Nunca dije que no quería la paz: Entrevista con Página 12
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–¿La vía militar era la única opción para derrotar a Fulgencio Batista?
–En un momento, cuando ya estábamos en la Sierra Maestra y no éramos más de 200 hombres, los militares amenazaron con un golpe de Estado. Fue cuando Batista pensaba realizar algunas promesas democráticas y llamar a los partidos políticos. Nosotros seguíamos atentamente esos movimientos y les advertimos a los militares que seguiríamos la guerra. Teníamos mucho apoyo entre la población. Si se realizaba el golpe militar pensábamos poner condiciones. Queríamos que entregaran la provincia de Oriente y todas las armas que tenían allí. Entonces recién podríamos hablar de paz. Ésa era nuestra respuesta al golpe. Yo no decía que no quería la paz, ponía condiciones inaceptables.
–¿Compartían esa definición con los partidos políticos?
–En el llano, hasta el propio movimiento conspiraba con los soldados. Ellos no nos veían a nosotros como nos veíamos nosotros mismos. Nosotros nos veíamos como un pequeño ejército en desarrollo que un día derrotaría a un gran ejército. Ellos, nuestro propio movimiento, nos veían como un grupo que agitaba para debilitar al gobierno y que ello terminaría con una huelga general victoriosa o con un golpe militar por el que llegaría la victoria. La gente de nuestro movimiento pensaba que aquella guerra terminaría con una sublevación y luego con el derrocamiento de Batista. A medida que se desarrollaban los combates a nosotros nos quedaba claro que no nos podrían derrotar. Sólo nosotros confiábamos en triunfar militarmente.
–¿Cómo llegaron a esa convicción?
–Fuimos creciendo lentamente y acumulando armas. En un principio éramos 82. El primer combate lo dimos con 18 o con 20 armas. Varios días después derrotamos a un batallón de paracaidistas aguerridos. Nos persiguió una columna como de 300 hombres. Les hicimos un cerco. Nuestra ubicación en esa ocasión fue excelente. Lo fundamental en esta guerra es la experiencia. Si nosotros hubiéramos desembarcado del “Granma” con los 82 hombres en el lugar adecuado y no hubiera pasado lo que pasó, la guerra se hubiera acabado en ocho meses. Pronto descubrimos que cuando atacábamos a los cuarteles no siempre los tomábamos y teníamos bajas. Pero ese mismo enemigo en movimiento era débil. Descubrimos una regla de oro: que el enemigo es fuerte en su posición y muy débil fuera de ella. Que una columna de 300 hombres en las montañas tiene la fuerza de la escuadra que está delante.
–¿Por qué motivo?
–Porque ninguno de los que está detrás tira y tú liquidas a tu vanguardia. Aprendimos que no debíamos atacar por el frente sino por los costados. Después aprendimos otras cosas: tropa que cae en una emboscada cuando se retira se desmoraliza y se desorganiza totalmente. Así fuimos aprendiendo nuestras reglas, por ejemplo, la importancia de provocarlos, de hacer que se movieran. Siempre inventábamos alguna cosa para moverlos. Nosotros los engañamos muchas veces porque ellos no les informaban a sus tropas los golpes que recibían. Entonces volvían a caer en las mismas trampas.
–¿Qué características tenían los primeros combatientes?
–Cuando desembarcamos recibimos un golpe muy fuerte. De los 82 que desembarcaron había unos 40 que hubieran podido comandar una columna. No había militares de academia. Ellos actúan en virtud de cálculos. La última ofensiva que nos lanza el enemigo tenía 10 mil hombres, con tanques, artillería y aviones. Yo me quedaba siempre con los nuevos. Y siempre combatiendo. La escuela era el combate. Ninguno de los que se incorporaba había disparado nunca un tiro antes del combate. Toda la enseñanza era teórica, era enseñanza por mecanismos ópticos. Nunca disparaban. Mi papel fue el de entrenador. Yo gradué alrededor de 50 fusiles de mira telescópica en el “Granma”. Habíamos llegado a combinar de tal manera la técnica de la mirilla telescópica que poníamos un plato de perfil a 600 metros y a lo sumo luego de tres disparos lo rompíamos. Para demostrarles a los nuevos la eficacia de los disparos, ponía una botella a 200 metros, cerca de sus pies, y disparaba. Lo hacía yo. No se hacía a pulso, sino con apoyo en tierra. No recuerdo una sola bala que hubiera dado entre la botella y el compañero.
