Fidel Castro en el desembarco del Granma
Date:
01/05/2009
Source:
Revista “Cinco Palmas”
Queridas compañeras y compañeros:
El amigo y colega Raúl Rodríguez la O me ha puesto en el difícil compromiso de venir hoy ante tan exigente auditorio para hablarles nada menos que de Fidel Castro en el desembarco del Granma, y hacerlo precisamente en el contexto del aniversario 50 del desembarco y el comienzo de la guerra revolucionaria en las montañas de la Sierra Maestra y de la celebración del cumpleaños 80 del Comandante en Jefe. Menudo compromiso. Vamos a ver cómo lo enfrento con la ayuda de ustedes.
Hoy no haré el recuento de los hechos del desembarco y de los días inmediatamente posteriores. Es una historia bastante conocida ya por ustedes y por todo nuestro pueblo. Me detendré en varios momentos de esa historia en los que por alguna u otra razón destella algún rasgo de la personalidad del Comandante en Jefe, para tratar de extraer de allí alguna conclusión o experiencia.
Me parece que habría que detenerse primero en la concepción misma de la expedición del Granma y cómo ella retrata las cualidades necesarias para hacer efectiva la estrategia diseñada.
Desde antes del Moncada, la Sierra Maestra figuraba en el pensamiento de Fidel, como el escenario propicio para el desarrollo de una lucha armada destinada a la derrota y derrocamiento del régimen ilegítimo, brutal y reaccionario de Fulgencio Batista. No solo se trataba de un territorio relativamente amplio y de caracterís¬ticas topográficas ideales para ese tipo de campaña. Situada en la provincia de Oriente, baluarte tradicional de la rebeldía popular, y poblada por un campesinado disperso que constituía la muestra más elocuente de la explotación y el atraso del pueblo, la Sierra Maestra reunía también condiciones sociales muy favorables para el desarrollo vigoroso de la lucha revoluciona¬ria, en la forma y con los métodos en que se concebía por el jefe del Movimiento 26 de Julio.
Fidel nunca dudó de la capacidad de una fuerza rebelde para sostener una contienda exitosa, en el plano militar, en las montañas de Oriente. Estaba convencido de que el dictador no podía ignorar ni tolerar el desarrollo de un núcleo guerrillero activo en una zona cualquiera del territorio del país, por aislada y remota que esta fuera, pues su existencia impune tendería a desmoralizar al aparato militar de la tiranía —pilar fundamental del régimen de Batista— y catalizaría la resistencia popular y la lucha de las masas. El ejército enemigo se vería obligado a desplazarse a la montaña para tratar de liquidar la presencia rebelde, pero su inmensa superioridad en hombres y recursos tendría una incidencia secundaria en un tipo de guerra en la cual la fuerza guerrillera conocería íntimamente el terreno, contaría con la información y el apoyo de la población campesina e impondría sus tácticas a los tradicionales esquemas y maneras de un ejército regular. La misma dinámica de las victorias militares, cada vez más significativas de los rebeldes, impulsaría al enemigo a ir comprometiendo sus mejores fuerzas para lograr la destrucción de la guerrilla, ayudando así a crear las condiciones para su derrota. En la Sierra Maestra quedaría demostrado que, en el contexto de aquel momento histórico en Cuba, resultaba posible mediante la acción guerrillera derrotar militarmente a la tiranía y provocar, en consecuencia, el colapso del régimen castrense y la toma revolucionaria del poder.
En la elaboración de esta estrategia influyeron no pocos rasgos distintivos de la personalidad de Fidel Castro. Sería tema para todo un libro. Aquí me limitaré solamente a enumerar algunos. En primer lugar, su marcado valor personal. Otro temperamento menos arrojado hubiese concebido una estrategia de menor confrontación. En segundo lugar, su tenacidad, su indoblegable voluntad de superar cualquier obstáculo para conseguir el objetivo buscado. En tercer lugar, su decisión y voluntad de lucha, su disposición a enfrentar los rigores de una guerra en la montaña. En cuarto lugar, su confianza, confianza en sí mismo, confianza en las ideas, confianza en el pueblo, confianza en el valor de la lucha. En quinto lugar, su íntimo conocimiento de la historia nacional, de sus tradiciones, de los avatares y glorias de la gesta por la independencia y las luchas sociales en la república neocolonial; de la ética de Martí, de la energía de Gómez y la intransigencia de Maceo, del antimperialismo de Mella y Guiteras, de la prédica cívica de Chibás.
Sin esos rasgos y antecedentes personales y otros que pudieran mencionarse no es posible explicar el diseño de la estrategia certera que condujo a la victoria revolucionaria del 1º de enero y al camino triunfante de la Revolución Cubana hasta hoy.
Ese arrojo al que he hecho referencia se hace evidente en la decisión misma de venir en esa cáscara de nuez sobrecargada que era el yate Granma, desafiando los mares tempestuosos de noviembre y el peligro bien tangible de ser interceptado, decisión en la cual, por supuesto, también interviene otro rasgo definitorio de la conducta de Fidel, que no por conocido debo dejar de señalar: la ética de cumplir a toda costa con un compromiso adquirido, en este caso el compromiso de que “en 1956 seremos libres o seremos mártires”.
El desembarco y el inicio de la acción armada guerrillera ocurren en las circunstancias más desfavorables que puedan imaginarse. Están precedidos por siete días de penosa navegación, siete días de hacinamiento, hambre, sed, mareo, debilitamiento físico. Están inaugurados por lo que fue en realidad, más que un desembarco, un naufragio, como lo calificó el Che con su habitual filo irónico, por el enfrentamiento al infierno de la ciénaga y el mangle, el primer enemigo que debieron derrotar los expedicionarios. No sé cuántos de ustedes habrán tenido la oportunidad de conocer el lugar donde se produjo el desembarco. Pero sí puedo decirles que quien no haya caminado a lo largo de la pasarela construida después del triunfo de la Revolución a través del manglar de Los Cayuelos, es incapaz de imaginar lo que debe haber significado esta primera prueba para hombres ya exhaustos por esos siete penosos días de travesía.
El lecho fangoso del manglar es movedizo y traicionero. Las aguas forman un caldo espeso, pestilente y tibio. Pero la lucha de quienes desembarcaron no fue solo contra el fango y contra el agua. Tuvieron que luchar, también y sobre todo, contra el mangle. Resulta imposible avanzar en línea recta. La red de raíces se hace impenetrable. Los pies se enredan bajo el agua cenagosa; las armas y equipos se traban en las ramas. El camino se hace aéreo y la marcha es un agotador acto de acrobacia, por encima de las raíces y las ramas.
No hay punto de apoyo posible en esta marcha. Las manos no tienen asidero que no lacere o perfore. Las espinas y los filos de las hojas desgarran los uniformes y la piel. Una nube de jejenes y mosquitos se cierne sobre cada uno de los hombres y los azota sin descanso.
Cada metro que se gana es una victoria de la voluntad para los extenuados combatientes. Casi cuatro horas demoran los expedicionarios en atravesar estos 1500 metros de infierno y pisar la tierra firme. Han vencido esta primera y durísima prueba, pero pronto les espera otra tan difícil, pues el camino hacia la distante Sierra, meta del destacamento, los conduce a transitar durante los dos días siguientes por la peor superficie sobre la que un hombre pueda caminar, lo que los cubanos conocemos como el diente de perro.
La configuración del diente de perro resulta sumamente ingrata para el tránsito del hombre. Los filos y las puntas de esta roca laceran los pies y destrozan cualquier tipo de calzado. Una caída al caminar sobre tan escabrosa superficie puede tener peligrosas consecuencias. Es difícil sostener la vida humana por un tiempo prolongado en este terreno agresivo. A la ausencia de agua se añade la escasez de una fauna comestible por el hombre. Solo los cangrejos, dueños absolutos de la roca, y algunas especies de reptiles, pueden calmar el hambre de quien se aventura por estos parajes desolados, donde la presencia humana apenas ha dejado una huella sensible.
