La hora de la partida (segunda parte y final)
Data:
23/07/2013
Fonte:
Periódico Granma
Los días 24 y 25, por diversas vías, y la gran mayoría sin conocer hacia dónde se dirígían, partieron los futuros combatientes que asaltaron el Cuartel Moncada el 26. El periodista e historiador Mario Mencía en su libro El Grito del Moncada ofrece los detalles de cómo fue ese momento
Los choferes funcionaban como jefes para los demás tripulantes. Eran los que llevaban el dinero para gastos en la travesía, los únicos que conocían el lugar hacia el que viajaban y la dirección exacta a donde debían dirigirse, una vez que llegaran a Santiago. Iban con Quintela el joven visitador médico, Julio Trigo, hermano de Pedro, el pintor y mecánico René Bedia, José Luis López y Argelio Guzmán. El miedo se aposentó en el carro a poco de salir de La Habana. Argelio Guzmán, nervioso, empezó a quejarse de dolor en el estómago. No habían pasado de Catalina de Güines cuando vomitó. En Matanzas, Julio le dio algunas pastillas y lo inyectó, pero no mejoró su estado de ánimo. En Colón sufrió ya una crisis nerviosa. Imposible de controlar, se le permitió bajar del carro.
Las medidas de seguridad, en cuanto a discreción, dejaban ver su efectividad. Regresó solo a Calabazar, pero únicamente hubiera podido decir que había llegado hasta Colón. No sabía nada más. Ni siquiera a qué lugar de la provincia de Matanzas, o de Las Villas, Camagüey u Oriente se dirigían sus demás compañeros ni cuál era el objetivo de ese viaje. El resto de la travesía transcurrió en calma. En El Cobre hicieron una parada. Lugar de peregrinación, contaba con una iglesia para los devotos de la Virgen de la Caridad. El grupo se hizo tomar una foto. Sería la última en que aparece Julio Trigo, el único que perdería la vida en Santiago de Cuba de los nueve hombres de Calabazar que llegaron para participar en la acción.
Igual ocurriría con los tripulantes del auto manejado por Boris Luis Santa Coloma, del comando de dirección del movimiento. De los que iban allí únicamente este sería asesinado en los sucesos del Moncada. Todos se conocían, comenzando por su compañero de trabajo e ideales Vicente Chávez Fernández. Técnico en refrigeración, Vicente Chávez era un estrecho colaborador de Boris en las luchas sindicales contra la administración de la Frigidaire. Regresaría a La Habana después del combate y el lunes se presentaba en su centro de trabajo. Tiempo después la empresa decidiría liquidar sus talleres, transformados en un verdadero foco revolucionario. Gratificó a los obreros con un mes de salario por cada año trabajado.
Con ese dinero, estos compraron los camiones y equipos de la propia Frigidaire y crearon una cooperativa denominada Frialco, sociedad anónima, en cuyo frente estuvo Chávez hasta resultar asesinado por la tiranía el 9 de abril de 1958 en plena lucha clandestina.
En el auto de Boris Luis también fueron para Santiago de Cuba tres de los miembros de la célula que había organizado en Madruga, su pueblo natal: Orbeín Hernández, Ulises Sarmiento y Manuel Suardíaz. Orbeín, como secretario general de la juventud ortodoxa de Madruga, conocía a Fidel desde 1951 y lo apoyó en sus aspiraciones para ocupar un escaño en la Cámara de Representantes; pocos meses antes del golpe había organizado un acto de masas en su pueblo, en el que habló Fidel al ser proclamado como candidato de la juventud de esa localidad. Sin embargo, Orbeín ingresaría en el movimiento por contacto con Boris Luis. Boris iba casi todos los domingos por Madruga y, a principio de ese año del centenario, lo visitó un día en compañía de Fidel.
Oscar Alcalde, también miembro de la dirección del movimiento, guiaba su Plymouth crema en que viajaban cuatro obreros de la construcción de la célula de Poey: Armando Mestre Martínez, Juan Almeida Bosque, Emilio Albentosa Chacón y Moisés Maffut. Maffut era el jefe de esta célula, pero con el transcurrir del tiempo sería el único que desertaría de la Revolución. Mestre y Almeida sobrevivirían al combate y, apresados junto a Fidel, pasarían 22 meses en prisión, fundarían el MR-26-7, saldrían al exilio y regresarían en el Granma. Aunque no combatió en el Moncada, Emilio Albentosa también estaría, tres años y medio después del Moncada, entre los 82 expedicionarios del Granma. De los 87 combatientes del 26 de julio de 1953 que sobrevivieron a la acción, 19 también inscribirían sus nombres en la heroica hazaña del Granma.
En el Oldsmobile propiedad de su padre que guiaba Ángel Díaz Francisco también todos se conocían. Eran estudiantes de la Universidad de La Habana, con excepción del joven trabajador Gustavo Arcos muy vinculado, sin embargo, a todas las actividades contr
a la tiranía que se originaban en la universidad. Jesús Blanco Alba y Carlos Merilles Acosta integraban este grupo. A pesar de que no guiaba el auto, era el estudiante Abelardo Crespo quien había recibido las orientaciones sobre el punto de destino y el lugar de contacto en Santiago de Cuba.
Otros dos estudiantes universitarios, Pedro Miret y Léster Rodríguez, viajaban en esos momentos en diferentes ómnibus como responsables de dos grupos que en total sumaban 30 hombres.
José Francisco Costa Velázquez y Jaime Costa Chávez vivían en Guanajay. Eran primos, pero viajaron en uno de los ómnibus sin hablarse, como si no se conocieran. En el mismo ómnibus iban los demás integrantes de la célula de Guanajay: José Ramón Martínez, Alfredo Corcho —quien igual que su primo Rigoberto Corcho, de Artemisa, sería asesinado después de la acción—, Ángel Sánchez y el jefe de la célula, Abelardo García Ylls.
Veinte artemiseños fueron en los ómnibus (1), entre ellos Ramiro Valdés, responsable de la célula central de Artemisa y cinco de los seis jefes de células de esa localidad que la completaban: Carmelo Noa, Rigoberto Corcho, Julito Díaz, Ciro Redondo y Gerardo Granados.
El sexto integrante de la célula central de Artemisa, Severino Rosell, va junto con Pepe Suárez, organizador del movimiento en la provincia de Pinar del Río, y los también artemiseños Gregorio Careaga, José Antonio Labrador y Ricardo Santana en el auto que conduce el trabajador ferroviario Mario Dalmau.
