En el Día de África, el hijo de todos
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Han transcurrido más de 30 años desde que el ejercicio de la profesión me llevó, sin sospecharlo ni proponérmelo, ante él. Tenía apenas 16 años de edad, aunque al verlo me pareció que eran menos. Minutos antes, algún combatiente había hecho referencia a su conmovedora historia y no quise continuar mi periplo por el Flanco Sudoccidental Angolano sin ver al hijo de todos los cubanos.
Tres décadas después del retorno victorioso de nuestras tropas internacionalistas saqué, por fin, mágico tiempo de la manga de mi camisa para agrupar en una compilación 30 relatos acerca de aquellos trascendentales días, recogidos en el libro Arma Secreta de Cuba en Angola, actualmente en proceso de edición en la editorial Pablo de la Torriente Brau.
Aquel niño no podía faltar. Hoy debe tener 46 años de edad y nunca más he vuelto a saber de él. Pero desde algún lugar de Angola se me antoja traerlo, como obsequio de ambos a este Día de África, que los cubanos celebramos con la misma alegría de los más de mil millones de personas que habitan ese continente en 55 países, asentados a lo largo y ancho de 30 millones de kilómetros cuadrados.
ONCE AÑOS AL CALOR DE LOS CUBANOS
Rodaba el año 1977. Muchos de nuestros hijos y sobrinos les decían adiós a los juguetes del círculo infantil para continuar escalando la cuesta del saber, mediante ese peldaño inolvidable al que los registros docentes inscriben como el prescolar.
Cinco calendarios, también, había vivido el niño que, desnudo, hambriento, lloroso y totalmente desprotegido, encontraron, ese año, internacionalistas cubanos allá en Ondjiva, cerca de la frontera con Namibia, sin nadie que pudiera decir dónde podrían estar la madre, el padre o algún otro miembro de una familia que, a todas luces, había sido desmembrada por los horrores de la guerra.
Pero no morirás de hambre ni por falta de calor humano –dijeron, en humana determinación, los cubanos.
–¿Y cómo le llamaremos? –preguntó alguien.
–Alberto –dijo una voz. Se llamará así: Alberto Manuel Gómez.
Puedo suponer la infructuosa búsqueda, sobre todo durante los primeros tiempos, para poner al niño en brazos de los suyos. No sé cuántos relevos habrán ocurrido en esa misma Unidad, a lo largo de 11 años. Imagino, también, la dimensión del nudo en plena garganta, cada vez que los combatientes retornaban a Cuba, pues ponían a resguardo de otros al hijo de todos y se despedían de él con uno de esos abrazos, en el que hasta los más machos tienen que cerrar los ojos para trancar algo más que el llanto.
Sentado como todo un soberano encima de un tronco de árbol, el ya jovenzuelo Alberto Manuel evoca, con una mezcla de pretérita nostalgia y de dicha en presente, lo poco que recuerda de su pasado:
–Yo era muy pequeño y casi no me acuerdo. Sé que me moría de hambre, de miedo y que los cubanos me recogieron. Ellos son mi única familia, mis padres, mis hermanos. En todo este tiempo nunca me han dejado solo. Me hubiera gustado conocer a mi mamá o a mi papá angolano. No sé si murieron. No recuerdo nada…
Tal vez con la evasiva intención de apartar a un insecto que trepa a duras penas por el tronco, Alberto Manuel calla durante unos segundos, llena de aire sus pulmones y vuelve a la carga:
–Si ahora, con 16 años, tengo ropa; si me alimento día tras día, sé leer, escribir, manejar y «mecaniar» los equipos… es gracias a ustedes, los cubanos.
–Y hasta parece que va a ser buen chofer –asegura, entusiasmado, un teniente llamado Martín Muguercia– porque ahí, donde tú lo ves, puede conducir, sin problema de ningún tipo, una btr.
–Pues no lo creo –atajo, con la intención de provocar al muchacho, que, por lo visto, muerde el anzuelo y riposta muy serio:
–¿Que no?... Una btr y cualquier otro carro.
La carcajada de Muguercia termina atrayendo a dos o tres combatientes que se acercan para sacudirle, en familiar gesto, la cabeza a Alberto Manuel.
Solo que, criado entre cubanos, el muchacho no es de los que cede tan fácilmente, y un rato después se las ingenia para que le permitan «ayudar un poquito», como otras veces, en el matadero de animales que, para bien de las tropas cubanas y angolanas, funciona cerca.
–Creo que sí, que puede llegar a ser un buen chofer –comento, al ver la habilidad con que opera un tractor, mientras, a rabillo de ojo, lanza de vez en vez una miradita hacia quienes continuamos conversando acá.
Es muy buena esa destreza, pero ojalá nunca tenga que conducir un blindado u otro medio de combate contra los que siembran el terror y la muerte dentro de Angola, aunque dispuesto está, según ha confesado en varias ocasiones.
En todo caso coincido con el criterio de quienes lo miman, educan y moldean, al preferir que pueda ver realizado un día el sueño de ir a estudiar a esa tierra que solo conoce en fotos y a la que llama «mi patria cubana».
–Nadie me metió la idea en la cabeza –dice. Soy yo el que quisiera hacerlo.
El campanazo debe estar indicando lo que ya el estómago clama sin cortapisas: almuerzo.
Sembrado como un roble bajo el radiante sol del medio día, el Jefe de la Unidad observa, en silencio, cómo Alberto Manuel camina rumbo al comedor. No es la mirada del militar que permanece atento al más mínimo detalle del reglamento interno. Es, no tengo la menor duda, la mirada compasiva y orgullosa hacia el hijo más necesitado de afecto.
–Ese niño –afirma, mientras se vuelve hacia mí– es mío, de mis subordinados, de todos… Varias veces, al acostarme, me he preguntado qué haré cuando regrese a Cuba sin él. Y ni pensar quiero que un día le falte nuestro calor.
Intento decirle que lo comprendo, pero el hombre hace un giro y queda completamente de espaldas, con la mirada perdida en algún lejano punto de la agreste geografía, mucho más allá de un enorme imbondeiro, cuyo tronco nada tiene que envidiarles a los más saludables baobabs del país.
Durante unos segundos no atino a mover ni un dedo. El oficial sí lo hace, únicamente para meter los suyos en el bolsillo trasero del pantalón y sacar un pañuelo con el ingenuo pretexto de secarse el sudor que nunca le vi en la frente.