Tres días dura esta tercera prueba, y también es vencida, pero al precio del agotamiento extremo. Así llegan los expedicionarios al lugar que tiene ese nombre singular e incongruente de Alegría de Pío. Dicen que porque el primer colono que tuvo el valor de asentarse allí era un español nombrado Pío, muy aficionado al aguardiente, quien en sus visitas a Niquero entraba en su caballo, ya bien sazonado por sus libaciones durante el largo camino, cantando alegremente a voz en cuello, al punto que los vecinos del pueblo comenzaron a comentar: “Ahí viene Pío con su alegría”, frase que luego se transformó en “Ahí viene Pío de su Alegría”.
El caso es que aquí, tres días después del desembarco, el 5 de diciembre, sobreviene la catástrofe. El destacamento expedicionario es sorprendido por el enemigo en un lugar que no era el más idóneo para haber establecido campamento, y se origina un encuentro sorpresivo y un combate cuyo desenlace es la dispersión total de la tropa revolucionaria.
En la dispersión inicial que se produce, los expedicionarios quedan divididos en 28 grupos. Trece combatientes quedan solos; entre ellos, Juan Manuel Márquez, el segundo jefe del destacamento. Ocho de los grupos están compuestos solo por dos o tres combatientes. No resulta posible para cada uno de ellos por separado conocer la magnitud del desastre. No les es posible saber si Fidel ha sobrevivido. A pesar de todo, muchos reafirman la decisión de cumplir hasta el final la orden del jefe: llegar a la Sierra Maestra y empezar la lucha armada guerrillera. En todo caso, comienza para cada uno de ellos la odisea de la supervivencia.
Todo parecía perdido. Sin embargo, una vez más prevaleció la voluntad sembrada en esos hombres por Fidel. Como alguien dijo una vez, una de las cualidades definitorias de Fidel es la convicción de que no ha ocurrido una derrota hasta que esta no es aceptada, a lo que yo añadiría su innata capacidad para convertir cualquier revés en victoria. Alegría de Pío es un ejemplo claro.
Detengámonos ahora en lo que ocurre con Fidel, porque me parece que esos cinco días posteriores a la dispersión retratan, de manera perfecta, las cualidades del jefe revolucionario, que es en definitiva lo que nos interesa resaltar en esta exposición.
En la dispersión de Alegría de Pío, Fidel queda acompañado solamente por otros dos expedicionarios: Faustino Pérez y Universo Sánchez. Al amanecer del día siguiente, Fidel y sus dos compañeros discuten qué hacer. Aunque Fidel está preocupado por la suerte del destacamento y quisiera salir a buscar al personal disperso con el fin de reagruparlo, comprende lo inútil de ese intento. Resulta muy improbable encontrar a nadie dentro de aquel mar de caña o ese inconmensurable monte que se extiende más allá, sin correr a su vez el riesgo de ser descubierto. Confía, además, en que todos aquellos que hayan logrado escapar y tengan la suerte de no ser capturados o caer en emboscadas, cumplirán su orden de marchar hacia la Sierra. Ya una vez allí, el reagrupamiento es más factible.
Los criterios están divididos en cuanto a la mejor ruta a seguir. Fidel prefiere permanecer en el monte y moverse dentro de él hacia el Este, en busca de la Sierra, aprovechando el amparo de la espesura y la poca probabilidad de que los guardias enemigos se aventuren dentro del bosque. Faustino, apoyado por Universo, argumenta que en la caña, y no en el monte, es donde podrán encontrar con qué calmar el hambre y la sed. Discuten pero no se ponen de acuerdo. Fidel se irrita ante la testarudez de sus compañeros, y decide ir por aquella dirección que propone Faustino, a pesar de que le parece desatinada y suicida. El propio Fidel ha comentado que en esa ocasión se dejó llevar por el enojo, más que por la fría razón, y sacó de ahí la experiencia de que nunca un jefe debe actuar por impulso del disgusto.
En consecuencia, los tres combatientes salen de nuevo a los cañaverales. Cruzan algunos campos de caña nueva. Alrededor del mediodía, marchando por uno de esos campos de caña rala y baja, aparece un avión de exploración, que da vueltas en círculos alrededor de ellos a unos 500 metros de radio.
Fidel se percata de inmediato del peligro. Los tres hombres aceleran el paso. Delante de ellos hay un campo de caña demolido y tres matorrales de marabú, alineados hacia el Este a una distancia no mayor de 30 metros uno del otro. Se ocultan en el primero de ellos. El explorador, en efecto, ha avisado a la base aérea, de donde es enviada una escuadrilla de cazas provistos de cuatro ametralladoras calibre 50 en cada ala, que llegan en el preciso momento en que los tres expedicionarios alcanzan el primero de los matorrales de marabú.
Uno de los cazas, en vuelo rasante, ataca la tercera maleza, a 60 metros de distancia. Fidel ordena a sus dos compañeros abandonar de inmediato el matorral, de apenas 10 metros de diámetro, y correr a guarecerse a otro viejo campo de caña a pocos metros de distancia. Allí se tienden bajo las hojas y la paja. Casi al instante, los cazas ametrallan el matorral que habían abandonado, en pases sucesivos durante un tiempo que a los tres combatientes pareció infinito. La tierra tiembla ante el ruido ensordecedor y el impacto de los disparos de las ocho ametralladoras calibre 50 de cada aparato. Después de cada ametrallamiento, Fidel llama en voz alta a Universo y a Faustino, para cerciorarse de que aún están vivos e ilesos.
Los aviones vuelven a pasar y ametrallan exactamente el lugar que acaban de dejar. Un pase, otro, otro. Un breve lapso de minutos sin disparos les permite avanzar 30 o 40 metros hacia una caña más alta y cerrada. Es imposible alejarse más. Se hunden en la paja.
Al cabo cesa el ametrallamiento. Las avionetas de exploración se turnan ahora una tras otra vigilando el lugar desde muy baja altura. Los tres hombres se sepultan bajo las hojas y la paja de caña sin hacer movimiento alguno. Era de suponer que el enemigo enviaría patrullas de exploración para conocer el resultado del descomunal ataque aéreo y recoger los cadáveres que esperarían encontrar. Pero de allí no podían moverse sin el riesgo de ser detectados por las avionetas exploradoras.
Sobreviene entonces lo que el propio Fidel ha calificado como uno de los momentos más dramáticos de su vida. A pesar de la tensión del momento y el peligro en que se encuentran, el sueño lo quiere vencer. Es mucho el agotamiento físico y nervioso de los últimos días. Pero no está dispuesto a que los guardias lo sorprendan dormido e indefenso, como había ocurrido días después del asalto al cuartel Moncada. Al fin lo vence el cansancio, pero antes asegura la culata del fusil entre sus piernas dobladas, le quita el seguro al arma, oprime ligeramente con el dedo el primero de los dos gatillos —el que funge como suavizador para lograr una mayor precisión en el disparo— y apoya la punta del cañón debajo de la barbilla. En caso de que la exploración lo sorprenda dormido, el enemigo no podrá capturarlo vivo. Así duerme varias horas. Cuando despierta, ya la tarde está cayendo.
Llega el anochecer. Desde diversos puntos en la noche se escuchan frecuentes disparos. El lugar está evidentemente plagado de emboscadas. No es posible intentar siquiera el regreso al amparo del monte. La situación es crítica. Fidel toma una decisión. Esa noche, avanzarán al amparo de la oscuridad algunas decenas de metros en busca de alguna caña más tupida. Desde el amanecer se inmovilizarán bajo la paja de la caña para no ser descubiertos por la avioneta que incesantemente explora la zona durante el día; de noche aplacarán la sed y el hambre comiendo caña. Así lo harán el tiempo que fuere necesario, inmovilizados hasta que cese la intensa actividad enemiga al considerar limpia de combatientes el área. En la oscuridad, los tres hombres avanzan hasta un cañaveral más crecido, y de nuevo se sumergen en la paja. Ese día no han comido ni bebido absolutamente nada.