El grupo de 28 artemiseños que combatieron en el Moncada se completaba con Ramón Pez Ferro, que iba en el auto de Héctor de Armas, también arrendado, Rosendo Menéndez que fue por tren, y Orlando Galán, que lo hizo en la máquina que manejaba Pedro Marrero.
Alto, corpulento, Pedro Marrero conducía sin dificultad. Comparado con el pesado camión de transportar cerveza que durante años había guiado, aquel moderno Chevrolet 1953 le parecía un juguete. Era uno de los cinco carros que Tizol había adquirido en a
rrendamiento en los últimos días. Con él viajaban Generoso Llanes, de Jaimanitas, y Orlando Galán y dos jóvenes más de Artemisa. La estridente sirena de un carro patrullero sobresaltó a Pedro Marrero cuando apenas había salido del garaje detrás de la terminal de ómnibus, donde le acababan de echar gasolina. Se arrimó a su derecha y detuvo el carro al ser bloqueado por la perseguidora. Dijo a sus acompañantes: "Déjenme hablar. Recuerden que vamos a Varadero. No lo olviden". Uno de los policías se aproximó y preguntó a dónde iban tan deprisa. "A Varadero", contestó Marrero. "Bueno, abran el maletero." La mano de Marrero tembló ligeramente al introducir la llave. ¿Vendrían armas en el maletero? Apretó el botón, la tapa cedió. Estaba vacío. Una vez más, funcionaban adecuadamente las medidas de seguridad asumidas para la travesía.
Ajeno a la preocupación de Marrero, el ancho y musculoso marino Generoso Llanes presenció toda la operación apenas sin inmutarse. Ocho días antes, el 17 de julio, había cumplido 38 años. Entre todos los revolucionarios que combatirían el 26 de Julio, ocupaba el sexto lugar entre los de mayor edad. Le antecedía el obrero agrícola Manuel Rolo, con 50 años, el cocinero Manuel Gómez, con 42, el médico Marío Muñoz, con 41, y el trabajador azucarero Luciano González Camejo y el también cocinero Virginio Gómez, con 40; todos fueron asesinados tras el asalto.
La parada en Catalina de Güines para tomar café abrió la oportunidad a un enojoso incidente. Alfredo Sánchez y otro joven también artemiseño conocido por el Jimagua, del central Andorra, echaron a correr y subieron a un ómnibus en viaje hacia La Habana, que se encontraba detenido en la senda contraria. Con el de Nueva Paz que desistió en el tren, y el de Calabazar —en el auto de Quintela—, serían los únicos cuatro en partir que no arribarían a Oriente.
La máquina del locuaz Gildo Fleitas fue una de las primeras en partir de La Habana, a pesar de todos los trajines en que estuvo ese día. A las 3:00 de la tarde salió de 25 y O, con el gastronómico Gerardo Sosa, Sosita, que desde principio de ese año se encontraba sin trabajo, y Raúl Gómez García, el poeta de la Generación del Centenario, quien desde que fuera cesanteado en el colegio Baldor vivía de dar clases privadas en sus casas a alumnos aislados. Dos días antes, el miércoles 22 de julio, Fidel lo había ido a buscar con Montané. Raúl se disponía a salir de su casa con una de sus hermanas para una fiestecita entre amigos. Su cita de esa noche, sin embargo, sería con la historia. Regresó el jueves por la mañana a la casa. Había pasado toda esa noche en la redacción del Manifiesto del Moncada.
En el molino arrocero de los Sosa, para quienes Gildo trabajaba como secretario y administrador de la finca Ácana, recogieron unas latas de gasolina, cambiaron después un cheque por 50 pesos para los gastos de viaje y fueron a buscar en San Lázaro e Infanta a los tres miembros de la célula de San Leopoldo que participarían en la acción: Reinaldo Benítez, su jefe, e Israel Tápanes y Carlos González Seijas. Completo el personal, Gildo pasó por la oficina de los Sosa en Consulado 9 a recoger los materiales preparados para la programación especial de radio que se había proyectado, una vez en posesión del cuartel Moncada.
Siempre en los planes de Fidel la participación de las masas, este aspecto no podía ser olvidado. Se había concebido hasta en los más pequeños detalles, incluyendo sus variantes. El proyecto comenzó a elaborarse paso a paso casi simultáneamente con la concepción de las acciones militares.
El llamamiento a los santiagueros y a todos los cubanos, en general, se haría mediante esa programación. Una grabación de la última alocución radial de Eduardo Chibás —"El último aldabonazo"— constituiría el elemento movilizativo fundamental. A este hab
rían de sumarse dos poemas de Raúl Gómez —"Ya estamos en combate" y "Reclamo del centenario"— leídos en vivo por su autor al igual que el manifiesto donde se explicaban las raíces, razones y objetivos del movimiento para el inicio de la acción insurreccional. La programación se completaba con el Himno Nacional, el Himno Invasor y otros himnos y marchas tendientes a despertar un estado de ánimo proclive al combate entre la población. Las polonesas de Chopin, la Sinfonía Heroica de Beethoven y varias composiciones más de este y otros autores integraban parte del programa. Siete semanas antes, Naty Revuelta había adquirido en la Discoteca, tienda ubicada en Radiocentro, hasta el último de estos discos.
Los conocimientos de radio que poseía el médico Muñoz potenciaban la utilidad de su presencia en Santiago; en caso necesario, podría hacerse cargo de la parte técnica de las transmisiones. Frustrado el éxito del asalto, Raúl Gómez García y Mario Muñoz fueron apresados en el hospital junto con Abel, y asesinados por la soldadesca ebria de venganza. Aquel día no escucharon los santiagueros la voz del poeta. Sin embargo, trascendiendo el límite de la muerte que no alcanza la vida de los héroes, sus versos habitan encendidos, incendiantes, en el corazón del pueblo.
En el auto de Gildo el ambiente era realmente festivo con sus constantes bromas. Gordo, muy gordo, sus ojos azules chispeaban en su rostro rosado de rubio. Más que alegre se ha dicho que Gildo era la alegría misma. Dos meses antes, el 28 de mayo, se había casado con Paquita González Gómez, y una veintena de compañeros le ofrecieron una fiesta de "despedida de soltero". Existe la constancia gráfica: una foto del grupo en un bar restaurant de la playa de Miramar lo muestra junto a Fidel, Pedro Marrero, Chenard, Oramas, Virginio Gómez, Vicente Chávez, Montané y un grupo de amigos de su barriada de La Ceiba. Dado a las bromas, las aceptaba alegre como un niño travieso: sus amigos lo agarraron entre varios, le quitaron los calzoncillos y estamparon sus firmas como recuerdo de la jocosa "despedida".
