Gracias, Fidel, por ser, ante todo, humano
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No pocos se han preguntado a lo largo de los años de dónde provenía la energía inagotable del líder histórico de la Revolución Cubana. Cómo lograba ese hombre excepcional andar sin descanso, sin treguas, con su noble pensamiento puesto siempre en el bienestar de su pueblo, en la posibilidad de un mundo con cabida para todos, con derechos y oportunidades para todos.
La respuesta a esas interrogantes no está en su estatura, ni en su físico o su pasión por el deporte, ni siquiera en la capacidad que tuvo de entrenar su pensamiento y devorar para eso cada palmo de la historia de su Patria. Había algo mucho más poderoso, algo que lo llevó a entregarse por completo a la humanidad, que lo dotó de la irrenunciable vocación de que «hacer», para transformar y crear, es el más sagrado deber de un hombre. Lo que convirtió a Fidel en líder natural, en ejemplo de humildad y desprendimiento, en artífice de esta obra imperecedera, fue el mayor regalo que dejó Martí para él y para su generación: la sensibilidad humana.
No florecen el talento ni la voluntad, no crecen los sueños ni son los retos alcanzables si el corazón no se conmueve. Se necesita sentir, identificarse con las causas nobles y hacerse parte de ellas para que fluya de verdad el destino de un hombre. Quien no tiene la capacidad de sufrir el dolor de los demás, de ponerse en el lugar del más desprotegido, de disponerse a actuar en vez de quedarse impávido creyendo que nada se puede cambiar, no tendrá mucho que legar para la historia.
Lo cierto es que el muchacho de Birán desde muy temprano aprendió del respeto, del valor de cada ser humano, de que las clases sociales o el color de la piel, no definen a ninguna persona y que por el contrario, son los valores los que definen lo que somos.
Pero había mucho de superficiales diferencias en la Cuba de su niñez, adolescencia y juventud. La pobreza negaba los más elementales derechos humanos, la humildad era equivalente a vejámenes y discriminación, la falta de recursos implicaba poca o nula oportunidad de suplir las necesidades más básicas.
Esas fueron las razones que lo llevaron hasta los muros del Moncada, que lo pusieron en el camino sin retorno de vencer o morir, para hacer justicia al Apóstol, al pueblo, a Cuba. Si alguien dudó en algún momento de la determinación que ya le acompañaba, fue su alegato de autodefensa el más claro manifiesto de las razones por las que él y sus hermanos habían llegado hasta allí y para entonces, tuvieron todos la certeza de que aquel acto de
incalculables dimensiones, era un llamado de rebeldía que ya no podría ser acallado.
No hubo aquel día palabras edulcoradas ni argumentos manipulados por la capacidad de oratoria del interlocutor, hubo revelaciones muy duras, verdades puestas al descubierto y lanzadas con dignidad a la cara de los tiranos. Verdades definidas por el sufrimiento de un pueblo que no tenía derecho a la tierra, ni a la salud, ni a la educación, que no podía soñar con una vivienda digna, que enfrentaba altos índices de desempleo. Desde ese momento y para siempre, Fidel Castro se convirtió en mucho más que en su propio abogado, en mucho más que el abogado de quienes abrazaron la lucha junto a él, sino en el abogado de los humildes y desprotegidos a los que después, la propia historia le dio la oportunidad de reivindicar.
Porque aquel muchacho que pudo haber elegido las ganancias de un bufete o la piel de un hacendado, no nació para vivir ajeno a su mundo circundante. Aprendió a tener visión crítica, aprendió a forjarse sus opiniones, a construir criterios sólidos. Eligió el lado del deber y de ese lado transcurrió su existencia, sin perder jamás la perspectiva de vivir y sentir, como vivía y sentía su pueblo.
Fueron también esos valores los que le merecieron el respeto de sus correligionarios, porque hubo siempre en él un elevado sentido de otredad, una capacidad inigualable de considerar igual de importante hasta al último de los revolucionarios en la Sierra Maestra o en el llano. Escuchó y defendió siempre a la mujer, y fue artífice de que las cubanas ganaran, por mérito propio, un lugar protagónico en cada una de las etapas por las que transitaba el proceso revolucionario. Respetó incluso a los enemigos, y en no pocas ocasiones durante la lucha armada les dio lecciones de civismo y justeza.
Fidel sintió el dolor del campesino, y al campesino le dio la tierra que siempre trabajó y a la que nunca pudo aspirar; supo leer la frustración y el desamparo en los ojos del analfabeto, e impulsó la Campaña de Alfabetización. Rechazó de manera enérgica la explotación y por eso fundó un país basado en el trabajo justo, noble, donde el obrero fuera siempre escuchado y gozara de representación. Fue ese mismo Fidel el que impulsó la nacionalización de la industria como paso imprescindible para que Cuba dejara de ser desangrada desde el Norte, el que declaró para el mundo el carácter socialista de la Revolución Cubana, radicalizando así la postura de la sociedad que para el bien de todos se edificaba en la Isla.