Cinco días se prolonga esta situación, cinco días de verdadera agonía para Fidel, Faustino y Universo. Cinco días durante los cuales los tres combatientes pasan cada una de las jornadas diurnas en una inmovilidad absoluta. Saben que mientras no delaten su presencia, es muy improbable que los guardias se decidan a registrar el interior de los cañaverales. Por eso toman infinitas precauciones para no hacer ruido alguno ni movimiento que pueda reflejarse en los tallos y las hojas de las cañas. Los músculos se entumen en esta inmovilidad interminable. Los cuerpos, fatigados, se acalambran.
Todavía no se ha disipado en el ánimo de Fidel el regusto amargo que ha dejado la dispersión y el revés sufrido. El jefe rebelde ignora cuántos expedicionarios pueden haber sido muertos o hechos prisioneros. Sabe, además, que la Sierra está lejos; que para llegar al abrigo que puede ofrecerle la montaña tienen que atravesar decenas de kilómetros de montes, cañaverales, estancias y potreros sembrados de peligros. Supone con buen juicio que el enemigo no está ocioso, y que habrá tomado todas las disposiciones que le permiten su poder y sus recursos para impedir que se le filtre entre las manos uno solo de los que han desembarcado días antes. Está consciente de que la persecución y la vigilancia estarán concentradas especialmente en él.
Sin embargo, su voluntad de seguir adelante, de llegar a la Sierra e iniciar la lucha siquiera con tres hombres, dos armas y menos de 150 balas, se reafirma a cada instante. Ahora lo que importa es ganar tiempo y hacer creer al enemigo que ha vencido, que él y aquellos de sus hombres que no están ni muertos ni presos, andan dispersos por el monte, hambrientos y desmoralizados, y que su aniquilamiento es cosa prácticamente asegurada.
El día 8 de diciembre, tres días después de la dispersión, mientras Fidel permanece sepultado e inmóvil bajo la paja de la caña, es una jornada terrible en la suerte de casi una veintena de expedicionarios.
Esa mañana, en la boca del río Toro, son asesinados José Smith, Ñico López, Cándido González, Miguel Cabañas y David Royo. Estos combatientes formaban parte del grupo más numeroso que logra reunirse después de la retirada de Alegría de Pío. Al día siguiente del combate, el grupo se divide y Smith y otros seis expedicionarios alcanzan la orilla de los farallones y empiezan la terrible caminata sobre el diente de perro hacia el Este. Al amanecer del día 8, exhaustos y arrebatados por el hambre y la sed, llegan a la casa de Manuel Fernández en Boca del Toro. Este campesino, conocido como Manolo Capitán, los convence de que, en las condiciones en que están, lo mejor es entregarse, pues se han dado garantías de sus vidas. Por la noche, en el mismo lugar y delatados por el mismo individuo que entregó al primer grupo en manos de los asesinos, son hechos prisioneros y ametrallados los expedicionarios Raúl Suárez, René Reiné y Noelio Capote.
Ese mismo día, tres de siete expedicionarios separados dos días antes de Smith y sus compañeros —Luis Arcos, Armando Mestre y José Ramón Martínez— son sorprendidos y capturados por una patrulla enemiga en el potrero de Salazar, cerca del río Toro, y conducidos al puesto de mando en el batey de Alegría. A la caída del sol, entre las cañas al Norte del batey, el Ejército captura a Andrés Luján, Jimmy Hirzel y Félix Elmuza. Estos seis prisioneros son sacados por la noche en una camioneta y muertos a tiros, con las manos atadas, en una sombría vereda del monte Macagual.
También esa noche René Bedia y Eduardo Reyes Canto caen acribillados a balazos en una emboscada tendida por los guardias en Pozo Empalado. Más al Norte, cerca de Media Luna, es posible que haya sido esa noche cuando Miguel Saavedra es asesinado tras haber sido hecho prisionero el día anterior.
Fidel no conocerá el trágico destino de estos compañeros hasta pasados varios días. El 8 de diciembre su mundo sigue siendo el del cañaveral donde se oculta. Su seguro instinto de combatiente le hace saber que debe multiplicar la vigilancia y el cuidado. A pesar de las penalidades a que se halla sometido, en su rígida voluntad de supervivencia para la lucha no caben el abatimiento y la desesperación que han llevado a algunos de los expedicionarios capturados a la rendición e, incluso, a la muerte. En la caña, Fidel resiste y espera.
Después de cinco días, los estómagos estragados niegan la esperanza de que el jugo de los pocos tallos que los combatientes se atreven a arrancar, después de roerlos con los dientes cuando un golpe de brisa mece las cañas, sea capaz de atenuar el hambre que los retuerce. Por las noches, la sed se aplaca a medias con el rocío de las hojas, que irritan con sus bordes afilados los labios y la lengua.
Las horas del día parecen detener su marcha. Enterrados en la paja, el calor los abrasa bajo el sol implacable del cañaveral. No pueden moverse, por temor a ser descubiertos en cualquier momento por la tenaz avioneta que no cesa su acecho, como una gris ave de rapiña. Están presos en una ardiente cárcel vegetal. Al caer la noche, por el contrario, el frío y la humedad les calan el cuerpo, pero al menos pueden agitarse un poco dentro de su encierro.
Apenas pueden hablar en susurros. Pero ese silencio forzoso es insoportable, y Fidel se pone a conversar quedamente sobre Cuba y sus planes revolucionarios para el futuro de victoria. No ha perdido la fe ni la confianza en el triunfo, oculto en un remoto cañaveral, acosado de cerca, prácticamente solo, hambriento y fatigado.
No es sino hasta el 10 de diciembre, cinco días después de la dispersión, cuando Fidel decide reemprender el camino hacia la Sierra. Significativamente, es ese mismo día cuando Raúl Castro, quien con otros cinco expedicionarios se había mantenido dentro del monte al Este de Alegría de Pío, decide también reemprender la marcha “rumbo a la salida del sol”, como él mismo apunta en frase hermosa y definitoria en su diario de campaña.
En la noche del 11 de diciembre, Fidel y sus dos compañeros alcanzan el lugar conocido como Alto de la Convenencia, y divisan una casa campesina. Fidel decide esperar el día siguiente antes de descubrir la presencia del grupo, y mantener durante todo ese tiempo una observación permanente de la casa. Puede más el instinto guerrillero que el hambre y la sed. Otra lección que nos da.
Durante toda la madrugada y parte del día 12, bajo un intermitente aguacero, Fidel y sus dos compañeros se turnan en la observación de la casa. Están apostados en el monte, a menos de 200 metros, en la cima de una pequeña elevación. A esa distancia, la vivienda y sus moradores parecen estar al alcance de la mano a través de las miras telescópicas de los fusiles.
En esa espera ociosa, bajo una fría llovizna casi constante, el día transcurre con desesperante lentitud. Los tres hombres conversan. Fidel habla largamente del futuro, en términos tan optimistas que a sus compañeros parecen incongruentes con la situación en que se encuentran. Faustino recordaba que fue ese día cuando le oyó decir a Fidel por primera vez la frase de Martí que tantas veces ha citado a lo largo de su vida: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Otro rasgo distintivo de la personalidad de Fidel Castro que no puede desconocerse: su desprecio absoluto por la gloria, por la fama, por el juicio de la historia, por el qué dirán, su carencia total de vanidad.
A las 4:00 de la tarde no se ha observado nada que resulte sospechoso. La familia campesina se ha dedicado a sus ocupaciones normales. A esa hora Fidel ordena a Faustino que baje hasta la casa a buscar información, y le dice que pida comida para 20 o 25 hombres con el fin de desorientar con relación al tamaño del grupo expedicionario. Al poco rato ya están reunidos de nuevo en la vivienda.
El dueño de la casa se llama Daniel Hidalgo, y su esposa Cota Coello. Al conocer quiénes son los que han llegado, ofrecen sin vacilación lo poco que tienen. Esa tarde los combatientes sacian su hambre vieja con lechón y vianda, y toman agua por primera vez en siete días. Universo, que había dejado sus botas en la precipitada retirada de Alegría, consigue un par de alpargatas en la casa, lo cual le permite botar los mazos de hierba que tiene metidos en las medias.