El auto hizo numerosas paradas. La vigilancia represiva se extremaba en las carreteras por la presencia de Batista en Varadero y un acto de su Partido Acción Unitaria (PAU) en Oriente. Pero no tuvieron dificultad en la travesía, Gildo se las había agenciado para conseguir —para él y los demás carros— unas banderitas del 4 de septiembre que agitaban todos fuera de las ventanillas al arribar a las barreras militares de control, mientras él gritaba: "Somos de la juventud del PAU." En la medianoche detuvo el automóvil y se tiraron sobre la yerba de un promontorio a descansar. Al mediodía del sábado almorzaron en Camagüey. "Muchachos, hay que comer sabroso, porque a lo mejor esta es la última comida", fue la expresión de Gildo al extender la servilleta. A Tápanes le encasquetó un sombrero hasta las orejas. Se habían detenido en una tienda de campo junto a la carretera. A Israel le llamó la atención un bonito sombrero de vaquero. Sin decir nada, Gildo lo cogió, se lo encajó a Tápanes en la cabeza y lo pagó al tendero. Sin embargo, el pequeño y delgado Sosita era el principal objetivo de sus bromas. En más de una de las paradas le agarraba ambas orejas mientras decía: "Hijo, hueles a muerto". No todas las paradas del carro de Gildo fueron voluntarias. A unos 10 km de Holguín, en un lugar conocido como Las Calabazas se descompuso el auto. Todos bajaron. Apareció un mecánico que vivía cerca. Podía repararlo, desde luego, pero lógicamente cobraba por el arreglo y Gildo ya no tenía dinero. En ese instante un automóvil detuvo su marcha junto a ellos. Abriendo la portezuela del Oldsmobile 1949 de su propiedad que venía manejando, Ernesto Tizol se bajó a verlos...
Tizol conducía el penúltimo carro que había salido de La Habana la noche anterior. Una de sus llegadas al apartamento de Abel fue instantes después que Fidel había entregado a Quintela la llave del Dodge que utilizó durante todo ese día y en el que se suponía iría a Oriente. Quintela no pudo conseguir ningún carro. Fidel le cedió el suyo y encomendó a Tizol la búsqueda de otro. Víctor Escalona, jefe de una de las células de La Habana Vieja, se encontraba allí y sugirió la solución. Conocía en su zona un hombre que se dedicaba a ese negocio. Tizol fue con él y llevó a Teodulio Mitchell. Efectivamente, por 50 pesos lograron que les alquilara uno desde el viernes hasta el domingo "para ir a Varadero". Era un Buick azul 1952. Regresaron con él a 25 y O. Allí recogieron los restantes hombres de Escalona: Gilberto Barón Martínez, Eduardo Rodríguez Alemán, y Orlando Cortés Gallardo, y partieron tarde en la noche hacia la carretera.
Tizol conducía a baja velocidad, Fidel así se lo había orientado con el fin de que pudiera detectar cualquier problema ocurrido durante el trayecto a los demás carros. Entró en Catalina de Güines en el momento del incidente de Pedro Marrero con dos de sus pasajeros. Con Marrero fue hasta el ómnibus para disuadirlos a bajar, pero uno de ellos se había sentado al lado de un militar y tuvieron que desistir.
En el resto del trayecto la situación en el auto de Tizol también se hacía cada vez más difícil. Era el propio jefe de la célula, Escalona, quien minaba la moral de sus subalternos con reticencias y constantes preguntas a Tizol. "Pero, ¿a dónde vamos?, ¿qué es lo que vamos a hacer?, ¿cuándo vamos a llegar?" y otras interrogantes eran frecuentemente repetidas con ansiedad.
Al mediodía del sábado almorzaron en Camagüey en una atmósfera tensa, en que el temor apuntaba transformarse en pánico. Tizol debía luchar solo, con explicaciones y órdenes, sin cometer indiscreciones prohibidas, pero al rato se notaba otra vez la influencia de Escalona sobre su grupo.
Unos 10 km antes de llegar a Holguín, en un lugar conocido como Las Calabazas, Tizol divisó hacia delante, a lo lejos, un auto detenido en la carretera, con el capó levantado. Según fue acercándose adquirió la certeza de que era algún carro del contingente. Aún antes de llegar, distinguió la inconfundible figura de Gildo Fleitas. Sabía que en ese carro viajaba Gómez García. Detuvo su Oldsmobile. Se bajó y fue a hablar con ellos. Le entregó dinero a Gildo para que pudiera pagar al mecánico por el arreglo y decidieron que Escalona pasara al auto de Gildo, y Raúl Gómez García se cambiara para el de Tizol. Escalona, en medio del grupo entusiasta encabezado por Gildo, quedó aislado y sin posibilidad de expresar sus preocupaciones y temores. Sin la influencia de su jefe, los miembros de su célula que continuaron la travesía con Tizol se vieron liberados de aquella actitud depresiva. A esto se sumó el fervor de Gómez García, quien desde que subió al carro comenzó a levantar los ánimos con su vehemencia característica. Lo primero que hizo fue sacar unas cuartillas y, con vibrante voz, recitar su poema " Ya estamos en combate".
Tizol manejó a poca velocidad el tramo de Holguín hacia Bayamo. Le preocupaba no haber visto a Fidel durante el trayecto hasta Oriente. Casi al llegar a la ciudad monumento divisó por el espejo retrovisor un Buick azul con el techo color crema que se acercaba en la misma dirección. Aminoró más la marcha hasta ser alcanzado, Fidel le hizo señas que lo siguiera y entraron uno detrás del otro en Bayamo...
Los días anteriores al 26 de Julio Fidel durmió muy poco. Y desde el miércoles día 22 que recogió con Montané a Raúl Gómez García para la elaboración del manifiesto, prácticamente no durmió en absoluto. Alternando carros, ayudantes e interlocutores fue febricitante, centro de todos los ajustes y repasos de cada aspecto táctico y estratégico de las acciones militares, dentro del plan de asalto concebido para Bayamo y para Santiago; determinación final del plan de movilización de las masas en el cual se hallaba el llamado al pueblo mediante una programación especial de radio para la rápida creación de milicias armadas populares; órdenes de movilización de células, cálculos de hombres y armas, últimas compras de parque, rentas de automóviles, determinación de sus conductores, de las vías de transporte que utilizaría cada hombre, envalijamiento de armas y uniformes, medios a usar para su despacho, instrucción personal a todos los responsables de las medidas de seguridad que debían adoptarse, búsqueda y distribución de dinero, expedición de cheques para gastos finales y una multitud de detalles ninguno de los cuales podía quedar desatendido.
