Premisas del exilio mexicano de Fidel
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Aquel 7 de julio de 1955 el esbelto abogado Fidel Castro Ruz sobresalía entre los turistas que esperaban en los salones del aeropuerto José Martí. Entre sus manos, los documentos de identificación y la visa 2963, válida por seis meses, que el día anterior la embajada mexicana en La Habana había expedido.
A su alrededor, algunos familiares y amigos. En su pensamiento, la esperanza en aquel viaje del cual regresaría solo con la tiranía descabezada a los pies, como había escrito algunas horas antes.
Hacía casi dos meses, cuando fue liberado del reclusorio de Isla de Pino junto a otros asaltantes a los cuarteles Guillermón Moncada, de Santiago de Cuba, y Carlos Manuel de Céspedes, de Bayamo; había declarado a la prensa su rechazo a cualquier componenda electoral de la dictadura, y su decisión de emprender el camino independentista seguido por los mambises en 1868 y 1895.
Desde entonces, el joven líder estuvo bajo una constante vigilancia de la policía batistiana; no obstante, logró organizar el movimiento clandestino 26 de Julio y consolidar la unidad de otras organizaciones opuestas a Fulgencio Batista.
A pesar de la tristeza de sus familiares, él sabía que su exilio era imprescindible, y así lo explicó en su manifiesto de despedida: “Me marcho de Cuba, porque me han cerrado las puertas para la lucha cívica. Después de seis semanas en la calle, estoy convencido más que nunca de que la dictadura tiene la intención de permanecer 20 años en el poder disfrazada de distintas formas, gobernando como hasta ahora sobre el terror y sobre el crimen, ignorando que la paciencia del pueblo tiene límites. Como martiano pienso que ha llegado la hora de tomar los derechos y no pedirlos, de arrancarlos en vez de mendigarlos”.
En el vuelo 566 de Mexicana de Aviación llegó a la ciudad de Mérida, Yucatán, y en otra aeronave continuó viaje rumbo a Veracruz. Allí buscó la casa del escultor y revolucionario cubano José Manuel Fidalgo, quien le brindó contactos para la causa libertadora.
Su estancia en el país azteca se caracterizó por unir a los revolucionarios cubanos que, exiliados en Estados Unidos, Costa Rica, Guatemala, Venezuela, Honduras o perseguidos en Cuba, se acercaron a él para integrar el proyecto insurgente, que bajo estrictas medidas de compartimentación, riguroso alistamiento y disciplina, instrucción militar, política, ética e ideológica; multiplicó actividades y coherencias.
Apenas establecidos, comenzaban los entrenamientos a través de largas caminatas, práctica de remos y tiro, preparación física, táctica, marcial y de defensa personal, escaladas, así como debates de libros de temas históricos, políticos y militares.
Por supuesto que la vigilancia hacia Fidel fue férrea, que tuvo intentos de asesinato dirigidos por los servicios represivos de la dictadura desde la embajada cubana, y que redadas de la policía mexicana les ocuparon armas y detuvieron a los futuros expedicionarios del yate Granma, pero nada los detuvo en su empeño de preparación.
Hasta aquellos sitios mexicanos arribó Frank País el ocho de agosto de 1956 para ultimar las acciones del levantamiento de Santiago de Cuba el 30 de noviembre en apoyo al desembarco valiente. Acudió también José Antonio Echeverría, presidente de la FEU, y junto a Fidel acordó el pacto de unidad insurreccional conocido como Carta de México.
Así llegó el 25 de noviembre de 1956. Se cumplían ya 17 meses desde que el abogado Fidel Castro había iniciado su exilio. Tiempo suficiente para cumplir con su consigna de que en ese año serían libres o mártires.
Esa madrugada, repleto de esperanzas zarpó de Tuxpan con sus 82 expedicionarios y las luces apagadas del yate Granma. Su rumbo: las costas cubanas de Oriente, para —una vez allí— construir un ejército de pueblo y para el pueblo, con lo más puro del ideario mambí.