión de los pueblos latinoamericanos y caribeños y de la lucha por un orden económico mundial más justo para todos los pueblos. No se trata de un convenio escrito, sino de objetivos que emanan de nuestra actuación en las Naciones Unidas, en el Grupo de los 77, en el Movimiento de Países No Alineados y otros importantes foros internacionales.
En la política internacional de cada uno de los dos países, la comunidad de propósitos se expresa de manera elocuente en el rechazo a las políticas neoliberales y en la posición de luchar por el desarrollo económico y la justicia social.
Los que tanto se afanan en mentir, calumniar y conspirar contra las ejemplares relaciones entre ambos países, obstaculizar la visita oficial de la delegación cubana y distorsionar el sentido de la cooperación económica entre Cuba y Venezuela, debían explicar al pueblo venezolano por qué en un país con tan enormes recursos y un pueblo laborioso e inteligente, la pobreza alcanza el fabuloso índice de casi 80% de la población.
Citaré solo algunos desastrosos ejemplos:
Según fuentes de la CEPAL y la Comunidad Andina, los sectores pobres, que hace una década concentraban ya el 70% de la población, ocho años después se elevaban a más del 77%; entre ellos, la indigencia pasó del 30 al 38%. El desempleo se incrementó al 15,4% y el empleo precario del sector informal abarca el 52% de la fuerza de trabajo.
Anteriores cifras oficiales señalaban índices de analfabetismo por debajo del 10%. Fuentes oficiales del Ministerio de Educación venezolano estiman que el analfabetismo real hoy alcanza al 20% de la población.
El 50% de los jóvenes interrumpen sus estudios por razones económicas; un 11% debido al rendimiento escolar; un 9% por carecer de oportunidades. Estos datos suman un 70% de jóvenes estudiantes afectados.
Solo en los últimos 21 años se fugaron de Venezuela 100 000 millones de dólares, una verdadera sangría de recursos financieros venezolanos indispensables para el desarrollo económico y social del país.
Abruman las cifras procedentes de variadas fuentes y no siempre coincidentes. Es imposible incluir todas las calamidades que ha heredado la Revolución Bolivariana. Existe, sin embargo, una de ineludible mención, que puede evidenciarlas de forma casi matemática: la relacionada con la mortalidad infantil, tema altamente sensible, de carácter humano y social.
Los datos de la UNICEF señalan que en 1998 la mortalidad infantil en menores de un año alcanzaba en Venezuela el índice de 21,4 por cada 1 000 nacidos vivos; la cifra se eleva a 25 si se incluyen también los que fallecen antes de cumplir los cinco años de edad. ¿Cuántos niños venezolanos habrían sobrevivido si a partir del proceso político iniciado en 1959, casi simultáneamente con la Revolución Cubana, en Venezuela se hubiese reducido la mortalidad infantil al ritmo y los niveles alcanzados por Cuba, que pudo reducirla, de un estimado de 60, a 6,4 en el primer año de vida, y de 70 a 8,3 en niños de cero a cinco años? Los datos arrojan que en ese período de 40 años entre 1959 y 1999 murieron en Venezuela 365 510 niños que habrían podido salvarse. En Cuba, con una población que en 1959 no alcanzaba los 7 millones de habitantes, la Revolución ha salvado la vida de cientos de miles de niños gracias a la reducción de los índices de mortalidad infantil, que hoy se encuentran por debajo de los de Estados Unidos, el país más rico y desarrollado del mundo. Ninguno de esos niños salvados es analfabeto al cumplir los 7 años y decenas de miles son ya graduados universitarios o técnicos calificados.
Solo en el año 1998, año en que concluye la nefasta etapa que precedió a la Revolución Bolivariana, murieron en Venezuela 7 951 niños menores de un año que habrían podido salvarse. Esa cifra se eleva a 8 833 si se consideran las edades comprendidas de cero a cinco años. He mencionado en todos los casos cifras exactas a partir de datos oficiales publicados por entidades de Naciones Unidas.
Tal número de niños venezolanos muertos en un año es superior al de los soldados de ambos contendientes caídos en las batallas de Boyacá, Carabobo, Pichincha, Junín y Ayacucho juntas, cinco de las más importantes y decisivas de las guerras de independencia libradas por Bolívar, de acuerdo con los datos históricos conocidos, aun cuando los vencedores en sus partes de guerra hayan elevado las cifras de las bajas enemigas y reducido u ocultado las suyas propias por razones tácticas.
¿Quiénes mataron a esos niños? ¿Cuál de los culpables fue a la cárcel? ¿Quién fue acusado de genocidio?
Las decenas de miles de millones de dólares malversados por políticos corruptos constituyen un genocidio, porque los fondos que roban al Estado matan a un incalculable número de niños, adolescentes y adultos, que mueren por enfermedades prevenibles y curables.
Tal tipo de orden político y social verdaderamente genocida con el pueblo, y donde las protestas populares son reprimidas a fuerza de balazos y matanzas, es presentado a la opinión mundial como modelo de libertad y democracia.
La fuga de capitales es también genocidio. Cuando los recursos financieros de un país del Tercer Mundo son trasladados a un país industrializado, las reservas se agotan, la economía se estanca, el desempleo y la pobreza crecen, la salud y la educación populares soportan el mayor peso del golpe, y eso se traduce en dolor y muerte. Más vale no hacer cálculos: es más costoso en pérdidas materiales y humanas que una guerra. ¿Es eso justo? ¿Es democrático? ¿Es humano?