Fidel interroga a los campesinos. Estos le informan todo lo que han oído decir sobre el desembarco y los crímenes que han cometido los guardias con los expedicionarios. Aunque Cota Coello les propone primero ingenuamente que se presenten, pues el Ejército ha regado volantes en los que asegura que se respetará la vida de los expedicionarios, al reafirmarles Fidel tajantemente que su intención es llegar a la Sierra Maestra, los campesinos le explican en detalle los mejores caminos que pueden seguir para internarse en la montaña.
Es de suponer la impresión que han de haber causado en el ánimo de Fidel, Faustino y Universo las noticias sobre la total dispersión del destacamento expedicionario, y sobre los asesinatos de tantos compañeros tan queridos. Aunque el Ejército ha dicho que han muerto en combate, es imposible ocultar a la población campesina de la zona la verdad de los crímenes realizados prácticamente ante sus propios ojos. Las versiones reales de los hechos se han regado ya por la montaña como pólvora.
La familia Hidalgo Coello no forma parte de la red campesina creada por Celia Sánchez para recibir el desembarco. Ni son militantes del Movimiento 26 de Julio, ni han participado jamás en actividades políticas. Estos primeros campesinos con los que topa Fidel después de Alegría de Pío, son simplemente gente humilde y trabajadora, víctima, como toda su clase, de la explotación de los latifundistas y especuladores y del atropello de la Guardia Rural, y naturalmente sensibles, en consecuencia, cuando se trata de ayudar a alguien que viene a luchar contra lo que ellos quizás hubieran luchado. A muchos como ellos se debe también en gran parte el hecho de que una buena cantidad de expedicionarios hayan salvado sus vidas.
No voy a detenerme en las vicisitudes de los días siguientes. Baste decir que al cabo Fidel hace contacto con la red campesina preparada en la zona por gestiones de Celia Sánchez para el recibimiento de la expedición, y con uno de sus principales organizadores, Guillermo García, quien lo conduce finalmente al amparo seguro de la finca de Ramón Pérez Montano, Mongo Pérez, en Cinco Palmas.
Este lugar es el escenario del momento que a mi juicio retrata inequívocamente al Comandante en Jefe: el momento en que se produce su reencuentro con Raúl en la finca de Mongo Pérez, dos semanas después de haber ocurrido la sorpresa y dispersión del destacamento expedicionario en Alegría de Pío. Imaginemos la escena de aquel emocionado abrazo.
Ninguno de los dos hermanos conocía con certeza cuál había sido el destino del otro, si había logrado escapar de Alegría de Pío y sobrevivir, si no habían sido después capturados y tal vez asesinados, si en la inmensidad de la Sierra podrían volver a reunirse. Sin duda el azar tuvo algo que ver con el hecho de que se produjera tan rápido este feliz reencuentro, pero sin duda también factores determinantes fueron la voluntad de luchar, el tesón, la confianza y el arrojo que nunca abandonaron a ninguno de los dos aun en las más difíciles circunstancias. Esto dice mucho y debiera decir mucho a nuestros enemigos, una de cuyos mayores errores a lo largo de estos 50 años de agresiones y bloqueo ha sido no ser capaces de sacar lecciones de la historia.
Es en ese momento cuando se produce el diálogo ya histórico entre Fidel y Raúl. En medio de la emoción del reencuentro, lo primero que Fidel pregunta a Raúl es:
— ¿Cuántos fusiles traes?
—Cinco —le contesta Raúl.
— ¡Y dos que tengo yo, siete! ¡Ahora sí ganamos la guerra!
Muchos de los presentes, incluido tal vez el propio Raúl, habrán pensado que este hombre se había vuelto loco como resultado de todo lo ocurrido. Pero en esa frase, suprema e inequívoca demostración de la confianza en las ideas, en el pueblo y en el valor de la lucha misma, está contenida la esencia de Fidel Castro. No haría falta decir más.
No quisiera, sin embargo, dejar de aprovechar esta oportunidad para referirme al hecho de que, durante muchos años, la falta de precisión histórica o historiográfica de los hechos de aquellos días fundacionales de diciembre de 1956, dio pie al surgimiento de mitos e imprecisiones en torno a esos hechos. Es el caso, por ejemplo, de la declaración oficial del 5 de diciembre como el Día del Constructor, en homenaje a Armando Mestre y a su presunta muerte ese día, cuando en realidad Mestre fue asesinado el 8 de diciembre. Y es el caso del mito mayor, que todavía hoy persiste y se empeña en mantener vigencia en muchos cubanos, que es el mito de los Doce.
Nunca fueron 12 los expedicionarios sobrevivientes y decididos a proseguir la lucha. A Cinco Palmas llegaron primero, el 16 de diciembre, tres expedicionarios: Fidel, Faustino Pérez y Universo Sánchez. Dos días después, el 18 de diciembre, llega el grupo encabezado por Raúl Castro y compuesto además por los expedicionarios Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras, René Rodríguez y Armando Rodríguez. Es el momento cuando, reunidos ocho hombres, se produce el diálogo al que ya me he referido.
Y tres días después, el 21 de diciembre, acuden al reencuentro los hombres que han seguido a Juan Almeida tras la dispersión, entre los que se cuentan, nada más y nada menos, además del propio Almeida, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos y Ramiro Valdés. Completan este grupo de seis combatientes Pancho González y Reynaldo Benítez. Poco después, todavía en Cinco Palmas, Faustino Pérez baja al llano enviado en misiones por Fidel y se incorpora al grupo el expedicionario Calixto Morales, dispersado en Alegría junto con otros dos combatientes.
La aritmética no miente: tres que llegan con Fidel, más cinco que llegan con Raúl hacen ocho, más seis que llegan con Almeida hacen 14, más Calixto Morales hacen 15. En camino hacia el reagrupamiento hay otros seis expedicionarios: Rafael Chao, quien anda con Guillermo en el rescate de armas dispersas, Calixto García y Carlos Bermúdez, que esperan en Manacal la orden de Fidel de reunirse, y Julito Díaz, Luis Crespo y José Morán, que se incorporarán el 28 de diciembre en La Catalina, tras la salida de Cinco Palmas, para completar el total de 21 expedicionarios reagrupados. Como se ve, nunca fueron 12. La historia del origen de este mito es más complicada y no cabe en esta intervención.
En sentido general, en lo que respecta a todo el episodio del desembarco, hay que decir, a fuerza de repetir un lugar común, pero que muchas veces se olvida, que este momento cimero de la lucha del pueblo cubano demuestra que la realidad —con su ínsito contenido cotidiano de heroísmo y esfuerzo, de tragedia y alegrías— puede superar con creces a la ficción. En el caso de la expedición del Granma, estamos en presencia de una verdadera epopeya, con la diferencia de que no ha sido necesaria la imaginación de un autor para crearla. Se creó a sí misma a partir de aquella mañana de diciembre de 1956, gracias a la decisión de Fidel y un grupo de hombres dispuestos como él a dar la batalla definitiva por la tan ansiada liberación de la patria.
Permítanme terminar citando el siguiente fragmento del editorial del periódico Granma el 2 de diciembre de 1981: “El Granma nos enseña el valor del sacrificio, la importancia del esfuerzo, la trascendencia de la confianza —confianza en el triunfo y confianza en el pueblo—, la significación de las ideas y los principios, la efectividad del arrojo, el poder de la voluntad, el alcance de la entereza, la fuerza del coraje y el peso de la decisión”. Pienso que estas palabras resumen de manera elocuente la enseñanza que se deriva de este heroico episodio de las luchas revolucionarias del pueblo cubano, y el mensaje que ha sido mi intención trasmitir en la tarde de hoy.
Son esos mismos valores, precisamente, los que podemos encontrar en la conducta de Fidel durante esos días difíciles y luminosos del desembarco, y que retratan fielmente esa personalidad inigualable e irrepetible que los cubanos hemos tenido el privilegio de seguir durante medio siglo y confiamos en continuar siguiéndolo ahora que, como todos esperamos y como está ocurriendo en realidad, se recuperará plenamente de esta última trampa alevosa que le tendió la vida.
Muchas gracias.