El viernes 24 de julio transcurrió para Fidel con esa misma tónica, moviéndose entre 25 y O y Jovellar 107, entre los apartamentos de Abel y el de Melba, pero, además, hizo algunas salidas especiales, siempre con Mitchell de chofer, primero en el Dodge negro y después en el Buick azul. Con Alcalde va a Calabazar. Recoge a Pedro Trigo y Ernesto González y se dirigen a Boyeros. Filiberto Zamora, jefe de la célula local no está. Continúan a Santiago de las Vegas y ocurre lo mismo con Celso Stakeman. Los lugares y actividades se suceden con vertiginosidad de vorágine. En 25 y O, instrucciones, armas, parque, despacho de hombres. Despacho de armas, parque, uniformes, hombres y órdenes en Jovellar 107. En 23 y 18, reunión con Pepe Suárez y los hombres de Artemisa y Guanajay. Al anochecer pasa por la casa de Mario Dalmau, en el Cerro; allí, un bocadito y un vaso de leche, quizás todo el alimento de ese turbulento día. Llega la noche. Y de nuevo a la carretera de Rancho Boyeros. "En la carretera tuvimos un incidente con una perseguidora que nos puso una multa por un Pare que no obedecí" —dice Teodulio Mitchell. "Fidel les dijo que íbamos rápido a esperar una familia que llegaba al aeropuerto. Cuando nos fuimos de allí, comentó: ‘Quién les habrá dicho a estos que a esta hora llegan aviones’." Recogen a Manuel Lorenzo, telegrafista de la aeronáutica civil, a quien Fidel habla de un trabajo que necesita hacer en Oriente. De Boyeros a Marianao. En Marianao al café de Raúl, en la calle 51, entrevista con Aguilerita. Escala en Nicanor del Campo 303 (hoy avenida 39 No. 4804 entre 48 y 50), apartamento de Fidel, despedida de su familia. Equipaje: una guayabera y un libro de Lenin. De Marianao al Vedado, calle 11 No. 910 entre 6 y 8, casa de Naty Revuelta, donde recoge una copia mecanografiada y el manuscrito del manifiesto que le había entregado dos días antes para su reproducción mecanográfica, y le da nuevas instrucciones.
De ahí, a la Calzada de Güines, a la carretera central, a Jamaica, de nuevo Aguilerita; Nito Ortega pasa al carro de Fidel. En Matanzas coincide con Pedro Marrero. Se detienen ambos carros. Marrero relata el incidente de Catalina. De Matanzas a Colón, casa de Mario Muñoz, instrucción: esperar en el entronque hacia El Cobre; desayuno. Carretera a Santa Clara. Óptica López, Cuba 18 esquina a Máximo Gómez, nuevos espejuelos para reponer los olvidados en Jovellar 107. Carretera a Placetas, Cabaiguán, Sancti Spíritus, Ciego de Ávila, Florida. Camagüey, almuerzo. Carretera a Sibanicú, Cascorro, Guáimaro, Tunas, Holguín, Cacocún, Cauto Cristo...
Cuando están próximos a Bayamo, Teodulio Mitchell va dando alcance a un carro verde. Más cerca, ve que es un Oldsmobile. Reduce la velocidad. Sí, se trata de Ernesto Tizol. Al pasarlo, Fidel hace señas para que lo siga. Uno detrás del otro entran en Bayamo, alrededor de las seis de la tarde del sábado. Ambos se detienen frente a las oficinas de los ómnibus La Cubana y conversan durante un rato en la acera. Fidel piensa dejar a Tizol en Bayamo, pero después recuerda que, anteriormente, le ha fijado la misión de partir de Santiago a Bayamo al frente de una columna para reforzar esta avanzada frente al Cauto cuando tomen el Moncada, y decide que continúe el viaje. Manda a decirle a Abel que ya él se encuentra en Bayamo y que después seguirá para allá. Tizol parte en su auto a cubrir el último tramo que le resta para llegar a Santiago de Cuba, y Fidel va hacia el lugar de concentración de los hombres que combatirán en Bayamo.
En Bayamo ya estaban los 25 hombres que habían viajado desde La Habana para participar en la acción. Veintitrés llegaron repartidos en cuatro automóviles que condujeron Aguilera, (2) Raúl Martínez,(3) su hermano Mario (4) y Gerardo Pérez Puelles. (5) Ramiro Sánchez Domínguez y Rolando Rodríguez lo hicieron por tren y transportaron las maletas con uniformes, parque y armas destinadas a Bayamo. Las maletas les habían sido entregadas el día anterior por Fidel en la casa de Orlando Castro, en La Habana Vieja. Raúl Martínez y Gerardo Pérez Puelles los esperaron en un crucero ferrocarrilero y, en un auto, los llevaron para el Gran Casino, con las maletas que fueron dejadas bajo llave en una de las habitaciones.
Cuando Fidel llegó al hospedaje Gran Casino se reunió con Raúl Martínez Araras, que sería el jefe de la operación, y con Ñico López, Aguilera, Pérez Puelles y Orlando Castro, que funcionarían como jefes de escuadras, y les detalló uno a uno los distintos pasos para ejecutar el asalto al cuartel y las medidas posteriores a poner en práctica. Se repasó una y otra vez el plan y orientó la forma y el momento de comunicar la primera parte del plan y de distribuir los uniformes y armas al resto de los hombres.
Alrededor de las 10:00 de la noche partió Fidel de Bayamo. "Pero precisamente, antes de llegar a Palma Soriano —recuerda Teodulio Mitchell—, tenemos que detenernos en una barrera de control del ejército. Paran todos los automóviles y los registran. Detengo el auto también. Un soldado se dirige hacia mí, pero lo reconozco. Era, como yo, de Palma Soriano. ‘Salud, Mora’, le digo y lo saludo con la mano. ‘¿Eres tú, Mitchell? Vamos, pasa’.Reanudo la marcha y Fidel me dice entre dientes: ‘Les queda muy poco’".