La cara de ese modelo de orden social se puede apreciar a la entrada de las grandes ciudades de nuestro hemisferio repletas de barrios marginales, donde decenas de millones de familias viven en condiciones infrahumanas. Nada de eso ocurre en la bloqueada y difamada Cuba.
Si se me permitiera reflexionar un poco o decir en voz alta lo que pasa por mi mente y nadie lo tomase como una injerencia, les diría: Siempre he creído que con una administración eficiente y honesta, Venezuela habría alcanzado en los últimos 40 años un desarrollo económico similar al de Suecia. No pueden justificarse la pobreza y las calamidades sociales que documentos y boletines oficiales de Venezuela o revistas serias de organismos internacionales expresan. Quienes la gobernaron desde aquellos días en que por vez primera visité este Parlamento, crearon las condiciones para el surgimiento inevitable del actual proceso revolucionario. Los que añoran el regreso a los años perdidos, no volverán jamás a ganar la confianza del pueblo si la nueva generación de líderes que hoy dirige el país logra aunar fuerzas, estrechar filas y hacer todo lo que esté en sus manos. ¿Es posible hacerlo dentro del modelo constitucional y político recién elaborado y aprobado? Mi respuesta es sí.
La enorme autoridad política y moral que emana de lo que la Revolución Bolivariana puede hacer por el pueblo, aplastaría políticamente a las fuerzas reaccionarias. La cultura y los valores revolucionarios y patrióticos que ello engendraría en el pueblo venezolano harían imposible el regreso al pasado.
Cabría otra pregunta perfectamente lógica y mucho más compleja: ¿Puede, bajo el esquema de una economía de mercado, alcanzarse un nivel de justicia social superior al que existe actualmente? Soy marxista convencido y socialista. Pienso que la economía de mercado engendra desigualdad, egoísmo, consumismo, despilfarro y caos. Un mínimo de planificación del desarrollo económico y de prioridades es indispensable. Pero pienso que en un país con los enormes recursos con que cuenta Venezuela, la Revolución Bolivariana puede alcanzar, en la mitad del tiempo, el 75% de lo que Cuba, país bloqueado y con infinitamente menos recursos que Venezuela, ha podido lograr desde el triunfo de la Revolución. Ello significa que estaría al alcance de ese gobierno erradicar totalmente el analfabetismo en pocos años, lograr una enseñanza de alta calidad para todos los niños, adolescentes y jóvenes, una cultura general elevada para la mayoría de la población; garantizar asistencia médica óptima a todos los ciudadanos, facilitar empleo a todos los jóvenes, eliminar la malversación, reducir al mínimo el delito y proporcionar viviendas decorosas a todos los venezolanos.
Una distribución racional de las riquezas mediante sistemas fiscales adecuados es posible dentro de una economía de mercado. Ello requiere una total consagración al trabajo de todos los militantes y fuerzas revolucionarias. Se dice fácil, pero en la práctica constituye un trabajo sumamente difícil. A mi juicio, en lo inmediato, Venezuela no tendría otras alternativas. Por otro lado, no menos del 70% de sus riquezas fundamentales es propiedad de la nación. No hubo tiempo suficiente para que el neoliberalismo las entregara todas al capital extranjero; no necesita nacionalizar nada.
El período que hoy atravesamos y estamos superando en Cuba nos ha enseñado cuántas variantes son posibles en el desarrollo de la economía y en la solución de los problemas. Basta con que el Estado desempeñe su papel y haga prevalecer los intereses de la nación y del pueblo.
Hemos acumulado en abundancia la experiencia práctica de hacer mucho con muy poco y lograr un elevado impacto político y social. No hay obstáculo que no pueda vencerse, ni problema sin solución posible.
Para ser objetivo, me falta añadir mi criterio de que hoy en Venezuela solo un hombre podría dirigir un proceso tan complejo: Hugo Chávez. Su muerte intencional o accidental daría al traste con esa posibilidad; traería el caos. Y él, por cierto —lo he ido conociendo poco a poco—, no contribuye en nada a su propia seguridad; es absolutamente renuente al mínimo de medidas adecuadas en ese sentido. Ayúdenlo ustedes, persuádanlo sus amigos y su pueblo. No les quepa la menor duda de que sus adversarios internos y externos tratarán de eliminarlo. Se lo dice alguien que ha vivido la singular experiencia de haber sido objeto de más de seiscientas conspiraciones, con mayor o menor grado de desarrollo, para eliminarme físicamente. ¡Un verdadero récord olímpico!
Los conozco demasiado bien, sé cómo piensan y cómo actúan. Este viaje a Venezuela no es la excepción. Sé que una vez más han acariciado la idea de encontrar alguna posibilidad de llevar a cabo sus frustrados designios. Esto carece realmente de importancia. A la inversa de lo que ocurre en este momento con el proceso venezolano, en Cuba siempre hubo y habrá siempre alguien, incluso muchos, que pudieran realizar mi tarea. He vivido, además, muchos años felices de lucha; he visto convertidos en realidades gran parte de mis sueños. No soy como Chávez, un líder joven lleno de vida, a quien le quedan por delante grandes tareas que realizar. El es quien debe cuidarse.
Cumplí mi palabra: les hablé con entera franqueza, sin melindres ni excesiva diplomacia, como amigo, como hermano, como cubano, como venezolano.
Les agradezco profundamente la generosa atención prestada.
¡Hasta la Victoria Siempre!