Nota
1 Conferencia dictada en el Centro Dulce María Loynaz, La Habana, diciembre de 2006.
El amigo y colega Raúl Rodríguez la O me ha puesto en el difícil compromiso de venir hoy ante tan exigente auditorio para hablarles nada menos que de Fidel Castro en el desembarco del Granma, y hacerlo precisamente en el contexto del aniversario 50 del desembarco y el comienzo de la guerra revolucionaria en las montañas de la Sierra Maestra y de la celebración del cumpleaños 80 del Comandante en Jefe. Menudo compromiso. Vamos a ver cómo lo enfrento con la ayuda de ustedes.
Hoy no haré el recuento de los hechos del desembarco y de los días inmediatamente posteriores. Es una historia bastante conocida ya por ustedes y por todo nuestro pueblo. Me detendré en varios momentos de esa historia en los que por alguna u otra razón destella algún rasgo de la personalidad del Comandante en Jefe, para tratar de extraer de allí alguna conclusión o experiencia.
Me parece que habría que detenerse primero en la concepción misma de la expedición del Granma y cómo ella retrata las cualidades necesarias para hacer efectiva la estrategia diseñada.
Desde antes del Moncada, la Sierra Maestra figuraba en el pensamiento de Fidel, como el escenario propicio para el desarrollo de una lucha armada destinada a la derrota y derrocamiento del régimen ilegítimo, brutal y reaccionario de Fulgencio Batista. No solo se trataba de un territorio relativamente amplio y de caracterís¬ticas topográficas ideales para ese tipo de campaña. Situada en la provincia de Oriente, baluarte tradicional de la rebeldía popular, y poblada por un campesinado disperso que constituía la muestra más elocuente de la explotación y el atraso del pueblo, la Sierra Maestra reunía también condiciones sociales muy favorables para el desarrollo vigoroso de la lucha revoluciona¬ria, en la forma y con los métodos en que se concebía por el jefe del Movimiento 26 de Julio.
Fidel nunca dudó de la capacidad de una fuerza rebelde para sostener una contienda exitosa, en el plano militar, en las montañas de Oriente. Estaba convencido de que el dictador no podía ignorar ni tolerar el desarrollo de un núcleo guerrillero activo en una zona cualquiera del territorio del país, por aislada y remota que esta fuera, pues su existencia impune tendería a desmoralizar al aparato militar de la tiranía —pilar fundamental del régimen de Batista— y catalizaría la resistencia popular y la lucha de las masas. El ejército enemigo se vería obligado a desplazarse a la montaña para tratar de liquidar la presencia rebelde, pero su inmensa superioridad en hombres y recursos tendría una incidencia secundaria en un tipo de guerra en la cual la fuerza guerrillera conocería íntimamente el terreno, contaría con la información y el apoyo de la población campesina e impondría sus tácticas a los tradicionales esquemas y maneras de un ejército regular. La misma dinámica de las victorias militares, cada vez más significativas de los rebeldes, impulsaría al enemigo a ir comprometiendo sus mejores fuerzas para lograr la destrucción de la guerrilla, ayudando así a crear las condiciones para su derrota. En la Sierra Maestra quedaría demostrado que, en el contexto de aquel momento histórico en Cuba, resultaba posible mediante la acción guerrillera derrotar militarmente a la tiranía y provocar, en consecuencia, el colapso del régimen castrense y la toma revolucionaria del poder.
En la elaboración de esta estrategia influyeron no pocos rasgos distintivos de la personalidad de Fidel Castro. Sería tema para todo un libro. Aquí me limitaré solamente a enumerar algunos. En primer lugar, su marcado valor personal. Otro temperamento menos arrojado hubiese concebido una estrategia de menor confrontación. En segundo lugar, su tenacidad, su indoblegable voluntad de superar cualquier obstáculo para conseguir el objetivo buscado. En tercer lugar, su decisión y voluntad de lucha, su disposición a enfrentar los rigores de una guerra en la montaña. En cuarto lugar, su confianza, confianza en sí mismo, confianza en las ideas, confianza en el pueblo, confianza en el valor de la lucha. En quinto lugar, su íntimo conocimiento de la historia nacional, de sus tradiciones, de los avatares y glorias de la gesta por la independencia y las luchas sociales en la república neocolonial; de la ética de Martí, de la energía de Gómez y la intransigencia de Maceo, del antimperialismo de Mella y Guiteras, de la prédica cívica de Chibás.
Sin esos rasgos y antecedentes personales y otros que pudieran mencionarse no es posible explicar el diseño de la estrategia certera que condujo a la victoria revolucionaria del 1º de enero y al camino triunfante de la Revolución Cubana hasta hoy.
Ese arrojo al que he hecho referencia se hace evidente en la decisión misma de venir en esa cáscara de nuez sobrecargada que era el yate Granma, desafiando los mares tempestuosos de noviembre y el peligro bien tangible de ser interceptado, decisión en la cual, por supuesto, también interviene otro rasgo definitorio de la conducta de Fidel, que no por conocido debo dejar de señalar: la ética de cumplir a toda costa con un compromiso adquirido, en este caso el compromiso de que “en 1956 seremos libres o seremos mártires”.
El desembarco y el inicio de la acción armada guerrillera ocurren en las circunstancias más desfavorables que puedan imaginarse. Están precedidos por siete días de penosa navegación, siete días de hacinamiento, hambre, sed, mareo, debilitamiento físico. Están inaugurados por lo que fue en realidad, más que un desembarco, un naufragio, como lo calificó el Che con su habitual filo irónico, por el enfrentamiento al infierno de la ciénaga y el mangle, el primer enemigo que debieron derrotar los expedicionarios. No sé cuántos de ustedes habrán tenido la oportunidad de conocer el lugar donde se produjo el desembarco. Pero sí puedo decirles que quien no haya caminado a lo largo de la pasarela construida después del triunfo de la Revolución a través del manglar de Los Cayuelos, es incapaz de imaginar lo que debe haber significado esta primera prueba para hombres ya exhaustos por esos siete penosos días de travesía.
El lecho fangoso del manglar es movedizo y traicionero. Las aguas forman un caldo espeso, pestilente y tibio. Pero la lucha de quienes desembarcaron no fue solo contra el fango y contra el agua. Tuvieron que luchar, también y sobre todo, contra el mangle. Resulta imposible avanzar en línea recta. La red de raíces se hace impenetrable. Los pies se enredan bajo el agua cenagosa; las armas y equipos se traban en las ramas. El camino se hace aéreo y la marcha es un agotador acto de acrobacia, por encima de las raíces y las ramas.
No hay punto de apoyo posible en esta marcha. Las manos no tienen asidero que no lacere o perfore. Las espinas y los filos de las hojas desgarran los uniformes y la piel. Una nube de jejenes y mosquitos se cierne sobre cada uno de los hombres y los azota sin descanso.
Cada metro que se gana es una victoria de la voluntad para los extenuados combatientes. Casi cuatro horas demoran los expedicionarios en atravesar estos 1500 metros de infierno y pisar la tierra firme. Han vencido esta primera y durísima prueba, pero pronto les espera otra tan difícil, pues el camino hacia la distante Sierra, meta del destacamento, los conduce a transitar durante los dos días siguientes por la peor superficie sobre la que un hombre pueda caminar, lo que los cubanos conocemos como el diente de perro.
La configuración del diente de perro resulta sumamente ingrata para el tránsito del hombre. Los filos y las puntas de esta roca laceran los pies y destrozan cualquier tipo de calzado. Una caída al caminar sobre tan escabrosa superficie puede tener peligrosas consecuencias. Es difícil sostener la vida humana por un tiempo prolongado en este terreno agresivo. A la ausencia de agua se añade la escasez de una fauna comestible por el hombre. Solo los cangrejos, dueños absolutos de la roca, y algunas especies de reptiles, pueden calmar el hambre de quien se aventura por estos parajes desolados, donde la presencia humana apenas ha dejado una huella sensible.
