La cultura, corazón del humanismo revolucionario
Дата:
08/12/2006
Источник:
La Jiribilla
Автор:
La cultura constituye la especificidad del ser humano. No hay ni un hombre, ni una mujer sin cultura. Todo proceso revolucionario auténtico tiene que reconocerlo contra el elitismo de los sistemas sociales que imponen la cultura de algunos al conjunto de la sociedad. También se debe recordar que las numerosas expresiones que nacen de las culturas son fruto de una realidad inscrita en la humanidad misma. Como lo dice Aurelio Alonso: "La cultura no solo se puede concebir como la creación artística y literaria, sino como todo lo que tiene que ver con la espiritualidad humana" (1998, 57).
Se trata del conjunto de las representaciones de la realidad, tanto de las relaciones con la naturaleza como de las relaciones sociales, hasta las representaciones que permiten a los seres humanos interpretar el mundo, vivirlo y transformarlo, de recordar el pasado y de anticipar el futuro. Lejos de ser una simple superestructura, la cultura es, según las palabras de Maurice Godelier, el antropólogo francés, "la parte ideal de lo real".
La cultura no es superflua sino constitutiva del género humano, creador de valores y de ética. Dice Edgar Montiel: "El concepto es una manifestación teórica de la realidad" (2000, 56). La cultura no solamente refleja las relaciones que los seres humanos establecen con el ambiente físico y entre ellos mismos, sino que forman parte del proceso mismo de su construcción. Sin duda, no hay cultura sin vida física. Como lo decía ya en el siglo XIII Santo Tomas de Aquino: "Primum vivere et deinde filosofare", verdadero precursor de Carlos Marx. Sin embargo, el sentido de este mundo, siempre más descubierto por la mente humana como un pasaje del tiempo físico al biológico y finalmente al antropológico, en un proceso de larga evolución, no tendría existencia sin la emergencia de la cultura. Sí, la cultura es materia y la materia es cultura.
Esta bien claro que somos seres sociales, incapaces de manejar solos nuestras vidas. En búsqueda del “cómo”, nuestros antepasados organizaron el mundo y escribieron la historia, conscientes de que, de una manera u otra, somos responsables de lo que será el porvenir de las generaciones que nos siguieron. Así, la cultura es una construcción colectiva de la cual todos participan, cualquier sea la posición que ocupan en la sociedad. Cada ser humano crea cultura, pero no como individuo aislado sino en función de su posición social, étnica, de género, de clase social, siempre condicionado por su pertenencia.
Sin embargo, la cultura es también palabra y puede trascender el peso de las estructuras. El sabio puede inventar, el intelectual puede anticipar, el poeta puede soñar, el joven puede amar, el pobre puede gritar. La fuerza de la palabra es tremenda. Ella puede cambiar la suerte del mundo. "La historia me absolverá", decía Fidel Castro durante su juicio, y 50 años después es otro mundo el que conocemos en el continente, con cambios demasiado lentos por supuesto, pero que anuncian el fracaso del proyecto imperialista y el inicio de un nuevo periodo.
El símbolo de la palabra tiene un sentido aún más amplio. San Juan no dudó de empezar su evangelio escribiendo: “La palabra se hizo carne”. Seguramente eso significa que el símbolo no tiene realidad si no se transforma en materia, pero significa también que sin el símbolo la materia no tiene sentido. Es la palabra que da la vida. Es la Génesis, en un magnifico relato mítico; los elementos y los varios seres vivientes obtienen su existencia por el hecho de recibir un nombre. Nombrar es crear. La palabra daba al ser su realidad, hacía aparecer la vida. El símbolo se amplió en el texto, con toda su fuerza, cuando afirmó que el hombre es similar a Dios, significando que él también tiene la posibilidad de proferir una palabra. Cada ser humano disfruta de esta potencialidad, pero no siempre puede ejercerla, impedido por el entorno social. Es el papel de una revolución devolver a cada uno su derecho a la palabra, su capacidad creativa de nombrar, su posibilidad de actuar en solidaridad, creando estructuras económicas, sociales y políticas que lo permitan.