Pasaba ya de las 12:00 de la noche cuando desde la carretera, que serpenteaba en bajada las montañas, Fidel divisó hacia abajo el parpadeo de las luces titilando en la oscuridad: ¡Santiago de Cuba! Aún era de noche, pero ya era el domingo 26 de Julio. Dentro de cinco horas, rompiendo por el oriente, se abriría, con el sol, una nueva alborada.
Los choferes funcionaban como jefes para los demás tripulantes. Eran los que llevaban el dinero para gastos en la travesía, los únicos que conocían el lugar hacia el que viajaban y la dirección exacta a donde debían dirigirse, una vez que llegaran a Santiago. Iban con Quintela el joven visitador médico, Julio Trigo, hermano de Pedro, el pintor y mecánico René Bedia, José Luis López y Argelio Guzmán. El miedo se aposentó en el carro a poco de salir de La Habana. Argelio Guzmán, nervioso, empezó a quejarse de dolor en el estómago. No habían pasado de Catalina de Güines cuando vomitó. En Matanzas, Julio le dio algunas pastillas y lo inyectó, pero no mejoró su estado de ánimo. En Colón sufrió ya una crisis nerviosa. Imposible de controlar, se le permitió bajar del carro.
Las medidas de seguridad, en cuanto a discreción, dejaban ver su efectividad. Regresó solo a Calabazar, pero únicamente hubiera podido decir que había llegado hasta Colón. No sabía nada más. Ni siquiera a qué lugar de la provincia de Matanzas, o de Las Villas, Camagüey u Oriente se dirigían sus demás compañeros ni cuál era el objetivo de ese viaje. El resto de la travesía transcurrió en calma. En El Cobre hicieron una parada. Lugar de peregrinación, contaba con una iglesia para los devotos de la Virgen de la Caridad. El grupo se hizo tomar una foto. Sería la última en que aparece Julio Trigo, el único que perdería la vida en Santiago de Cuba de los nueve hombres de Calabazar que llegaron para participar en la acción.
Igual ocurriría con los tripulantes del auto manejado por Boris Luis Santa Coloma, del comando de dirección del movimiento. De los que iban allí únicamente este sería asesinado en los sucesos del Moncada. Todos se conocían, comenzando por su compañero de trabajo e ideales Vicente Chávez Fernández. Técnico en refrigeración, Vicente Chávez era un estrecho colaborador de Boris en las luchas sindicales contra la administración de la Frigidaire. Regresaría a La Habana después del combate y el lunes se presentaba en su centro de trabajo. Tiempo después la empresa decidiría liquidar sus talleres, transformados en un verdadero foco revolucionario. Gratificó a los obreros con un mes de salario por cada año trabajado.
Con ese dinero, estos compraron los camiones y equipos de la propia Frigidaire y crearon una cooperativa denominada Frialco, sociedad anónima, en cuyo frente estuvo Chávez hasta resultar asesinado por la tiranía el 9 de abril de 1958 en plena lucha clandestina.
En el auto de Boris Luis también fueron para Santiago de Cuba tres de los miembros de la célula que había organizado en Madruga, su pueblo natal: Orbeín Hernández, Ulises Sarmiento y Manuel Suardíaz. Orbeín, como secretario general de la juventud ortodoxa de Madruga, conocía a Fidel desde 1951 y lo apoyó en sus aspiraciones para ocupar un escaño en la Cámara de Representantes; pocos meses antes del golpe había organizado un acto de masas en su pueblo, en el que habló Fidel al ser proclamado como candidato de la juventud de esa localidad. Sin embargo, Orbeín ingresaría en el movimiento por contacto con Boris Luis. Boris iba casi todos los domingos por Madruga y, a principio de ese año del centenario, lo visitó un día en compañía de Fidel.
Oscar Alcalde, también miembro de la dirección del movimiento, guiaba su Plymouth crema en que viajaban cuatro obreros de la construcción de la célula de Poey: Armando Mestre Martínez, Juan Almeida Bosque, Emilio Albentosa Chacón y Moisés Maffut. Maffut era el jefe de esta célula, pero con el transcurrir del tiempo sería el único que desertaría de la Revolución. Mestre y Almeida sobrevivirían al combate y, apresados junto a Fidel, pasarían 22 meses en prisión, fundarían el MR-26-7, saldrían al exilio y regresarían en el Granma. Aunque no combatió en el Moncada, Emilio Albentosa también estaría, tres años y medio después del Moncada, entre los 82 expedicionarios del Granma. De los 87 combatientes del 26 de julio de 1953 que sobrevivieron a la acción, 19 también inscribirían sus nombres en la heroica hazaña del Granma.
En el Oldsmobile propiedad de su padre que guiaba Ángel Díaz Francisco también todos se conocían. Eran estudiantes de la Universidad de La Habana, con excepción del joven trabajador Gustavo Arcos muy vinculado, sin embargo, a todas las actividades contr
a la tiranía que se originaban en la universidad. Jesús Blanco Alba y Carlos Merilles Acosta integraban este grupo. A pesar de que no guiaba el auto, era el estudiante Abelardo Crespo quien había recibido las orientaciones sobre el punto de destino y el lugar de contacto en Santiago de Cuba.
Otros dos estudiantes universitarios, Pedro Miret y Léster Rodríguez, viajaban en esos momentos en diferentes ómnibus como responsables de dos grupos que en total sumaban 30 hombres.
José Francisco Costa Velázquez y Jaime Costa Chávez vivían en Guanajay. Eran primos, pero viajaron en uno de los ómnibus sin hablarse, como si no se conocieran. En el mismo ómnibus iban los demás integrantes de la célula de Guanajay: José Ramón Martínez, Alfredo Corcho —quien igual que su primo Rigoberto Corcho, de Artemisa, sería asesinado después de la acción—, Ángel Sánchez y el jefe de la célula, Abelardo García Ylls.
Veinte artemiseños fueron en los ómnibus (1), entre ellos Ramiro Valdés, responsable de la célula central de Artemisa y cinco de los seis jefes de células de esa localidad que la completaban: Carmelo Noa, Rigoberto Corcho, Julito Díaz, Ciro Redondo y Gerardo Granados.
El sexto integrante de la célula central de Artemisa, Severino Rosell, va junto con Pepe Suárez, organizador del movimiento en la provincia de Pinar del Río, y los también artemiseños Gregorio Careaga, José Antonio Labrador y Ricardo Santana en el auto que conduce el trabajador ferroviario Mario Dalmau.
El grupo de 28 artemiseños que combatieron en el Moncada se completaba con Ramón Pez Ferro, que iba en el auto de Héctor de Armas, también arrendado, Rosendo Menéndez que fue por tren, y Orlando Galán, que lo hizo en la máquina que manejaba Pedro Marrero.