Tres días dura esta tercera prueba, y también es vencida, pero al precio del agotamiento extremo. Así llegan los expedicionarios al lugar que tiene ese nombre singular e incongruente de Alegría de Pío. Dicen que porque el primer colono que tuvo el valor de asentarse allí era un español nombrado Pío, muy aficionado al aguardiente, quien en sus visitas a Niquero entraba en su caballo, ya bien sazonado por sus libaciones durante el largo camino, cantando alegremente a voz en cuello, al punto que los vecinos del pueblo comenzaron a comentar: “Ahí viene Pío con su alegría”, frase que luego se transformó en “Ahí viene Pío de su Alegría”.
El caso es que aquí, tres días después del desembarco, el 5 de diciembre, sobreviene la catástrofe. El destacamento expedicionario es sorprendido por el enemigo en un lugar que no era el más idóneo para haber establecido campamento, y se origina un encuentro sorpresivo y un combate cuyo desenlace es la dispersión total de la tropa revolucionaria.
En la dispersión inicial que se produce, los expedicionarios quedan divididos en 28 grupos. Trece combatientes quedan solos; entre ellos, Juan Manuel Márquez, el segundo jefe del destacamento. Ocho de los grupos están compuestos solo por dos o tres combatientes. No resulta posible para cada uno de ellos por separado conocer la magnitud del desastre. No les es posible saber si Fidel ha sobrevivido. A pesar de todo, muchos reafirman la decisión de cumplir hasta el final la orden del jefe: llegar a la Sierra Maestra y empezar la lucha armada guerrillera. En todo caso, comienza para cada uno de ellos la odisea de la supervivencia.
Todo parecía perdido. Sin embargo, una vez más prevaleció la voluntad sembrada en esos hombres por Fidel. Como alguien dijo una vez, una de las cualidades definitorias de Fidel es la convicción de que no ha ocurrido una derrota hasta que esta no es aceptada, a lo que yo añadiría su innata capacidad para convertir cualquier revés en victoria. Alegría de Pío es un ejemplo claro.
Detengámonos ahora en lo que ocurre con Fidel, porque me parece que esos cinco días posteriores a la dispersión retratan, de manera perfecta, las cualidades del jefe revolucionario, que es en definitiva lo que nos interesa resaltar en esta exposición.
En la dispersión de Alegría de Pío, Fidel queda acompañado solamente por otros dos expedicionarios: Faustino Pérez y Universo Sánchez. Al amanecer del día siguiente, Fidel y sus dos compañeros discuten qué hacer. Aunque Fidel está preocupado por la suerte del destacamento y quisiera salir a buscar al personal disperso con el fin de reagruparlo, comprende lo inútil de ese intento. Resulta muy improbable encontrar a nadie dentro de aquel mar de caña o ese inconmensurable monte que se extiende más allá, sin correr a su vez el riesgo de ser descubierto. Confía, además, en que todos aquellos que hayan logrado escapar y tengan la suerte de no ser capturados o caer en emboscadas, cumplirán su orden de marchar hacia la Sierra. Ya una vez allí, el reagrupamiento es más factible.
Los criterios están divididos en cuanto a la mejor ruta a seguir. Fidel prefiere permanecer en el monte y moverse dentro de él hacia el Este, en busca de la Sierra, aprovechando el amparo de la espesura y la poca probabilidad de que los guardias enemigos se aventuren dentro del bosque. Faustino, apoyado por Universo, argumenta que en la caña, y no en el monte, es donde podrán encontrar con qué calmar el hambre y la sed. Discuten pero no se ponen de acuerdo. Fidel se irrita ante la testarudez de sus compañeros, y decide ir por aquella dirección que propone Faustino, a pesar de que le parece desatinada y suicida. El propio Fidel ha comentado que en esa ocasión se dejó llevar por el enojo, más que por la fría razón, y sacó de ahí la experiencia de que nunca un jefe debe actuar por impulso del disgusto.
En consecuencia, los tres combatientes salen de nuevo a los cañaverales. Cruzan algunos campos de caña nueva. Alrededor del mediodía, marchando por uno de esos campos de caña rala y baja, aparece un avión de exploración, que da vueltas en círculos alrededor de ellos a unos 500 metros de radio.
Fidel se percata de inmediato del peligro. Los tres hombres aceleran el paso. Delante de ellos hay un campo de caña demolido y tres matorrales de marabú, alineados hacia el Este a una distancia no mayor de 30 metros uno del otro. Se ocultan en el primero de ellos. El explorador, en efecto, ha avisado a la base aérea, de donde es enviada una escuadrilla de cazas provistos de cuatro ametralladoras calibre 50 en cada ala, que llegan en el preciso momento en que los tres expedicionarios alcanzan el primero de los matorrales de marabú.
Uno de los cazas, en vuelo rasante, ataca la tercera maleza, a 60 metros de distancia. Fidel ordena a sus dos compañeros abandonar de inmediato el matorral, de apenas 10 metros de diámetro, y correr a guarecerse a otro viejo campo de caña a pocos metros de distancia. Allí se tienden bajo las hojas y la paja. Casi al instante, los cazas ametrallan el matorral que habían abandonado, en pases sucesivos durante un tiempo que a los tres combatientes pareció infinito. La tierra tiembla ante el ruido ensordecedor y el impacto de los disparos de las ocho ametralladoras calibre 50 de cada aparato. Después de cada ametrallamiento, Fidel llama en voz alta a Universo y a Faustino, para cerciorarse de que aún están vivos e ilesos.
Los aviones vuelven a pasar y ametrallan exactamente el lugar que acaban de dejar. Un pase, otro, otro. Un breve lapso de minutos sin disparos les permite avanzar 30 o 40 metros hacia una caña más alta y cerrada. Es imposible alejarse más. Se hunden en la paja.
Al cabo cesa el ametrallamiento. Las avionetas de exploración se turnan ahora una tras otra vigilando el lugar desde muy baja altura. Los tres hombres se sepultan bajo las hojas y la paja de caña sin hacer movimiento alguno. Era de suponer que el enemigo enviaría patrullas de exploración para conocer el resultado del descomunal ataque aéreo y recoger los cadáveres que esperarían encontrar. Pero de allí no podían moverse sin el riesgo de ser detectados por las avionetas exploradoras.
Sobreviene entonces lo que el propio Fidel ha calificado como uno de los momentos más dramáticos de su vida. A pesar de la tensión del momento y el peligro en que se encuentran, el sueño lo quiere vencer. Es mucho el agotamiento físico y nervioso de los últimos días. Pero no está dispuesto a que los guardias lo sorprendan dormido e indefenso, como había ocurrido días después del asalto al cuartel Moncada. Al fin lo vence el cansancio, pero antes asegura la culata del fusil entre sus piernas dobladas, le quita el seguro al arma, oprime ligeramente con el dedo el primero de los dos gatillos —el que funge como suavizador para lograr una mayor precisión en el disparo— y apoya la punta del cañón debajo de la barbilla. En caso de que la exploración lo sorprenda dormido, el enemigo no podrá capturarlo vivo. Así duerme varias horas. Cuando despierta, ya la tarde está cayendo.
Llega el anochecer. Desde diversos puntos en la noche se escuchan frecuentes disparos. El lugar está evidentemente plagado de emboscadas. No es posible intentar siquiera el regreso al amparo del monte. La situación es crítica. Fidel toma una decisión. Esa noche, avanzarán al amparo de la oscuridad algunas decenas de metros en busca de alguna caña más tupida. Desde el amanecer se inmovilizarán bajo la paja de la caña para no ser descubiertos por la avioneta que incesantemente explora la zona durante el día; de noche aplacarán la sed y el hambre comiendo caña. Así lo harán el tiempo que fuere necesario, inmovilizados hasta que cese la intensa actividad enemiga al considerar limpia de combatientes el área. En la oscuridad, los tres hombres avanzan hasta un cañaveral más crecido, y de nuevo se sumergen en la paja. Ese día no han comido ni bebido absolutamente nada.
Cinco días se prolonga esta situación, cinco días de verdadera agonía para Fidel, Faustino y Universo. Cinco días durante los cuales los tres combatientes pasan cada una de las jornadas diurnas en una inmovilidad absoluta. Saben que mientras no delaten su presencia, es muy improbable que los guardias se decidan a registrar el interior de los cañaverales. Por eso toman infinitas precauciones para no hacer ruido alguno ni movimiento que pueda reflejarse en los tallos y las hojas de las cañas. Los músculos se entumen en esta inmovilidad interminable. Los cuerpos, fatigados, se acalambran.