La cultura, como una corriente de agua, se introduce en todos los elementos de la vida colectiva, la lengua, las costumbres, las leyes, la tecnología, el arte, la religión y también la organización social y la política. Es por eso que ella forja la identidad. Cada grupo tiene su patrimonio cultural que lo especifica, nacional o socialmente. Es lo que confiere a la cultura no solamente un carácter diversificado, sino también, como lo dice Aurelio Alonso, “un aspecto de polivalencia” (1998, 84). La cultura participa en las contradicciones sociales y en su reproducción. Existen las culturas de los dominantes legitimando su posición social y las culturas populares que al lado del grito por la justicia, vehiculan también el machismo, el racismo y un pensamiento que identifica el símbolo a la realidad, lo que impide una acción eficaz para transformar las estructuras sociales y políticas.
Esta última consideración permite abordar el tema de la religión, la parte de la cultura que se refiere a lo sobrenatural. Las religiones participan del carácter ambiguo de la cultura. Carlos Marx lo había entendido bien, hablando de ellas como “el respiro de la criatura oprimida” y no solamente como “el opio del pueblo”. Sin duda, él habría reconocido el aspecto crítico de las estructuras de injusticia que se encontró en la lucha de los budistas asiáticos contra el colonialismo o en la resistencia de muchos musulmanes contra el imperialismo, y también la importancia de la teología de la liberación para el compromiso revolucionario de tantos cristianos en América Latina. En verdad estas características religiosas no borran todas las ambigüedades de las religiones, tales como la función de identidad exclusiva o el compromiso de las instituciones religiosas con los poderes políticos más reaccionarios.
De todas maneras, la religión es también un patrimonio de los pueblos, en particular de las clases populares. Como es un patrimonio vivo, es capaz de evolucionar. No se trata de absolutizar las formas de las religiones populares, sino de reconocer que ellas son portadoras de valores críticos de la lógica del capitalismo globalizado, en particular de la relación con la naturaleza, la “pacha mama” y la simbiosis entre el ser humano y la naturaleza y la solidaridad con el individualismo exacerbado del neoliberalismo.
Es bien claro que una verdadera revolución no puede ser sino también una revolución cultural. No se trata solamente de transformar estructuras económicas y políticas, sino también las representaciones que permiten su reproducción. Es un proceso dialéctico, que no puede aceptar una actitud voluntarista que imponga esquemas de pensamiento antes de haber creado las condiciones de su aceptación, pero que tampoco permite ignorar la “parte ideal de lo real” y su papel protagónico en la construcción de la utopía.
Es precisamente la utopía lo que caracteriza la actitud revolucionaria. Nada más peligroso que una revolución institucionalizada, que paraliza la utopía, esta utopía necesaria, como dice Paul Ricoeur, y que no es el equivalente de lo ilusorio, sino de lo que no existe hoy, pero podría existir mañana. Es esta la actitud que caracterizó al Che Guevara, nunca satisfecho del statu quo, también de la Revolución, siempre soñando futuros mejores, hasta entregar su vida, y muy crítico de la pérdida de pensamiento utópico en los países de “socialismo real”. Para el Che, sin embargo, no se trataba de una utopía desvinculada de lo real cotidiano. Él sabía que las utopías no caen del cielo, sino que se construyen colectivamente, tanto en “la Guerra de Guerrilla” como en el modelo económico. Para el Che, utopía significaba alternativas (Carlos Tablada, 2001, 73).
La Revolución Cubana comprobó el valor de la cultura en un proceso de cambio, pero también mostró la dificultad de su realización. Más de un millón de cubanos dejó el país, incapaces de abandonar sus privilegios de clases o de adoptar una nueva visión de la sociedad y del mundo, pero algunos de ellos por no ser aceptados ni integrados en el proceso por varias razones, incluso religiosas.
Es imposible describir en pocas palabras el aporte de la Revolución Cubana a la transformación cultural. La inspiración de José Martí ha tenido un papel central, poco entendido en el exterior del continente. Martí afirmaba la necesidad de la cultura, hasta de la poesía, para la vida de un pueblo. Lo fundamental fue redefinir el proyecto de sociedad y la organización de la economía en función del bien común y no del provecho capitalista. Significó un cambio profundo de los valores que consolidan la sociedad, no una transformación lineal, sino llena de muchos obstáculos, contradicciones y errores, pero constante. El proyecto se vio muy afectado en su aplicación concreta durante los años de predominio soviético, prácticamente paralizado durante el “periodo especial” y muy difícil de reanimar con la necesidad de sobrevivir en un océano capitalista. Sin embargo, él sobrevivió a todas las tempestades y últimamente resistió a la tentación de sacrificar los logros de la Revolución en la salud, la educación, el deporte, las expresiones culturales y la solidaridad internacional, al contrario de lo que pasó en otros países socialistas. Eso significa el respeto de valores, parte esencial de la cultura.