Alto, corpulento, Pedro Marrero conducía sin dificultad. Comparado con el pesado camión de transportar cerveza que durante años había guiado, aquel moderno Chevrolet 1953 le parecía un juguete. Era uno de los cinco carros que Tizol había adquirido en a
rrendamiento en los últimos días. Con él viajaban Generoso Llanes, de Jaimanitas, y Orlando Galán y dos jóvenes más de Artemisa. La estridente sirena de un carro patrullero sobresaltó a Pedro Marrero cuando apenas había salido del garaje detrás de la terminal de ómnibus, donde le acababan de echar gasolina. Se arrimó a su derecha y detuvo el carro al ser bloqueado por la perseguidora. Dijo a sus acompañantes: "Déjenme hablar. Recuerden que vamos a Varadero. No lo olviden". Uno de los policías se aproximó y preguntó a dónde iban tan deprisa. "A Varadero", contestó Marrero. "Bueno, abran el maletero." La mano de Marrero tembló ligeramente al introducir la llave. ¿Vendrían armas en el maletero? Apretó el botón, la tapa cedió. Estaba vacío. Una vez más, funcionaban adecuadamente las medidas de seguridad asumidas para la travesía.
Ajeno a la preocupación de Marrero, el ancho y musculoso marino Generoso Llanes presenció toda la operación apenas sin inmutarse. Ocho días antes, el 17 de julio, había cumplido 38 años. Entre todos los revolucionarios que combatirían el 26 de Julio, ocupaba el sexto lugar entre los de mayor edad. Le antecedía el obrero agrícola Manuel Rolo, con 50 años, el cocinero Manuel Gómez, con 42, el médico Marío Muñoz, con 41, y el trabajador azucarero Luciano González Camejo y el también cocinero Virginio Gómez, con 40; todos fueron asesinados tras el asalto.
La parada en Catalina de Güines para tomar café abrió la oportunidad a un enojoso incidente. Alfredo Sánchez y otro joven también artemiseño conocido por el Jimagua, del central Andorra, echaron a correr y subieron a un ómnibus en viaje hacia La Habana, que se encontraba detenido en la senda contraria. Con el de Nueva Paz que desistió en el tren, y el de Calabazar —en el auto de Quintela—, serían los únicos cuatro en partir que no arribarían a Oriente.
La máquina del locuaz Gildo Fleitas fue una de las primeras en partir de La Habana, a pesar de todos los trajines en que estuvo ese día. A las 3:00 de la tarde salió de 25 y O, con el gastronómico Gerardo Sosa, Sosita, que desde principio de ese año se encontraba sin trabajo, y Raúl Gómez García, el poeta de la Generación del Centenario, quien desde que fuera cesanteado en el colegio Baldor vivía de dar clases privadas en sus casas a alumnos aislados. Dos días antes, el miércoles 22 de julio, Fidel lo había ido a buscar con Montané. Raúl se disponía a salir de su casa con una de sus hermanas para una fiestecita entre amigos. Su cita de esa noche, sin embargo, sería con la historia. Regresó el jueves por la mañana a la casa. Había pasado toda esa noche en la redacción del Manifiesto del Moncada.
En el molino arrocero de los Sosa, para quienes Gildo trabajaba como secretario y administrador de la finca Ácana, recogieron unas latas de gasolina, cambiaron después un cheque por 50 pesos para los gastos de viaje y fueron a buscar en San Lázaro e Infanta a los tres miembros de la célula de San Leopoldo que participarían en la acción: Reinaldo Benítez, su jefe, e Israel Tápanes y Carlos González Seijas. Completo el personal, Gildo pasó por la oficina de los Sosa en Consulado 9 a recoger los materiales preparados para la programación especial de radio que se había proyectado, una vez en posesión del cuartel Moncada.
Siempre en los planes de Fidel la participación de las masas, este aspecto no podía ser olvidado. Se había concebido hasta en los más pequeños detalles, incluyendo sus variantes. El proyecto comenzó a elaborarse paso a paso casi simultáneamente con la concepción de las acciones militares.
El llamamiento a los santiagueros y a todos los cubanos, en general, se haría mediante esa programación. Una grabación de la última alocución radial de Eduardo Chibás —"El último aldabonazo"— constituiría el elemento movilizativo fundamental. A este hab
rían de sumarse dos poemas de Raúl Gómez —"Ya estamos en combate" y "Reclamo del centenario"— leídos en vivo por su autor al igual que el manifiesto donde se explicaban las raíces, razones y objetivos del movimiento para el inicio de la acción insurreccional. La programación se completaba con el Himno Nacional, el Himno Invasor y otros himnos y marchas tendientes a despertar un estado de ánimo proclive al combate entre la población. Las polonesas de Chopin, la Sinfonía Heroica de Beethoven y varias composiciones más de este y otros autores integraban parte del programa. Siete semanas antes, Naty Revuelta había adquirido en la Discoteca, tienda ubicada en Radiocentro, hasta el último de estos discos.
Los conocimientos de radio que poseía el médico Muñoz potenciaban la utilidad de su presencia en Santiago; en caso necesario, podría hacerse cargo de la parte técnica de las transmisiones. Frustrado el éxito del asalto, Raúl Gómez García y Mario Muñoz fueron apresados en el hospital junto con Abel, y asesinados por la soldadesca ebria de venganza. Aquel día no escucharon los santiagueros la voz del poeta. Sin embargo, trascendiendo el límite de la muerte que no alcanza la vida de los héroes, sus versos habitan encendidos, incendiantes, en el corazón del pueblo.
En el auto de Gildo el ambiente era realmente festivo con sus constantes bromas. Gordo, muy gordo, sus ojos azules chispeaban en su rostro rosado de rubio. Más que alegre se ha dicho que Gildo era la alegría misma. Dos meses antes, el 28 de mayo, se había casado con Paquita González Gómez, y una veintena de compañeros le ofrecieron una fiesta de "despedida de soltero". Existe la constancia gráfica: una foto del grupo en un bar restaurant de la playa de Miramar lo muestra junto a Fidel, Pedro Marrero, Chenard, Oramas, Virginio Gómez, Vicente Chávez, Montané y un grupo de amigos de su barriada de La Ceiba. Dado a las bromas, las aceptaba alegre como un niño travieso: sus amigos lo agarraron entre varios, le quitaron los calzoncillos y estamparon sus firmas como recuerdo de la jocosa "despedida".
