10 de marzo, de la oscuridad a la luz
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Era una madrugada fría. Mandarria en mano, Camilo le asestó el primer golpe al muro con el que Fulgencio Batista, durante su tiranía, había pertrechado al tristemente célebre campamento de Columbia. Varios rebeldes, también armados con mazos, se le unieron. Luego operó el buldócer, que avanzó desde dentro hacia la calle.
Todavía sudoroso, a pesar del clima reinante, el Señor de la Vanguardia sostuvo una conversación con los periodistas allí presentes y les entregó una constancia escrita del momento, la cual saldría publicada en la prensa de la época: «2 y 40 de la madrugada del 10 de marzo de 1959. Después de 7 años de larga espera se derriban los muros afrentosos que levantó la tiranía dejando detrás de ellos la libertad conculcada, los derechos violados, la honra humillada.
«Finalizados estos 7 años de luto y sangre el pueblo representado por el Ejército Rebelde derriba esos muros residuos de esa tiranía y le dice a la ciudadanía: Otra posta más. Territorio Libre de Cuba. Camilo Cienfuegos».
SIETE AÑOS ANTES
En 1952 contendían por la presidencia de la república tres candidatos: el ortodoxo Roberto Agramonte, el auténtico Carlos Hevia y el sargento devenido general Fulgencio Batista. Mientras los dos primeros acaparaban casi las dos terceras partes de la intención de voto —obviamente entre ellos se iba a centrar la lucha en los comicios—, a Batista solo lo respaldaba el 10 % del electorado.
Sabiendo que no tenía posibilidad alguna, conocedor de que ya su gente comenzaba a emigrar hacia otros partidos, Batista perpetró un golpe de Estado a las 2:40 de la madrugada del 10 de marzo de 1952 y sumió al país en la oscuridad de la más cruel de las tiranías. Para granjearse el apoyo de Washington adoptó una política económica de choque, con el saldo de más de 600 000 desempleados, la cuarta parte de la fuerza laboral de entonces.
Disolvió además el congreso, derogó la progresista Constitución de 1940, lo que le permitió declarar ilegal cualquier huelga, y el Código Electoral de 1943, que garantizaba los derechos de las minorías. Centró su represión contra comunistas y ortodoxos. Eliminó las tímidas medidas contra la discriminación racial que había promulgado el derrocado gobierno.
Un joven abogado, Fidel Castro, caracterizó enseguida la asonada: «¡Revolución no, zarpazo! Patriotas no, liberticidas, usurpadores, retrógrados, aventureros sedientos de oro y poder. No fue un cuartelazo contra el presidente Prío, abúlico, indolente; fue un cuartelazo contra el pueblo, vísperas de elecciones cuyo resultado se conocía de antemano».
Fidel presentó además una denuncia ante los tribunales para que se condenase a Batista y su camarilla de haber cometido, con el golpe de Estado, un gravísimo delito anticonstitucional. El sistema judicial se plegó ante la tiranía y esta continuó burlándose de las leyes. No había otra opción contra la dictadura que la lucha armada.
Con el devenir de los días, se evidenció que el retorno de Batista era el regreso de la tortura y la ley de fuga. La policía disparó a mansalva contra el estudiantado y el joven Rubén Batista cayó mortalmente herido. A una gloria deportiva de Cuba, Jorge Agostini, lo asesinaron en plena vía pública. Cincuenta y cinco prisioneros en el asalto al cuartel Moncada fueron torturados y ultimados, junto a más de una docena de civiles que nada tenían que ver con la acción armada.
La lista de víctimas del terrorismo de Estado creció con los años. A cuatro líderes estudiantiles desarmados, entre ellos el presidente de la FEU, los masacraron a sangre fría en el edificio de Humboldt 7. Veinte expedicionarios del Granma, tras ser aprehendidos, fueron ultimados. Quince expedicionarios del Corynthia corrieron igual suerte.
Los crímenes en las ciudades se multiplicaban. A Josué País, en Santiago de Cuba, y a Ramoncito Rodríguez López, en La Habana, quienes aún no habían cumplido 20 años, los remataron a la vista de todos, tras caer heridos. Cinco mujeres (Aleida Fernández, las hermanas Cristina y Lourdes Giralt, Lidia y Clodomira) fueron asesinadas: a las tres primeras, la tiranía nunca pudo probarles participación alguna en la lucha insurreccional.
Tal como alertara Fidel, en 1952 hubo tirano otra vez, pero también hubo otra vez Mellas, Trejos y Guiteras. Hubo opresión en la Patria, pero en 1959, todo un pueblo, en pie de lucha, derrocó la tiranía. Y hubo otra vez, libertad.
NO SOLO DERRUMBAR MUROS
La Revolución no se detuvo. El 14 de septiembre de 1959 cumplía uno de sus más caros sueños: la entrega del campamento de Columbia (renombrado Ciudad Libertad) al Ministerio de Educación para su transformación en centro escolar.
«Hacía mucho tiempo que estábamos deseando esta oportunidad, y de todos los actos y de todos los hechos que hemos vivido desde que iniciamos esta lucha revolucionaria, ningún momento más feliz para nosotros que este», decía Fidel en su discurso de ese memorable día, ante miles de niños.