No se puede negar el hecho de que todo proceso social y cultural sea dialéctico. El olvido de esta realidad conduce al dogmatismo y a la ceguera, factores centrales de la caída del socialismo del Este europeo, a pesar de sus numerosos logros económicos y sociales. Por otro lado, la estrategia del adversario tiende también a crear rigidez y endurecimiento, en reacción de defensa. Cuba tampoco escapó a este proceso, pero en el dominio de las expresiones culturales se ha logrado desarrollar una resistencia eficaz, gracias a una apertura dinámica.
¿Cómo construir un proceso revolucionario, en el campo del arte, de la literatura, de la poesía, de la música, de la danza, evitando una instrumentalización política de la creación artística? Aurelio Alonso notaba, pocos años después del triunfo de la Revolución Cubana, que el mecanismo de selección de la creación artística en los países de economía capitalista era el mercado, pero que el socialismo no había creado una eficiente selección cultural, haciendo de ella una función estatal (1968). De hecho hemos conocido en países revolucionarios varias manifestaciones del llamado “arte socialista", que al contrario del pensamiento tradicional precapitalista no identificaba el símbolo con la realidad, sino la realidad con el símbolo. Me acuerdo que en un país con una cultura milenaria, como en el Viet Nam, se presentaba a la mujer vietnamita socialista en los espacios públicos bajo la apariencia de una verdadera azafata de Aeroflot.
Desde el principio de la Revolución, Fidel Castro tomó posiciones claras. En sus “Palabras a los intelectuales”, se opuso a los dogmatismos y sectarismos. Carlos Rodríguez, por su parte, afirmó muy temprano: “Si no vencemos al dogma, es él el que nos vencerá, contradiciendo el camino hacia la cultura amplia y noble del socialismo” (1997). Aun durante el periodo especial, Fidel afirmó que la cultura era la primera cosa a preservar.
Hasta el año 1976 fue el Consejo Nacional de Cultura el que coordinó los diversos sectores de las expresiones culturales, desde el teatro y el cine, hasta las casas de la cultura, asegurando el máximo de creatividad. Cuando se creó el Ministerio de Cultura, el nombramiento de Armando Hart y después de Abel Prieto aseguraron que los varios campos de creación cultural en Cuba no se burocratizaran. El no conformismo resultó ser la máxima contribución a la Revolución.
La Unión de Escritores, la Casa de las Américas, la Feria del Libro, los múltiples festivales, las numerosas revistas, pero también la formación de miles de instructores de arte para las escuelas primarias y secundarias y las casas de la cultura, evidencian la importancia atribuida a las expresiones culturales, a pesar de las dificultades materiales del país.
En el remake de la fábula de Félix María de Samariego “La cigarra y la hormiga”, Abel Prieto (1997) hizo una evocación del papel de la cultura en el proceso revolucionario. Los que cantan y los que producen y acumulan, dice Abel Prieto, se confunden en un solo individuo. "El pueblo cubano está compuesto de cigarras que cultivan la tierra y de hormigas que cantan". Es lo que muchos socialistas europeos entendían difícilmente. En el año 1963 tomé el famoso vuelo La Habana-Praga (del cual habla Roberto Fernández Retamar, cuando pasó dos días en Shannon, con el Che, a causa de una falla técnica). El avión estaba lleno de expertos del Este europeo que se preguntaban, con mucha inquietud, cómo era posible construir el socialismo en un país donde todos tocaban la guitarra.
Abel Prieto recordaba en este artículo que el arte tiene un papel crítico, que significa una reflexión polémica sobre el hombre y la sociedad. Él no ocultaba el hecho de que no se trata de una posición confortable y que la Revolución Cubana pasó también por momentos de contradicciones “fruto del Renacimiento español, del socialismo real y del pragmatismo yankee”. Todo lo contrario del pensamiento martiano, ahora felizmente desarrollado por el Instituto dirigido por Armando Hart y por los encuentros regulares que son consagrados al tema. La mejor definición del proyecto revolucionario en su dimensión utópica y realista, material y cultural, fruto de la fusión entre la cigarra y la hormiga, es la que daba Abel Prieto en el mismo escrito: “Prosperidad temperada de poesía”.
