El hombre de confianza de Fidel
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Imagen del pueblo que lo formó, a decir del Che, el Héroe de Yaguajay dejó huellas que lo eternizan en la memoria de Cuba
Tenía tan solo 27 años. Al desaparecer en el mar, en un viaje fruto de su lealtad a Fidel y a la Revolución, había merecido el calificativo de héroe e incluso mucho antes, el grado de Comandante. Ya al momento en que Cuba, tras semanas de búsqueda desesperada y dolor inconsolable, se resignó a no tenerlo más en el vórtice de los sucesos, sus historias le superaban en estatura.
Hijo del matrimonio de Ramón Cienfuegos y Emilia Gorriarán, ambos de origen español, tenía un fino sentido del humor que lo llevó a travesuras; primero juveniles, luego guerrilleras. Una de ellas la protagonizó tras interrumpir sus estudios de Escultura en la academia San Alejandro, mientras trabajaba en aquella tienda habanera adonde entró como mozo de limpieza, en sus intentos de prodigarle una mejoría a la economía familiar.
Entonces le aseguró a su hermano Humberto que llegaría a ser primer dependiente. Encargó y repartió unas tarjetas con la inscripción: “Sastrería El Arte, Reina No. 61, entre Ángeles y Águila. La Habana, Camilo Cienfuegos Gorriarán. Dependiente”. Y cuando sus amigos acudían como clientes, para alegar que no aceptaban el servicio de otro y marcharse sin comprar nada, los dueños percibieron su popularidad y lo pasaron al mostrador. Más tarde ganaría el puesto que se había prometido.
Quizás en su primera muestra de que nunca olvidaría sus orígenes, el último día allí insistió en sustituir a quien realizaba su labor inicial. “Aquí entré como mozo de limpieza y, como ya me voy, quiero salir de la forma en que empecé”, argumentó. Similar apego al pueblo del que iba emergiendo se revelaría, aun con más fuerza, muchos años después y en disímiles circunstancias.
Por aquella época iniciaba su vinculación a las actividades revolucionarias, en una de las cuales resultaría herido. Fue en el exilio en Nueva York, adonde se marchó tras ser detenido y fichado por los sicarios de Fulgencio Batista, que conoció del proyecto de Fidel para emprender la lucha insurreccional en Cuba.
Viajaría a México, pediría unirse al grupo e integraría de último la relación de expedicionarios. Entonces ni siquiera sospechaba que recibiría críticas por su comportamiento indisciplinado y muy temperamental al comienzo de la lucha en la Sierra Maestra, pero sería considerado a la postre, por el Che, “el más brillante de los jefes guerrilleros”, “el compañero de cien batallas”, “el hombre de confianza de Fidel”.
Su amistad con Ernesto Guevara quedó sellada en un día de derrota cuando, en la huida, al ser sorprendidos por el enemigo, el Che perdió su mochila y Camilo compartió con él la única lata de leche que tenía. No sería aquel su único gesto de ese tipo: cierta vez cedió otra lata de leche, asignada a él y a un segundo combatiente, en su intento de mitigar el hambre de un soldado herido que había sido hecho prisionero.
Era de carne y hueso. No vale recordársele como al frío busto o a la inerte estatua. Su fibra humana, su carisma y carácter, se descubren en las mil anécdotas que dejaba a su paso. En los diez pesos que colocó, a escondidas, debajo del radio en la casa de un campesino solidario, para que en lo adelante pudieran escuchar Radio Rebelde.
Tuvo también amores. El más profundo, Paquita, la joven enfermera de San Francisco de Paula a quien conocía desde su etapa en El Arte, a la que no declaró su amor sino siete meses después del 2 de enero de 1959, cuando se reencontraron. En aquel propio agosto conversaron y rieron juntos por última vez en la Bodeguita del Medio; habían acordado casarse en diciembre.