Lina
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Se llamaba Lina. Era cubana, de Occidente, de la provincia de Pinar del Río. De ascendencia canaria.
También de origen campesino y de familia muy pobre. Mi abuelo materno era carretero, transportaba caña en una carreta de bueyes. Cuando se mudaron para la zona de Birán, mi madre, que tenía entonces unos trece o catorce años, venía, junto a sus padres, hermanos y hermanas, de Camagüey, adonde habían viajado en tren desde Pinar del Río, buscando mejor fortuna. Luego recorrieron largos trayectos en carreta, primero hasta Guaro y finalmente hasta Birán.
Mi madre era prácticamente analfabeta y, como mi padre, aprendió a leer y a escribir casi sola. Con mucho esfuerzo y mucha voluntad también. Nunca le oí decir que hubiese ido a la escuela. Fue autodidacta. Extraordinariamente trabajadora, no había detalle que escapara a su observación. Era cocinera, médico, guardián de todos nosotros, suministraba cada cosa que necesitáramos, paño de lágrimas cotidiano ante cualquier dificultad.
No nos malcriaba; exigía orden, ahorro, higiene. Administraba todo lo cotidiano dentro y fuera de la casa, era la económica de la familia. Nadie sabe de dónde sacaba tiempo y energías para tanta actividad; no se sentaba nunca, nunca la vi descansar un segundo en todo el día.
Trajo al mundo siete hijos, nacidos todos en aquella casa, asistidos siempre por una comadrona campesina. Nunca hubo ni pudo haber allí un médico, no existía en toda aquella apartada región. Nadie se esforzó tanto para que sus hijos estudiaran, quería para ellos lo que ella no tuvo. Sin ella, yo, que sentí siempre el placer del estudio, sería hoy, no obstante, un analfabeto funcional. Mi madre, aunque no lo expresara a cada minuto, adoraba a sus hijos. Tenía carácter, fue valiente y abnegada. Supo soportar con entereza y sin vacilación los sufrimientos que algunos de nosotros involuntariamente le ocasionamos.
Aceptó sin amargura la Reforma Agraria y el reparto de aquellas tierras, a las que sin duda amó.
Sumamente religiosa, en su fe y sus creencias, que siempre respeté, encontró consuelo en su dolor de madre, y aceptó también con amor de madre la Revolución por la que tanto sufrió, sin haber tenido por su origen de humilde campesina pobre la más mínima posibilidad de conocer la historia de la humanidad y las causas profundas que en Cuba y en el mundo originaron los acontecimientos que tan de cerca le tocó vivir.
Murió el 6 de agosto de 1963, tres años y medio después del triunfo de la Revolución.
(Tomado de la última edición del libro Cien horas con Fidel).