–¿Qué características le imprimieron Camilo Cienfuegos y el Che a la lucha armada?
–Camilo se incorpora más tarde. Che desde el principio. Che siempre aplicado, era buen tirador. Muy responsable, muy disciplinado. Él recibe unas clases de un español republicano, Bayo. Yo no iba mucho a esas clases. Lo que el Che aprendió de Bayo no le sirvió de nada en la Sierra. Bayo era un tipo simpático, afable. Para demostrar lo que puede la voluntad un día hizo una huelga de hambre de 20 días. Era un bárbaro. Un español de los tiempos del Cid Campeador. Con la guerra civil había intentado desembarcar en Mallorca. El Che y Camilo aprendieron de la experiencia. El Che tenía, entre otras características, la de ser muy valiente, muy audaz. Había que cuidarlo al Che. Si hacía falta un voluntario, el primero que se ofrecía siempre era el Che. Camilo no cargaba minas, iba más ligero. Che cargaba minas, a veces sobrecargaba a la columna. Camilo era otro tipo de personalidad. Era de un humor excepcional. Avanzaba pero no tenía esa determinación fría del Che. Che quería hacer cosas audaces que yo no le permitía. Él tenía el sueño de hacer la revolución en la Argentina. Era muy austero, tenía iniciativa.
–¿Tenía la posibilidad de encontrar las tareas apropiadas para cada uno?
–Todos éramos nuevos. Yo no sabía las características de cada uno. Es más fácil que Camilo cumpliera una misión a que esa misma misión la pudiera cumplir el Che. Camilo sirvió para el llano. Fue el primero que estuvo en el llano. Estuvo un día corriendo de aquí para allá, era muy bicho. Cuando la invasión de Bahía de los Cochinos (en 1962), Camilo llevó 90 hombres. Che 140. Ya eran veteranos. ¿Veteranos de qué? De los que derrotaron la ofensiva del ejército de Batista. La primera columna que hicimos fue la de Che. Luego hicimos las otras.
–¿No estaba en los planes la guerrilla urbana?
–No fue difícil que yo me diera cuenta de que la ciudad no era el lugar donde tenía que darse la batalla. Incluso durante el Moncada si no hubiéramos podido derrocar al régimen hubiéramos marchado hacia la montaña y no hubiera habido ni “Granma” ni nada. Cualquiera que hubiera ido a la montaña y hubiera organizado una guerrilla contra Batista hubiera tenido una popularidad enorme. Nosotros conseguíamos una simpatía grande pero nadie nos ayudaba. Dependíamos de nosotros, de nuestras caminatas, de nuestras piernas. Es falsa la teoría de que nosotros podríamos haber empezado la guerra con los hombres que atacamos el Moncada. Nadie había estado en la Sierra. A poco de andar nos convertimos en nuestros propios guías. Con los ojos cerrados yo podía saber en qué punto estaba del territorio de operaciones. No dependíamos de prácticos.
–¿Cómo fue la ofensiva final?
–Después de la huelga que el movimiento lanzó en el llano, Batista reúne a 10 mil soldados. La resistencia nosotros la comenzamos con menos de 200 hombres. A la columna de Che iba mucha gente, pero de cada diez, uno solo soportaba las condiciones. Los soldados mismos se seleccionaban. Todo estaba concentrado en la columna uno, Radio Rebelde, el hospital, algunas minas que producíamos. Éramos 300 hombres luchando contra 10 mil organizados en batallones, con tanques y esa aviación maldita.
–¿Cómo es eso de que fabricaban minas?
–Las fabricábamos con el TNT de las bombas que nos tiraban. De cada 10, una o dos no explotaban. Nos habíamos convertido en expertos en desarmar bombas. Nunca nos faltó el TNT porque nunca nos faltó una ración de bombas.
–¿Y cómo fue la ofensiva final?
–La ofensiva que nos lanzó el ejército duró 74 días. Durante 35 de ellos estuvimos avanzando. No dábamos la noticia de las victorias sino dos o tres días después para no alertar sobre nuestras posiciones. La guerra se acaba cuando tú derrotas a las tropas que están en operaciones. En esa ofensiva tuvimos como 50 bajas y ellos más de mil. Les hicimos cerca de 500 prisioneros, les ocupamos 600 armas. Después les mandamos las columnas con el Che y con Camilo y les invadimos el centro del país. Lo único que movimos fue el segundo frente, que estaba muy lento. En esas circunstancias cometimos algunas imprudencias.