El auto hizo numerosas paradas. La vigilancia represiva se extremaba en las carreteras por la presencia de Batista en Varadero y un acto de su Partido Acción Unitaria (PAU) en Oriente. Pero no tuvieron dificultad en la travesía, Gildo se las había agenciado para conseguir —para él y los demás carros— unas banderitas del 4 de septiembre que agitaban todos fuera de las ventanillas al arribar a las barreras militares de control, mientras él gritaba: "Somos de la juventud del PAU." En la medianoche detuvo el automóvil y se tiraron sobre la yerba de un promontorio a descansar. Al mediodía del sábado almorzaron en Camagüey. "Muchachos, hay que comer sabroso, porque a lo mejor esta es la última comida", fue la expresión de Gildo al extender la servilleta. A Tápanes le encasquetó un sombrero hasta las orejas. Se habían detenido en una tienda de campo junto a la carretera. A Israel le llamó la atención un bonito sombrero de vaquero. Sin decir nada, Gildo lo cogió, se lo encajó a Tápanes en la cabeza y lo pagó al tendero. Sin embargo, el pequeño y delgado Sosita era el principal objetivo de sus bromas. En más de una de las paradas le agarraba ambas orejas mientras decía: "Hijo, hueles a muerto". No todas las paradas del carro de Gildo fueron voluntarias. A unos 10 km de Holguín, en un lugar conocido como Las Calabazas se descompuso el auto. Todos bajaron. Apareció un mecánico que vivía cerca. Podía repararlo, desde luego, pero lógicamente cobraba por el arreglo y Gildo ya no tenía dinero. En ese instante un automóvil detuvo su marcha junto a ellos. Abriendo la portezuela del Oldsmobile 1949 de su propiedad que venía manejando, Ernesto Tizol se bajó a verlos...
Tizol conducía el penúltimo carro que había salido de La Habana la noche anterior. Una de sus llegadas al apartamento de Abel fue instantes después que Fidel había entregado a Quintela la llave del Dodge que utilizó durante todo ese día y en el que se suponía iría a Oriente. Quintela no pudo conseguir ningún carro. Fidel le cedió el suyo y encomendó a Tizol la búsqueda de otro. Víctor Escalona, jefe de una de las células de La Habana Vieja, se encontraba allí y sugirió la solución. Conocía en su zona un hombre que se dedicaba a ese negocio. Tizol fue con él y llevó a Teodulio Mitchell. Efectivamente, por 50 pesos lograron que les alquilara uno desde el viernes hasta el domingo "para ir a Varadero". Era un Buick azul 1952. Regresaron con él a 25 y O. Allí recogieron los restantes hombres de Escalona: Gilberto Barón Martínez, Eduardo Rodríguez Alemán, y Orlando Cortés Gallardo, y partieron tarde en la noche hacia la carretera.
Tizol conducía a baja velocidad, Fidel así se lo había orientado con el fin de que pudiera detectar cualquier problema ocurrido durante el trayecto a los demás carros. Entró en Catalina de Güines en el momento del incidente de Pedro Marrero con dos de sus pasajeros. Con Marrero fue hasta el ómnibus para disuadirlos a bajar, pero uno de ellos se había sentado al lado de un militar y tuvieron que desistir.
En el resto del trayecto la situación en el auto de Tizol también se hacía cada vez más difícil. Era el propio jefe de la célula, Escalona, quien minaba la moral de sus subalternos con reticencias y constantes preguntas a Tizol. "Pero, ¿a dónde vamos?, ¿qué es lo que vamos a hacer?, ¿cuándo vamos a llegar?" y otras interrogantes eran frecuentemente repetidas con ansiedad.
Al mediodía del sábado almorzaron en Camagüey en una atmósfera tensa, en que el temor apuntaba transformarse en pánico. Tizol debía luchar solo, con explicaciones y órdenes, sin cometer indiscreciones prohibidas, pero al rato se notaba otra vez la influencia de Escalona sobre su grupo.
Unos 10 km antes de llegar a Holguín, en un lugar conocido como Las Calabazas, Tizol divisó hacia delante, a lo lejos, un auto detenido en la carretera, con el capó levantado. Según fue acercándose adquirió la certeza de que era algún carro del contingente. Aún antes de llegar, distinguió la inconfundible figura de Gildo Fleitas. Sabía que en ese carro viajaba Gómez García. Detuvo su Oldsmobile. Se bajó y fue a hablar con ellos. Le entregó dinero a Gildo para que pudiera pagar al mecánico por el arreglo y decidieron que Escalona pasara al auto de Gildo, y Raúl Gómez García se cambiara para el de Tizol. Escalona, en medio del grupo entusiasta encabezado por Gildo, quedó aislado y sin posibilidad de expresar sus preocupaciones y temores. Sin la influencia de su jefe, los miembros de su célula que continuaron la travesía con Tizol se vieron liberados de aquella actitud depresiva. A esto se sumó el fervor de Gómez García, quien desde que subió al carro comenzó a levantar los ánimos con su vehemencia característica. Lo primero que hizo fue sacar unas cuartillas y, con vibrante voz, recitar su poema " Ya estamos en combate".
Tizol manejó a poca velocidad el tramo de Holguín hacia Bayamo. Le preocupaba no haber visto a Fidel durante el trayecto hasta Oriente. Casi al llegar a la ciudad monumento divisó por el espejo retrovisor un Buick azul con el techo color crema que se acercaba en la misma dirección. Aminoró más la marcha hasta ser alcanzado, Fidel le hizo señas que lo siguiera y entraron uno detrás del otro en Bayamo...
Los días anteriores al 26 de Julio Fidel durmió muy poco. Y desde el miércoles día 22 que recogió con Montané a Raúl Gómez García para la elaboración del manifiesto, prácticamente no durmió en absoluto. Alternando carros, ayudantes e interlocutores fue febricitante, centro de todos los ajustes y repasos de cada aspecto táctico y estratégico de las acciones militares, dentro del plan de asalto concebido para Bayamo y para Santiago; determinación final del plan de movilización de las masas en el cual se hallaba el llamado al pueblo mediante una programación especial de radio para la rápida creación de milicias armadas populares; órdenes de movilización de células, cálculos de hombres y armas, últimas compras de parque, rentas de automóviles, determinación de sus conductores, de las vías de transporte que utilizaría cada hombre, envalijamiento de armas y uniformes, medios a usar para su despacho, instrucción personal a todos los responsables de las medidas de seguridad que debían adoptarse, búsqueda y distribución de dinero, expedición de cheques para gastos finales y una multitud de detalles ninguno de los cuales podía quedar desatendido.