Todavía no se ha disipado en el ánimo de Fidel el regusto amargo que ha dejado la dispersión y el revés sufrido. El jefe rebelde ignora cuántos expedicionarios pueden haber sido muertos o hechos prisioneros. Sabe, además, que la Sierra está lejos; que para llegar al abrigo que puede ofrecerle la montaña tienen que atravesar decenas de kilómetros de montes, cañaverales, estancias y potreros sembrados de peligros. Supone con buen juicio que el enemigo no está ocioso, y que habrá tomado todas las disposiciones que le permiten su poder y sus recursos para impedir que se le filtre entre las manos uno solo de los que han desembarcado días antes. Está consciente de que la persecución y la vigilancia estarán concentradas especialmente en él.
Sin embargo, su voluntad de seguir adelante, de llegar a la Sierra e iniciar la lucha siquiera con tres hombres, dos armas y menos de 150 balas, se reafirma a cada instante. Ahora lo que importa es ganar tiempo y hacer creer al enemigo que ha vencido, que él y aquellos de sus hombres que no están ni muertos ni presos, andan dispersos por el monte, hambrientos y desmoralizados, y que su aniquilamiento es cosa prácticamente asegurada.
El día 8 de diciembre, tres días después de la dispersión, mientras Fidel permanece sepultado e inmóvil bajo la paja de la caña, es una jornada terrible en la suerte de casi una veintena de expedicionarios.
Esa mañana, en la boca del río Toro, son asesinados José Smith, Ñico López, Cándido González, Miguel Cabañas y David Royo. Estos combatientes formaban parte del grupo más numeroso que logra reunirse después de la retirada de Alegría de Pío. Al día siguiente del combate, el grupo se divide y Smith y otros seis expedicionarios alcanzan la orilla de los farallones y empiezan la terrible caminata sobre el diente de perro hacia el Este. Al amanecer del día 8, exhaustos y arrebatados por el hambre y la sed, llegan a la casa de Manuel Fernández en Boca del Toro. Este campesino, conocido como Manolo Capitán, los convence de que, en las condiciones en que están, lo mejor es entregarse, pues se han dado garantías de sus vidas. Por la noche, en el mismo lugar y delatados por el mismo individuo que entregó al primer grupo en manos de los asesinos, son hechos prisioneros y ametrallados los expedicionarios Raúl Suárez, René Reiné y Noelio Capote.
Ese mismo día, tres de siete expedicionarios separados dos días antes de Smith y sus compañeros —Luis Arcos, Armando Mestre y José Ramón Martínez— son sorprendidos y capturados por una patrulla enemiga en el potrero de Salazar, cerca del río Toro, y conducidos al puesto de mando en el batey de Alegría. A la caída del sol, entre las cañas al Norte del batey, el Ejército captura a Andrés Luján, Jimmy Hirzel y Félix Elmuza. Estos seis prisioneros son sacados por la noche en una camioneta y muertos a tiros, con las manos atadas, en una sombría vereda del monte Macagual.
También esa noche René Bedia y Eduardo Reyes Canto caen acribillados a balazos en una emboscada tendida por los guardias en Pozo Empalado. Más al Norte, cerca de Media Luna, es posible que haya sido esa noche cuando Miguel Saavedra es asesinado tras haber sido hecho prisionero el día anterior.
Fidel no conocerá el trágico destino de estos compañeros hasta pasados varios días. El 8 de diciembre su mundo sigue siendo el del cañaveral donde se oculta. Su seguro instinto de combatiente le hace saber que debe multiplicar la vigilancia y el cuidado. A pesar de las penalidades a que se halla sometido, en su rígida voluntad de supervivencia para la lucha no caben el abatimiento y la desesperación que han llevado a algunos de los expedicionarios capturados a la rendición e, incluso, a la muerte. En la caña, Fidel resiste y espera.
Después de cinco días, los estómagos estragados niegan la esperanza de que el jugo de los pocos tallos que los combatientes se atreven a arrancar, después de roerlos con los dientes cuando un golpe de brisa mece las cañas, sea capaz de atenuar el hambre que los retuerce. Por las noches, la sed se aplaca a medias con el rocío de las hojas, que irritan con sus bordes afilados los labios y la lengua.
Las horas del día parecen detener su marcha. Enterrados en la paja, el calor los abrasa bajo el sol implacable del cañaveral. No pueden moverse, por temor a ser descubiertos en cualquier momento por la tenaz avioneta que no cesa su acecho, como una gris ave de rapiña. Están presos en una ardiente cárcel vegetal. Al caer la noche, por el contrario, el frío y la humedad les calan el cuerpo, pero al menos pueden agitarse un poco dentro de su encierro.
Apenas pueden hablar en susurros. Pero ese silencio forzoso es insoportable, y Fidel se pone a conversar quedamente sobre Cuba y sus planes revolucionarios para el futuro de victoria. No ha perdido la fe ni la confianza en el triunfo, oculto en un remoto cañaveral, acosado de cerca, prácticamente solo, hambriento y fatigado.
No es sino hasta el 10 de diciembre, cinco días después de la dispersión, cuando Fidel decide reemprender el camino hacia la Sierra. Significativamente, es ese mismo día cuando Raúl Castro, quien con otros cinco expedicionarios se había mantenido dentro del monte al Este de Alegría de Pío, decide también reemprender la marcha “rumbo a la salida del sol”, como él mismo apunta en frase hermosa y definitoria en su diario de campaña.
En la noche del 11 de diciembre, Fidel y sus dos compañeros alcanzan el lugar conocido como Alto de la Convenencia, y divisan una casa campesina. Fidel decide esperar el día siguiente antes de descubrir la presencia del grupo, y mantener durante todo ese tiempo una observación permanente de la casa. Puede más el instinto guerrillero que el hambre y la sed. Otra lección que nos da.
Durante toda la madrugada y parte del día 12, bajo un intermitente aguacero, Fidel y sus dos compañeros se turnan en la observación de la casa. Están apostados en el monte, a menos de 200 metros, en la cima de una pequeña elevación. A esa distancia, la vivienda y sus moradores parecen estar al alcance de la mano a través de las miras telescópicas de los fusiles.
En esa espera ociosa, bajo una fría llovizna casi constante, el día transcurre con desesperante lentitud. Los tres hombres conversan. Fidel habla largamente del futuro, en términos tan optimistas que a sus compañeros parecen incongruentes con la situación en que se encuentran. Faustino recordaba que fue ese día cuando le oyó decir a Fidel por primera vez la frase de Martí que tantas veces ha citado a lo largo de su vida: “Toda la gloria del mundo cabe en un grano de maíz”. Otro rasgo distintivo de la personalidad de Fidel Castro que no puede desconocerse: su desprecio absoluto por la gloria, por la fama, por el juicio de la historia, por el qué dirán, su carencia total de vanidad.
A las 4:00 de la tarde no se ha observado nada que resulte sospechoso. La familia campesina se ha dedicado a sus ocupaciones normales. A esa hora Fidel ordena a Faustino que baje hasta la casa a buscar información, y le dice que pida comida para 20 o 25 hombres con el fin de desorientar con relación al tamaño del grupo expedicionario. Al poco rato ya están reunidos de nuevo en la vivienda.
El dueño de la casa se llama Daniel Hidalgo, y su esposa Cota Coello. Al conocer quiénes son los que han llegado, ofrecen sin vacilación lo poco que tienen. Esa tarde los combatientes sacian su hambre vieja con lechón y vianda, y toman agua por primera vez en siete días. Universo, que había dejado sus botas en la precipitada retirada de Alegría, consigue un par de alpargatas en la casa, lo cual le permite botar los mazos de hierba que tiene metidos en las medias.