Sin duda queda mucho que hacer. Nadie pretende que la Revolución Cubana sea la Nueva Jerusalem. Muchos piensan con nuevos pasos y en el papel de la cultura. Los vientos de la globalización capitalista sacuden la “sardina roja”, para utilizar la palabra de Edgar Montiel. El imperio en declinación es capaz de hacer pagar duro su lenta agonía. Las sirenas del consumo irracional no paran de enviar sus mensajes con los turistas y la televisión. Sin embargo, la cultura revolucionaria, con su valoración del bien común y de la República, con su ética donde prevalece “el bien de todos”, con su capacidad de repensar el futuro y de expresarlo en la música, la danza, la poesía, el arte; con la recuperación de su historia y de su patrimonio, posee bases para afrontar los desafíos del nuevo siglo.
La sociedad y la cultura cubana pueden contribuir también a encontrar respuestas a la ola actual de pensamiento postmoderno donde la diversidad, los pequeños relatos, la historia inmediata, contradicen un proyecto de defensa de la humanidad, dejando abierto el camino del capitalismo como sistema mundial. No se trata de proponer un neo dogmatismo, sino de reconocer la pluralidad, la incertidumbre, el aleatorio, como lo dice Edgar Morin, sin abandonar metas de reconstrucción coherente después del drama ecológico, social y cultural del neo liberalismo, que felizmente ya pierde su credibilidad y su legitimidad.
La contribución que Cuba puede llevar a lo que Hugo Chávez llama el socialismo del Siglo XXI, tiene cuatro componentes principales. Primero, la utilización renovable de los recursos naturales, como lo recordó Fidel Castro en el mensaje de su 80 cumpleaños, lo que significa una visión renovada de la relación a la naturaleza. Después, una prioridad al valor de uso sobre el valor de cambio, objetivo de la Revolución, pero que supone el desarrollo de una cultura económica realmente postcapitalista. En tercer lugar, una democracia ampliada para la gestión colectiva de la sociedad, basada en una participación popular generalizada y finalmente la interculturalidad, dando la posibilidad a todas las culturas, a todos los componentes del saber, a las varias religiones, de contribuir a la construcción colectiva de la utopía. Quién podría ignorar el papel central de la creatividad artística. Garantía del humanismo revolucionario, expresión de la esperanza, consagración del amor del prójimo, ella anticipa la construcción del futuro. Como Guayasamín pasó de la expresión de los sufrimientos, del grito de los oprimidos, a la celebración de la ternura, la cultura del nuevo siglo tendrá de comprobar que otro mundo es posible.
Se trata del conjunto de las representaciones de la realidad, tanto de las relaciones con la naturaleza como de las relaciones sociales, hasta las representaciones que permiten a los seres humanos interpretar el mundo, vivirlo y transformarlo, de recordar el pasado y de anticipar el futuro. Lejos de ser una simple superestructura, la cultura es, según las palabras de Maurice Godelier, el antropólogo francés, "la parte ideal de lo real".
La cultura no es superflua sino constitutiva del género humano, creador de valores y de ética. Dice Edgar Montiel: "El concepto es una manifestación teórica de la realidad" (2000, 56). La cultura no solamente refleja las relaciones que los seres humanos establecen con el ambiente físico y entre ellos mismos, sino que forman parte del proceso mismo de su construcción. Sin duda, no hay cultura sin vida física. Como lo decía ya en el siglo XIII Santo Tomas de Aquino: "Primum vivere et deinde filosofare", verdadero precursor de Carlos Marx. Sin embargo, el sentido de este mundo, siempre más descubierto por la mente humana como un pasaje del tiempo físico al biológico y finalmente al antropológico, en un proceso de larga evolución, no tendría existencia sin la emergencia de la cultura. Sí, la cultura es materia y la materia es cultura.
Esta bien claro que somos seres sociales, incapaces de manejar solos nuestras vidas. En búsqueda del “cómo”, nuestros antepasados organizaron el mundo y escribieron la historia, conscientes de que, de una manera u otra, somos responsables de lo que será el porvenir de las generaciones que nos siguieron. Así, la cultura es una construcción colectiva de la cual todos participan, cualquier sea la posición que ocupan en la sociedad. Cada ser humano crea cultura, pero no como individuo aislado sino en función de su posición social, étnica, de género, de clase social, siempre condicionado por su pertenencia.
