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¡Mientes, Chaviano!

Date: 

29/05/1955

Source: 

Bohemia

En réplica a un editorial donde Bohemia denuncia valientemente el carácter fascista del palmacristazo propinado a dos locutores de la CMKC por agentes del coronel Alberto del Río Chaviano, este produce una carta infortunada que ha llenado de asombro, incertidumbre e indignación a la ciudadanía. Estoy por creer que tamaño desatino ha encontrado la desaprobación íntima de los propios voceros oficiales que como los directores de Pueblo y de Gente han saludado con altura nuestra salida de las prisiones.

Cualquiera que tenga el más elemental sentido de la opinión pública comprenderá el tremendo daño que para el régimen pueden derivarse de tan torpe e hiriente pronunciamiento.

¿Qué se propone el señor Chaviano con esa carta? ¿Forma esto parte de un plan criminal de provocación contra los que acabamos de salir de las prisiones?

¿Habrá creído acaso, en la ceguera de sus entorchados de coronel y en su hábito de mandar en la brava tierra oriental con la omnipotencia de un amo absoluto, que los que volvemos a la lucha después de veintidós meses de injusto encierro, sin más armas que la razón y la dignidad, no sabremos responderle con toda la energía y entereza que las circunstancias requieren? ¿Por qué si la revista Bohemia lo emplaza para explicar un brutal atropello a la libertad de expresión y a los derechos individuales, lejos de responder a ello con razones convincentes, escribe un largo párrafo provocador, ofensivo, calumniador y venenoso contra nosotros? ¿Lo traiciona acaso el subconsciente, le remuerde tan atrozmente la conciencia que pretende excusarse ahora de hechos mil veces más graves aún que atosigar de palmacristi a dos indefensos locutores que denunciaron el juego ilícito, porque al igual que Lady Macbeth no le alcanzan las aguas del océano para lavar de sus manos la mancha de sangre del 26 de julio?

Dijimos al salir de las prisiones que ni a la voz del insulto ni al rumor de las cadenas, habíamos aprendido a odiar.Nuestro primer abrazo fue para un oficial pundonoroso de las fuerzas armadas. El pueblo admiró el gesto. Fueron nuestras expresiones serenas y responsables. La ciudadanía recibió con aplausos y admiración las palabras de un grupo de combatientes que con el valor probado en el peligro y el sacrificio sabía expresarse sin rencor ni altanería y poner su entusiasmo y dignidad al servicio de Cuba. Habíamos dicho que de las prisiones, a pesar de que se nos maltrató hasta lo indecible, salíamos sin prejuicios en la mente ni venenos en el alma que pudieran enturbiar nuestro pensamiento respecto al camino a seguir y que el pueblo de Cuba podía esperar siempre de nosotros una actitud digna y serena a la altura de las circunstancias. Quienes así hablaron permanecieron en el territorio nacional con la frente en alto y la conciencia limpia, como solo pueden hacerlo los que no conocen el miedo y tienen el alma sin mancha y saben cumplir el deber «sencilla y naturalmente».

Cuando, estando todavía preso, se habló de amnistía a base de condiciones previas, la rechazamos enérgicamente aunque ello implicara un encarcelamiento indefinido; cuando al fin se dictó la amnistía sin condiciones nuestras expresiones estuvieron ausentes de odio, mezquindad o venganza. Si a la humillación respondimos con dignidad, al acto justo respondimos con decencia.

¡Qué poca nobleza, qué poca responsabilidad, qué poco sentido del honor se alberga en la mente del miserable provocador que a esta actitud responde con insulto, la mentira y la infamia!

El señor Chaviano nos llama criminales cargados de odios, mientras se califica a sí mismo de militar prestigioso y honorable, consagrado de por vida al ejercicio de las armas, que jamás ha hecho uso abusivo de la fuerza y que le cabe el orgullo de haber respetado la vida de los prisioneros y heridos el 26 de julio.

Al calificativo que nos hace de criminales y cargados de odios, respondo con las palabras del señor fiscal del tribunal de urgencia de Santiago de Cuba, publicadas en la sección En Cuba de la misma Bohemia, donde aparece la malhadada carta, pág. 63, columna 2, párrafo 4: «Por parte de los revolucionarios, no me duele decirlo, actuaron con honradez. Fueron sinceros y valientes, fueron cívicos en la confesión. También actuaron con generosidad y con nobleza. Un ejemplo lo tenemos en este propio Palacio de Justicia donde res-petaron la vida a un grupo de miembros de las fuerzas armadas a quienes pudieron haber matado...».