Comandante en Jefe de la verdad, de los principios más elevados, de la transparencia. Subió a un tanque en Girón porque sabía que los milicianos se batían cara a cara al enemigo y él debía estar allí, nadie pudo detenerlo. Tampoco lo detuvo nadie cuando la fuerza de la naturaleza bajo el nombre de Flora, hacía sus estragos en el territorio nacional, y a riesgo de su propia vida salió a dirigir personalmente las acciones de rescate y salvamento de su pueblo, de ese pueblo que confiaba tanto en él. Cuánto amor hacia su gente tenía aquel hombre inmenso, que recorría los hospitales cuando el dengue hemorrágico arrebataba vidas.
Compartió siempre el dolor de las familias cubanas enlutadas por los actos terroristas más crueles, y desde su verbo encendido transmitió, en cada uno de esos difíciles momentos, la confianza y la seguridad de que cada vida arrebatada era un motivo para abrazarnos, cada vez con más fuerza, a la libre determinación que como pueblo teníamos para elegir nuestro camino, y convirtió cada tribuna, nacional e internacionalmente, en un espacio de denuncia para desenmascarar a quienes bajo la piel de salvadores del mundo, ocultaban el odio infinito por los países capaces de sacudirse siglos de dominación.
Lo vimos abrazar a los niños de Chernóbil, abrirles las puertas de este país para darles la oportunidad de recuperar más que su salud, sus sueños, su sonrisa, tras el terrible accidente nuclear.
Fidel nos enseñó que un pueblo no puede vivir solo para sí, que solo es verdaderamente grande una Patria que es capaz de darse al mundo, o lo que es lo mismo, a la humanidad. Nos mostró que la solidaridad es un principio ineludible para todo el que se sabe revolucionario y bajo ese principio contribuimos a derrotar al apartheid en África, y con batas blancas hemos recorrido el mundo, devolviendo esperanzas tras fenómenos naturales, regalando millones de consultas a personas sin acceso a los sistemas de Salud privatizados, haciendo frente a enfermedades como el ébola o la terrible pandemia provocada por la expansión del nuevo coronavirus.
La madurez que dieron la historia y el bregar diario a aquel joven impetuoso, le permitieron comprender como defendió siempre el Apóstol, que Cuba debía ser un faro para la América toda. Por eso, nunca ha faltado el apoyo de esta isla a los líderes progresistas del continente, y tampoco la denuncia oportuna cuando las enrevesadas arremetidas imperiales promueven el crimen, la persecución, los golpes de Estado y todo aquello que implique la intromisión en los asuntos internos de un país soberano.
Fue siempre la sensibilidad, motivación infinita del líder de la Revolución, fue esa capacidad de reconocer la injusticia, de apelar a la conciencia de los seres humanos, de demostrar a las personas que no existen imposibles para quienes nunca se cansan de luchar, lo que le permitió transmitirnos con su ejemplo primero, la voluntad de no dejarnos vencer, de impedir que las circunstancias adversas anulen nuestra determinación de seguir adelante.
Así hemos hecho frente a agresiones de toda índole: económicas, políticas, mediáticas. Todas, se han estrellado en la coraza moral de esta nación, que se ha tatuado a Fidel en el pecho, que optó sin duda alguna por su continuidad, nunca por su muerte, que se ha unido de manera irreversible porque también de él aprendimos que dividir a un pueblo es la manera más fácil de vencerlo.
Por eso agosto es y será siempre el mes de su cumpleaños, el mes en que sin importar los años que pasen celebraremos su vida, porque, desaparecer, es una palabra que nada tiene que ver con una existencia que fue tan pródiga, con un legado que trasciende al tiempo, a la carne y a los huesos.
Muy diferente sería el mundo si los enfermos de poder hubieran abrazado solo un poco de su preclaro pensamiento. Hoy seríamos más fuertes, más capaces de hacer frente a situaciones que sobrepasan nuestras diferencias políticas, ideológicas o sistémicas, y pensaríamos más en salvar a esa especie, que según su certera alerta está en peligro de desaparecer: el ser humano.
Pero aunque no podamos esperar mutaciones de conciencia, que a las claras no van a suceder mientras el capital domine los destinos de millones de personas en el mundo, y los utilice como un simple combustible para mover sus implacables maquinarias, podemos hacer nosotros nuestra parte, y la hacemos sí, en su honor, y en nombre de todos los que dieron sus vidas por la nuestra.
Felicidades Comandante en Jefe, y no solo por un año más de vida multiplicada, sino por haber sabido ser ante todo, por encima de todo, humano. Por haber llevado siempre los pies sobre la tierra, los ojos en tu pueblo, el corazón latiendo por el bien común.
Si hoy somos más fuertes, más justos, más fieles a nuestra condición humana es gracias a ti, a la inconmensurable bondad que te habitaba, y que supiste entregar sin reparos, sin egoísmos y, sobre todo, sin esperar jamás homenaje alguno por lo que siempre consideraste tu deber.
Aquí estamos, de pie, por voluntad propia, porque este, el pueblo de Fidel, jamás se rinde, porque no hay dudas del camino elegido, porque creemos que un mundo mejor es posible y no renunciamos a hacer nuestra parte para que eso ocurra.