Sin embargo, la cultura es también palabra y puede trascender el peso de las estructuras. El sabio puede inventar, el intelectual puede anticipar, el poeta puede soñar, el joven puede amar, el pobre puede gritar. La fuerza de la palabra es tremenda. Ella puede cambiar la suerte del mundo. "La historia me absolverá", decía Fidel Castro durante su juicio, y 50 años después es otro mundo el que conocemos en el continente, con cambios demasiado lentos por supuesto, pero que anuncian el fracaso del proyecto imperialista y el inicio de un nuevo periodo.
El símbolo de la palabra tiene un sentido aún más amplio. San Juan no dudó de empezar su evangelio escribiendo: “La palabra se hizo carne”. Seguramente eso significa que el símbolo no tiene realidad si no se transforma en materia, pero significa también que sin el símbolo la materia no tiene sentido. Es la palabra que da la vida. Es la Génesis, en un magnifico relato mítico; los elementos y los varios seres vivientes obtienen su existencia por el hecho de recibir un nombre. Nombrar es crear. La palabra daba al ser su realidad, hacía aparecer la vida. El símbolo se amplió en el texto, con toda su fuerza, cuando afirmó que el hombre es similar a Dios, significando que él también tiene la posibilidad de proferir una palabra. Cada ser humano disfruta de esta potencialidad, pero no siempre puede ejercerla, impedido por el entorno social. Es el papel de una revolución devolver a cada uno su derecho a la palabra, su capacidad creativa de nombrar, su posibilidad de actuar en solidaridad, creando estructuras económicas, sociales y políticas que lo permitan.
La cultura, como una corriente de agua, se introduce en todos los elementos de la vida colectiva, la lengua, las costumbres, las leyes, la tecnología, el arte, la religión y también la organización social y la política. Es por eso que ella forja la identidad. Cada grupo tiene su patrimonio cultural que lo especifica, nacional o socialmente. Es lo que confiere a la cultura no solamente un carácter diversificado, sino también, como lo dice Aurelio Alonso, “un aspecto de polivalencia” (1998, 84). La cultura participa en las contradicciones sociales y en su reproducción. Existen las culturas de los dominantes legitimando su posición social y las culturas populares que al lado del grito por la justicia, vehiculan también el machismo, el racismo y un pensamiento que identifica el símbolo a la realidad, lo que impide una acción eficaz para transformar las estructuras sociales y políticas.
Esta última consideración permite abordar el tema de la religión, la parte de la cultura que se refiere a lo sobrenatural. Las religiones participan del carácter ambiguo de la cultura. Carlos Marx lo había entendido bien, hablando de ellas como “el respiro de la criatura oprimida” y no solamente como “el opio del pueblo”. Sin duda, él habría reconocido el aspecto crítico de las estructuras de injusticia que se encontró en la lucha de los budistas asiáticos contra el colonialismo o en la resistencia de muchos musulmanes contra el imperialismo, y también la importancia de la teología de la liberación para el compromiso revolucionario de tantos cristianos en América Latina. En verdad estas características religiosas no borran todas las ambigüedades de las religiones, tales como la función de identidad exclusiva o el compromiso de las instituciones religiosas con los poderes políticos más reaccionarios.
De todas maneras, la religión es también un patrimonio de los pueblos, en particular de las clases populares. Como es un patrimonio vivo, es capaz de evolucionar. No se trata de absolutizar las formas de las religiones populares, sino de reconocer que ellas son portadoras de valores críticos de la lógica del capitalismo globalizado, en particular de la relación con la naturaleza, la “pacha mama” y la simbiosis entre el ser humano y la naturaleza y la solidaridad con el individualismo exacerbado del neoliberalismo.
Es bien claro que una verdadera revolución no puede ser sino también una revolución cultural. No se trata solamente de transformar estructuras económicas y políticas, sino también las representaciones que permiten su reproducción. Es un proceso dialéctico, que no puede aceptar una actitud voluntarista que imponga esquemas de pensamiento antes de haber creado las condiciones de su aceptación, pero que tampoco permite ignorar la “parte ideal de lo real” y su papel protagónico en la construcción de la utopía.