Fidel interroga a los campesinos. Estos le informan todo lo que han oído decir sobre el desembarco y los crímenes que han cometido los guardias con los expedicionarios. Aunque Cota Coello les propone primero ingenuamente que se presenten, pues el Ejército ha regado volantes en los que asegura que se respetará la vida de los expedicionarios, al reafirmarles Fidel tajantemente que su intención es llegar a la Sierra Maestra, los campesinos le explican en detalle los mejores caminos que pueden seguir para internarse en la montaña.
Es de suponer la impresión que han de haber causado en el ánimo de Fidel, Faustino y Universo las noticias sobre la total dispersión del destacamento expedicionario, y sobre los asesinatos de tantos compañeros tan queridos. Aunque el Ejército ha dicho que han muerto en combate, es imposible ocultar a la población campesina de la zona la verdad de los crímenes realizados prácticamente ante sus propios ojos. Las versiones reales de los hechos se han regado ya por la montaña como pólvora.
La familia Hidalgo Coello no forma parte de la red campesina creada por Celia Sánchez para recibir el desembarco. Ni son militantes del Movimiento 26 de Julio, ni han participado jamás en actividades políticas. Estos primeros campesinos con los que topa Fidel después de Alegría de Pío, son simplemente gente humilde y trabajadora, víctima, como toda su clase, de la explotación de los latifundistas y especuladores y del atropello de la Guardia Rural, y naturalmente sensibles, en consecuencia, cuando se trata de ayudar a alguien que viene a luchar contra lo que ellos quizás hubieran luchado. A muchos como ellos se debe también en gran parte el hecho de que una buena cantidad de expedicionarios hayan salvado sus vidas.
No voy a detenerme en las vicisitudes de los días siguientes. Baste decir que al cabo Fidel hace contacto con la red campesina preparada en la zona por gestiones de Celia Sánchez para el recibimiento de la expedición, y con uno de sus principales organizadores, Guillermo García, quien lo conduce finalmente al amparo seguro de la finca de Ramón Pérez Montano, Mongo Pérez, en Cinco Palmas.
Este lugar es el escenario del momento que a mi juicio retrata inequívocamente al Comandante en Jefe: el momento en que se produce su reencuentro con Raúl en la finca de Mongo Pérez, dos semanas después de haber ocurrido la sorpresa y dispersión del destacamento expedicionario en Alegría de Pío. Imaginemos la escena de aquel emocionado abrazo.
Ninguno de los dos hermanos conocía con certeza cuál había sido el destino del otro, si había logrado escapar de Alegría de Pío y sobrevivir, si no habían sido después capturados y tal vez asesinados, si en la inmensidad de la Sierra podrían volver a reunirse. Sin duda el azar tuvo algo que ver con el hecho de que se produjera tan rápido este feliz reencuentro, pero sin duda también factores determinantes fueron la voluntad de luchar, el tesón, la confianza y el arrojo que nunca abandonaron a ninguno de los dos aun en las más difíciles circunstancias. Esto dice mucho y debiera decir mucho a nuestros enemigos, una de cuyos mayores errores a lo largo de estos 50 años de agresiones y bloqueo ha sido no ser capaces de sacar lecciones de la historia.
Es en ese momento cuando se produce el diálogo ya histórico entre Fidel y Raúl. En medio de la emoción del reencuentro, lo primero que Fidel pregunta a Raúl es:
— ¿Cuántos fusiles traes?
—Cinco —le contesta Raúl.
— ¡Y dos que tengo yo, siete! ¡Ahora sí ganamos la guerra!
Muchos de los presentes, incluido tal vez el propio Raúl, habrán pensado que este hombre se había vuelto loco como resultado de todo lo ocurrido. Pero en esa frase, suprema e inequívoca demostración de la confianza en las ideas, en el pueblo y en el valor de la lucha misma, está contenida la esencia de Fidel Castro. No haría falta decir más.
No quisiera, sin embargo, dejar de aprovechar esta oportunidad para referirme al hecho de que, durante muchos años, la falta de precisión histórica o historiográfica de los hechos de aquellos días fundacionales de diciembre de 1956, dio pie al surgimiento de mitos e imprecisiones en torno a esos hechos. Es el caso, por ejemplo, de la declaración oficial del 5 de diciembre como el Día del Constructor, en homenaje a Armando Mestre y a su presunta muerte ese día, cuando en realidad Mestre fue asesinado el 8 de diciembre. Y es el caso del mito mayor, que todavía hoy persiste y se empeña en mantener vigencia en muchos cubanos, que es el mito de los Doce.
Nunca fueron 12 los expedicionarios sobrevivientes y decididos a proseguir la lucha. A Cinco Palmas llegaron primero, el 16 de diciembre, tres expedicionarios: Fidel, Faustino Pérez y Universo Sánchez. Dos días después, el 18 de diciembre, llega el grupo encabezado por Raúl Castro y compuesto además por los expedicionarios Ciro Redondo, Efigenio Ameijeiras, René Rodríguez y Armando Rodríguez. Es el momento cuando, reunidos ocho hombres, se produce el diálogo al que ya me he referido.
Y tres días después, el 21 de diciembre, acuden al reencuentro los hombres que han seguido a Juan Almeida tras la dispersión, entre los que se cuentan, nada más y nada menos, además del propio Almeida, Ernesto Guevara, Camilo Cienfuegos y Ramiro Valdés. Completan este grupo de seis combatientes Pancho González y Reynaldo Benítez. Poco después, todavía en Cinco Palmas, Faustino Pérez baja al llano enviado en misiones por Fidel y se incorpora al grupo el expedicionario Calixto Morales, dispersado en Alegría junto con otros dos combatientes.
La aritmética no miente: tres que llegan con Fidel, más cinco que llegan con Raúl hacen ocho, más seis que llegan con Almeida hacen 14, más Calixto Morales hacen 15. En camino hacia el reagrupamiento hay otros seis expedicionarios: Rafael Chao, quien anda con Guillermo en el rescate de armas dispersas, Calixto García y Carlos Bermúdez, que esperan en Manacal la orden de Fidel de reunirse, y Julito Díaz, Luis Crespo y José Morán, que se incorporarán el 28 de diciembre en La Catalina, tras la salida de Cinco Palmas, para completar el total de 21 expedicionarios reagrupados. Como se ve, nunca fueron 12. La historia del origen de este mito es más complicada y no cabe en esta intervención.
En sentido general, en lo que respecta a todo el episodio del desembarco, hay que decir, a fuerza de repetir un lugar común, pero que muchas veces se olvida, que este momento cimero de la lucha del pueblo cubano demuestra que la realidad —con su ínsito contenido cotidiano de heroísmo y esfuerzo, de tragedia y alegrías— puede superar con creces a la ficción. En el caso de la expedición del Granma, estamos en presencia de una verdadera epopeya, con la diferencia de que no ha sido necesaria la imaginación de un autor para crearla. Se creó a sí misma a partir de aquella mañana de diciembre de 1956, gracias a la decisión de Fidel y un grupo de hombres dispuestos como él a dar la batalla definitiva por la tan ansiada liberación de la patria.
Permítanme terminar citando el siguiente fragmento del editorial del periódico Granma el 2 de diciembre de 1981: “El Granma nos enseña el valor del sacrificio, la importancia del esfuerzo, la trascendencia de la confianza —confianza en el triunfo y confianza en el pueblo—, la significación de las ideas y los principios, la efectividad del arrojo, el poder de la voluntad, el alcance de la entereza, la fuerza del coraje y el peso de la decisión”. Pienso que estas palabras resumen de manera elocuente la enseñanza que se deriva de este heroico episodio de las luchas revolucionarias del pueblo cubano, y el mensaje que ha sido mi intención trasmitir en la tarde de hoy.
Son esos mismos valores, precisamente, los que podemos encontrar en la conducta de Fidel durante esos días difíciles y luminosos del desembarco, y que retratan fielmente esa personalidad inigualable e irrepetible que los cubanos hemos tenido el privilegio de seguir durante medio siglo y confiamos en continuar siguiéndolo ahora que, como todos esperamos y como está ocurriendo en realidad, se recuperará plenamente de esta última trampa alevosa que le tendió la vida.
Muchas gracias.
Nota
1 Conferencia dictada en el Centro Dulce María Loynaz, La Habana, diciembre de 2006.