El viernes 24 de julio transcurrió para Fidel con esa misma tónica, moviéndose entre 25 y O y Jovellar 107, entre los apartamentos de Abel y el de Melba, pero, además, hizo algunas salidas especiales, siempre con Mitchell de chofer, primero en el Dodge negro y después en el Buick azul. Con Alcalde va a Calabazar. Recoge a Pedro Trigo y Ernesto González y se dirigen a Boyeros. Filiberto Zamora, jefe de la célula local no está. Continúan a Santiago de las Vegas y ocurre lo mismo con Celso Stakeman. Los lugares y actividades se suceden con vertiginosidad de vorágine. En 25 y O, instrucciones, armas, parque, despacho de hombres. Despacho de armas, parque, uniformes, hombres y órdenes en Jovellar 107. En 23 y 18, reunión con Pepe Suárez y los hombres de Artemisa y Guanajay. Al anochecer pasa por la casa de Mario Dalmau, en el Cerro; allí, un bocadito y un vaso de leche, quizás todo el alimento de ese turbulento día. Llega la noche. Y de nuevo a la carretera de Rancho Boyeros. "En la carretera tuvimos un incidente con una perseguidora que nos puso una multa por un Pare que no obedecí" —dice Teodulio Mitchell. "Fidel les dijo que íbamos rápido a esperar una familia que llegaba al aeropuerto. Cuando nos fuimos de allí, comentó: ‘Quién les habrá dicho a estos que a esta hora llegan aviones’." Recogen a Manuel Lorenzo, telegrafista de la aeronáutica civil, a quien Fidel habla de un trabajo que necesita hacer en Oriente. De Boyeros a Marianao. En Marianao al café de Raúl, en la calle 51, entrevista con Aguilerita. Escala en Nicanor del Campo 303 (hoy avenida 39 No. 4804 entre 48 y 50), apartamento de Fidel, despedida de su familia. Equipaje: una guayabera y un libro de Lenin. De Marianao al Vedado, calle 11 No. 910 entre 6 y 8, casa de Naty Revuelta, donde recoge una copia mecanografiada y el manuscrito del manifiesto que le había entregado dos días antes para su reproducción mecanográfica, y le da nuevas instrucciones.
De ahí, a la Calzada de Güines, a la carretera central, a Jamaica, de nuevo Aguilerita; Nito Ortega pasa al carro de Fidel. En Matanzas coincide con Pedro Marrero. Se detienen ambos carros. Marrero relata el incidente de Catalina. De Matanzas a Colón, casa de Mario Muñoz, instrucción: esperar en el entronque hacia El Cobre; desayuno. Carretera a Santa Clara. Óptica López, Cuba 18 esquina a Máximo Gómez, nuevos espejuelos para reponer los olvidados en Jovellar 107. Carretera a Placetas, Cabaiguán, Sancti Spíritus, Ciego de Ávila, Florida. Camagüey, almuerzo. Carretera a Sibanicú, Cascorro, Guáimaro, Tunas, Holguín, Cacocún, Cauto Cristo...
Cuando están próximos a Bayamo, Teodulio Mitchell va dando alcance a un carro verde. Más cerca, ve que es un Oldsmobile. Reduce la velocidad. Sí, se trata de Ernesto Tizol. Al pasarlo, Fidel hace señas para que lo siga. Uno detrás del otro entran en Bayamo, alrededor de las seis de la tarde del sábado. Ambos se detienen frente a las oficinas de los ómnibus La Cubana y conversan durante un rato en la acera. Fidel piensa dejar a Tizol en Bayamo, pero después recuerda que, anteriormente, le ha fijado la misión de partir de Santiago a Bayamo al frente de una columna para reforzar esta avanzada frente al Cauto cuando tomen el Moncada, y decide que continúe el viaje. Manda a decirle a Abel que ya él se encuentra en Bayamo y que después seguirá para allá. Tizol parte en su auto a cubrir el último tramo que le resta para llegar a Santiago de Cuba, y Fidel va hacia el lugar de concentración de los hombres que combatirán en Bayamo.
En Bayamo ya estaban los 25 hombres que habían viajado desde La Habana para participar en la acción. Veintitrés llegaron repartidos en cuatro automóviles que condujeron Aguilera, (2) Raúl Martínez,(3) su hermano Mario (4) y Gerardo Pérez Puelles. (5) Ramiro Sánchez Domínguez y Rolando Rodríguez lo hicieron por tren y transportaron las maletas con uniformes, parque y armas destinadas a Bayamo. Las maletas les habían sido entregadas el día anterior por Fidel en la casa de Orlando Castro, en La Habana Vieja. Raúl Martínez y Gerardo Pérez Puelles los esperaron en un crucero ferrocarrilero y, en un auto, los llevaron para el Gran Casino, con las maletas que fueron dejadas bajo llave en una de las habitaciones.
Cuando Fidel llegó al hospedaje Gran Casino se reunió con Raúl Martínez Araras, que sería el jefe de la operación, y con Ñico López, Aguilera, Pérez Puelles y Orlando Castro, que funcionarían como jefes de escuadras, y les detalló uno a uno los distintos pasos para ejecutar el asalto al cuartel y las medidas posteriores a poner en práctica. Se repasó una y otra vez el plan y orientó la forma y el momento de comunicar la primera parte del plan y de distribuir los uniformes y armas al resto de los hombres.
Alrededor de las 10:00 de la noche partió Fidel de Bayamo. "Pero precisamente, antes de llegar a Palma Soriano —recuerda Teodulio Mitchell—, tenemos que detenernos en una barrera de control del ejército. Paran todos los automóviles y los registran. Detengo el auto también. Un soldado se dirige hacia mí, pero lo reconozco. Era, como yo, de Palma Soriano. ‘Salud, Mora’, le digo y lo saludo con la mano. ‘¿Eres tú, Mitchell? Vamos, pasa’.Reanudo la marcha y Fidel me dice entre dientes: ‘Les queda muy poco’".
Pasaba ya de las 12:00 de la noche cuando desde la carretera, que serpenteaba en bajada las montañas, Fidel divisó hacia abajo el parpadeo de las luces titilando en la oscuridad: ¡Santiago de Cuba! Aún era de noche, pero ya era el domingo 26 de Julio. Dentro de cinco horas, rompiendo por el oriente, se abriría, con el sol, una nueva alborada.