Es precisamente la utopía lo que caracteriza la actitud revolucionaria. Nada más peligroso que una revolución institucionalizada, que paraliza la utopía, esta utopía necesaria, como dice Paul Ricoeur, y que no es el equivalente de lo ilusorio, sino de lo que no existe hoy, pero podría existir mañana. Es esta la actitud que caracterizó al Che Guevara, nunca satisfecho del statu quo, también de la Revolución, siempre soñando futuros mejores, hasta entregar su vida, y muy crítico de la pérdida de pensamiento utópico en los países de “socialismo real”. Para el Che, sin embargo, no se trataba de una utopía desvinculada de lo real cotidiano. Él sabía que las utopías no caen del cielo, sino que se construyen colectivamente, tanto en “la Guerra de Guerrilla” como en el modelo económico. Para el Che, utopía significaba alternativas (Carlos Tablada, 2001, 73).
La Revolución Cubana comprobó el valor de la cultura en un proceso de cambio, pero también mostró la dificultad de su realización. Más de un millón de cubanos dejó el país, incapaces de abandonar sus privilegios de clases o de adoptar una nueva visión de la sociedad y del mundo, pero algunos de ellos por no ser aceptados ni integrados en el proceso por varias razones, incluso religiosas.
Es imposible describir en pocas palabras el aporte de la Revolución Cubana a la transformación cultural. La inspiración de José Martí ha tenido un papel central, poco entendido en el exterior del continente. Martí afirmaba la necesidad de la cultura, hasta de la poesía, para la vida de un pueblo. Lo fundamental fue redefinir el proyecto de sociedad y la organización de la economía en función del bien común y no del provecho capitalista. Significó un cambio profundo de los valores que consolidan la sociedad, no una transformación lineal, sino llena de muchos obstáculos, contradicciones y errores, pero constante. El proyecto se vio muy afectado en su aplicación concreta durante los años de predominio soviético, prácticamente paralizado durante el “periodo especial” y muy difícil de reanimar con la necesidad de sobrevivir en un océano capitalista. Sin embargo, él sobrevivió a todas las tempestades y últimamente resistió a la tentación de sacrificar los logros de la Revolución en la salud, la educación, el deporte, las expresiones culturales y la solidaridad internacional, al contrario de lo que pasó en otros países socialistas. Eso significa el respeto de valores, parte esencial de la cultura.
No se puede negar el hecho de que todo proceso social y cultural sea dialéctico. El olvido de esta realidad conduce al dogmatismo y a la ceguera, factores centrales de la caída del socialismo del Este europeo, a pesar de sus numerosos logros económicos y sociales. Por otro lado, la estrategia del adversario tiende también a crear rigidez y endurecimiento, en reacción de defensa. Cuba tampoco escapó a este proceso, pero en el dominio de las expresiones culturales se ha logrado desarrollar una resistencia eficaz, gracias a una apertura dinámica.
¿Cómo construir un proceso revolucionario, en el campo del arte, de la literatura, de la poesía, de la música, de la danza, evitando una instrumentalización política de la creación artística? Aurelio Alonso notaba, pocos años después del triunfo de la Revolución Cubana, que el mecanismo de selección de la creación artística en los países de economía capitalista era el mercado, pero que el socialismo no había creado una eficiente selección cultural, haciendo de ella una función estatal (1968). De hecho hemos conocido en países revolucionarios varias manifestaciones del llamado “arte socialista", que al contrario del pensamiento tradicional precapitalista no identificaba el símbolo con la realidad, sino la realidad con el símbolo. Me acuerdo que en un país con una cultura milenaria, como en el Viet Nam, se presentaba a la mujer vietnamita socialista en los espacios públicos bajo la apariencia de una verdadera azafata de Aeroflot.
Desde el principio de la Revolución, Fidel Castro tomó posiciones claras. En sus “Palabras a los intelectuales”, se opuso a los dogmatismos y sectarismos. Carlos Rodríguez, por su parte, afirmó muy temprano: “Si no vencemos al dogma, es él el que nos vencerá, contradiciendo el camino hacia la cultura amplia y noble del socialismo” (1997). Aun durante el periodo especial, Fidel afirmó que la cultura era la primera cosa a preservar.
Hasta el año 1976 fue el Consejo Nacional de Cultura el que coordinó los diversos sectores de las expresiones culturales, desde el teatro y el cine, hasta las casas de la cultura, asegurando el máximo de creatividad. Cuando se creó el Ministerio de Cultura, el nombramiento de Armando Hart y después de Abel Prieto aseguraron que los varios campos de creación cultural en Cuba no se burocratizaran. El no conformismo resultó ser la máxima contribución a la Revolución.
