El secreto de la inmortalidad
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Por qué será que tienes el don de ser el mío, el nuestro, el de todos. Por qué será que ante las dificultades te evocamos, para convertir el no en un sí, lo imposible en posible, lo errado en certero, la oscuridad en luz. Porque nos enseñaste a luchar en cualquier circunstancia; a levantarnos después de cada caída, y nos guiaste a puerto seguro, sin importar cuán revueltos estuvieran los mares.
Desde los días de la Sierra, el verde olivo ha sido la señal más visible, la sombra de un guerrero sin reposo. De allí, precisamente, el valor de la estrella de Comandante para este pueblo que alimenta su resistencia, a cuenta de su propia historia.
Cuando más lejos te sentimos, en aquellas horas interminables de la proclama que nos enmudeció a todos, volviste convertido en soldado de las ideas, en el compañero de todos, y tu mirilla telescópica se transformó en un arma de alcance universal para hacerle la guerra a la guerra, para marcar la diferencia entre la supervivencia y la existencia, para convertir el odio en amor. Entonces, ahora, ¿cómo no saberte eterno?
La semilla que sembraste ya no es país, brotó en Isla-universo, porque devolviste la dignidad a los tuyos y más allá, porque tu índice aún nos muestra el camino hacia un mundo mejor, porque eres un privilegiado de la historia, pues ningún otro pudo transformar tanto el mundo, y vivir para verlo.
Justo cuando se cumplen sus 98 años, sabemos que él anda por allí, en las velas que se encenderán, en las flores, en el empeño de muchos de hacer la tarea del día lo mejor posible.
Habrá quienes piensen que aún su alma y su espíritu nos protegen, y por qué no, si para algunos él es el «elegido de Obatalá», el «hijo de Dios» o «el enviado de Cristo», quizá por eso el mensaje místico de la simbólica paloma blanca que, desafiando la algarabía de millones, se posó en su hombro aquella octava noche del enero de la victoria, mientras él le señalaba el camino a todo un pueblo.
Los recuerdos no quedarán allí, y las leyendas de su pueblo tampoco. Se hablará del cartel con su imagen colocado, al día siguiente de su partida, en la mismísima posta tres por la cual entró a la historia aquella mañana de la Santa Ana, y de la singular paloma blanca que se llegó hasta allí, al igual que todo un pueblo, dispuesta a acompañarlo por más de tres horas, sin cambiar de posición, mirándolo fijamente, como si ella también tuviera mucho que agradecerle.
Muchos recordarán a un gigante hecho pueblo, a quien en más de una ocasión le tocó decidir entre el halcón y la paloma; pero por complicada que fuese la situación, siempre prefirió el candor, la pureza, la inocencia y la sencillez. No podía ser de otra forma quien vivió para el pueblo y no del pueblo.