–¿Por ejemplo?
–Nosotros andábamos de aquí para allá, de noche y de día. Teníamos cercado al batallón dirigido por el general Sánchez Mosquera, el batallón más agresivo. Lo obligamos a moverse con heridos. Le capturamos una gran cantidad de prisioneros y de noche los acosábamos con los altoparlantes, con música, con arengas. El día que se rindieron yo cometí un disparate. Por la mañana del décimo día les quitamos la comida y el agua. Yo invito a uno de ellos, no recuerdo si al propio Sánchez Mosquera, a dialogar y se conviene la rendición. De idiota, de impaciente, llego al campamento de noche con Ramirito para ver las armas. De repente me encuentro rodeado de un montón de soldados armados que me reconocen. En esa circunstancia no queda otra que hacerse el valiente. Les hablo, les pregunto si recibieron la comida y los medicamentos, los saludé respetuoso y me fui rápido.
–¿Cómo fue el 1 de enero de 1959?
–El 28 de diciembre se reúne conmigo el general Cantillo. Me dice: “Hemos perdido la guerra. Cómo le ponemos fin”. Le propongo que subleve el regimiento de Santiago de Cuba, que lo presentaríamos como un movimiento cívico-militar. Le pongo tres condiciones: que no haya golpe de Estado, que no lo ayuden a huir a Batista y que no entablen negociaciones con la embajada de Estados Unidos. Hasta el 30 no tuvimos novedades. El tipo incumplió las tres condiciones. Antes del amanecer del 1º me despiertan con la noticia de que había un golpe de Estado en la capital. Por Radio Rebelde convocamos a la huelga general y decidimos avanzar a toda marcha. Todas las radios comienzan a transmitir en cadena con Radio Rebelde, que tenía 1 kw. Che ya había tomado Santa Clara. Sus soldados comenzaron a rendirse y sumarse a nuestro avance.
“Podrán decir que tuvieron un encuentro con el diablo”
Tres meses después de la caída de las Torres Gemelas, quince días antes del estallido de la crisis argentina de 2001, la izquierda latinoamericana agrupada en el denominado Foro de San Pablo se reunió en La Habana. Aunque allí estaban Luiz Inácio “Lula” da Silva –que aventuró que “la izquierda puede llegar al gobierno en Brasil pero no para hacer la política vergonzante de Fernando de la Rúa”–, el nicaragüense Daniel Ortega, el salvadoreño Schafik Hándal, sin duda que la estrella era Fidel Castro. Durante cada una de las jornadas, entregó dosis homeopáticas de sus opiniones. El plato fuerte se lo guardó para el cierre. A las nueve de la noche, se paró en el centro del escenario. Dijo que había ubicado el micrófono en ese lugar para controlar que nadie se durmiera. Luego confesaría a este cronista que antes de llegar al Palacio de las Convenciones había nadado dos horas. Durante cinco horas, Fidel habló frente a unos 1.200 dirigentes. A las cuatro de la mañana llegó el “Hasta la victoria siempre”. Comenzó a saludar al público e invitó a este cronista y a unos pocos periodistas extranjeros que cubrían el evento a esperarlo en sus oficinas. Apareció a las seis de la mañana. Invitó a los periodistas a cenar, desayunar y almorzar. La mesa estaba servida. Pidió que primero lo dejaran comer. Por eso ametralló con preguntas a sus interlocutores. Una manera de testear frente a quienes se exponía. Su secretario, Carlitos, cabeceaba a su lado, mientras el Comandante se explayaba en cada respuesta. A cada momento abría una frase que lo alejaba del hilo del relato. Pero siempre volvía al punto que había comenzado a transitar. Incluso aventuraba un título para el reportaje: “Podrán decir que tuvieron un encuentro con el diablo”. A las 14, después de ocho horas, los periodistas le pidieron que se apiadara de ellos y le pusieron punto final a la entrevista. Este cronista hacía esfuerzos para no dormirse frente a la laptop en la que transcribía el encuentro, cuando por la tevé vio a Fidel Castro despidiendo al vicepresidente de Vietnam al pie de su avión.