La Unión de Escritores, la Casa de las Américas, la Feria del Libro, los múltiples festivales, las numerosas revistas, pero también la formación de miles de instructores de arte para las escuelas primarias y secundarias y las casas de la cultura, evidencian la importancia atribuida a las expresiones culturales, a pesar de las dificultades materiales del país.
En el remake de la fábula de Félix María de Samariego “La cigarra y la hormiga”, Abel Prieto (1997) hizo una evocación del papel de la cultura en el proceso revolucionario. Los que cantan y los que producen y acumulan, dice Abel Prieto, se confunden en un solo individuo. "El pueblo cubano está compuesto de cigarras que cultivan la tierra y de hormigas que cantan". Es lo que muchos socialistas europeos entendían difícilmente. En el año 1963 tomé el famoso vuelo La Habana-Praga (del cual habla Roberto Fernández Retamar, cuando pasó dos días en Shannon, con el Che, a causa de una falla técnica). El avión estaba lleno de expertos del Este europeo que se preguntaban, con mucha inquietud, cómo era posible construir el socialismo en un país donde todos tocaban la guitarra.
Abel Prieto recordaba en este artículo que el arte tiene un papel crítico, que significa una reflexión polémica sobre el hombre y la sociedad. Él no ocultaba el hecho de que no se trata de una posición confortable y que la Revolución Cubana pasó también por momentos de contradicciones “fruto del Renacimiento español, del socialismo real y del pragmatismo yankee”. Todo lo contrario del pensamiento martiano, ahora felizmente desarrollado por el Instituto dirigido por Armando Hart y por los encuentros regulares que son consagrados al tema. La mejor definición del proyecto revolucionario en su dimensión utópica y realista, material y cultural, fruto de la fusión entre la cigarra y la hormiga, es la que daba Abel Prieto en el mismo escrito: “Prosperidad temperada de poesía”.
Sin duda queda mucho que hacer. Nadie pretende que la Revolución Cubana sea la Nueva Jerusalem. Muchos piensan con nuevos pasos y en el papel de la cultura. Los vientos de la globalización capitalista sacuden la “sardina roja”, para utilizar la palabra de Edgar Montiel. El imperio en declinación es capaz de hacer pagar duro su lenta agonía. Las sirenas del consumo irracional no paran de enviar sus mensajes con los turistas y la televisión. Sin embargo, la cultura revolucionaria, con su valoración del bien común y de la República, con su ética donde prevalece “el bien de todos”, con su capacidad de repensar el futuro y de expresarlo en la música, la danza, la poesía, el arte; con la recuperación de su historia y de su patrimonio, posee bases para afrontar los desafíos del nuevo siglo.
La sociedad y la cultura cubana pueden contribuir también a encontrar respuestas a la ola actual de pensamiento postmoderno donde la diversidad, los pequeños relatos, la historia inmediata, contradicen un proyecto de defensa de la humanidad, dejando abierto el camino del capitalismo como sistema mundial. No se trata de proponer un neo dogmatismo, sino de reconocer la pluralidad, la incertidumbre, el aleatorio, como lo dice Edgar Morin, sin abandonar metas de reconstrucción coherente después del drama ecológico, social y cultural del neo liberalismo, que felizmente ya pierde su credibilidad y su legitimidad.
La contribución que Cuba puede llevar a lo que Hugo Chávez llama el socialismo del Siglo XXI, tiene cuatro componentes principales. Primero, la utilización renovable de los recursos naturales, como lo recordó Fidel Castro en el mensaje de su 80 cumpleaños, lo que significa una visión renovada de la relación a la naturaleza. Después, una prioridad al valor de uso sobre el valor de cambio, objetivo de la Revolución, pero que supone el desarrollo de una cultura económica realmente postcapitalista. En tercer lugar, una democracia ampliada para la gestión colectiva de la sociedad, basada en una participación popular generalizada y finalmente la interculturalidad, dando la posibilidad a todas las culturas, a todos los componentes del saber, a las varias religiones, de contribuir a la construcción colectiva de la utopía. Quién podría ignorar el papel central de la creatividad artística. Garantía del humanismo revolucionario, expresión de la esperanza, consagración del amor del prójimo, ella anticipa la construcción del futuro. Como Guayasamín pasó de la expresión de los sufrimientos, del grito de los oprimidos, a la celebración de la ternura, la cultura del nuevo siglo tendrá de comprobar que otro mundo es posible.