Jamás en un proceso de esta índole se pronunciaron palabras semejantes por un fiscal acusador. Fue el resultado de las pruebas irrebatibles desarrolladas en el juicio de que ningún soldado fue herido con arma blanca, ningún enfermo del Hospital Militar asesinado, ningún prisionero maltratado y que todos los soldados caí¬dos lo fueron en combate limpio. Los certificados de defunción firmados por médicos militares, las declaraciones de muchos técnicos y militares probados, que no faltaron al juramento de declarar la verdad, e infinidad de pruebas más, dejaron incuestionablemente aclarados los hechos.

El pueblo de Oriente conoce toda la historia; el pueblo de Oriente, en la más grande manifestación multitudinaria que se ha contemplado en la región, clamó delirantemente durante horas por los combatientes del Moncada, y el pueblo, señor Chaviano, no clama ni delira por criminales. En cambio ese mismo pueblo que aplaudía a los que fueron a darlo todo por el decoro de Cuba, gritó incesantemente también: «¡Abajo Chaviano!».

Pero ya que el señor Chaviano lo ha querido, ya que insiste en repetirlas, voy a decir de una vez por qué se fraguaron contra nosotros aquellas mentiras fantásticas. Está bien claro: para desmeritar el heroísmo, para justificar la bárbara masacre que vino después, para ahogar en el terror y en el fango el idealismo de una juventud que no quiso ni está dispuesta a ser esclava de nadie.

No de otro modo actuó Nerón cuando quiso justificar el asesinato de los cristianos acusándolos del incendio de Roma que él mismo había ordenado. Inteligente como es, el pueblo cubano lo comprendió así muy pronto.

Desde las propias prisiones, a pesar de la incomunicación y el rigor, les ganamos la batalla de la verdad. ¿Para qué la censura previa durante noventa días, para qué la Ley de Orden Público, sino para que nunca se supiera la historia verdadera del 26 de julio? Es realmente extraordinario que con media docena de publicaciones clandestinas esa verdad se haya impuesto contra todo un aparato de propaganda oficial que con métodos goebbelianos repetía las mis-mas calumnias. Hoy, solo alguno que otro tonto interesado (más in-teresado que tonto) o un malvado sin conciencia, podría repetirlas. Esta vez, de la calumnia no quedó nada.

En cambio veamos si el señor Chaviano es capaz de responder a los siguientes hechos y datos:

Cuando Batista habló desde el polígono militar de Columbia al día siguiente de los hechos, dijo que los atacantes habíamos tenido 33 muertos; al finalizar la semana nuestros muertos ascendían a más de ochenta. ¿En qué batallas, en qué lugares, en qué combates murieron esos jóvenes? Antes de hablar Batista se había ultimado a más de veinticinco prisioneros; después que él habló se ultimaron cincuenta. ¿Es así como respetó Chaviano la vida de los prisioneros?

Nuestros heridos sobrevivientes ascendieron a cinco en total. Si nuestros adversarios tuvieron 19 caídos y 30 heridos, ¿cómo es posible que nosotros hayamos tenido 80 muertos y cinco heridos? ¿Quién vio nunca combates de 21 muertos y ningún herido como los famosos de Pérez Chaumont en Siboney?

Ahí están las cifras de bajas de los recios combates de la columna invasora en la guerra del 95, tanto aquellos en que salieron victoriosas como en los que fueron vencidas las armas cubanas: combate de Los Indios en Las Villas: 12 heridos, ningún muerto; combate de Mal Tiempo: 4 muertos, 23 heridos; combate de Calimete: 16 muertos, 64 heridos; combate de La Palma: 39 muertos, 88 heridos; combate de Cacarajícara: 5 muertos, 13 heridos; combate del Descanso: 4 muertos, 45 heridos; combate de San Gabriel del Lombillo: 2 muertos, 18 heridos... en todos absolutamente el número de heridos es dos veces, tres veces y hasta diez veces mayor que el de muertos.

No existían entonces los modernos adelantos de la ciencia médica que disminuyen la proporción de muertos. ¿Cómo puede explicarse la fabulosa proporción de 16 muertos por cada un herido, si no es rematando a estos en los mismos hospitales y ultimando después a los indefensos prisioneros? Estos números hablan sin réplica posible. ¿Es así como el señor Chaviano curó a los heridos?

Mas, si estos datos y cifras no bastaran, acudo al testimonio público del señor Waldo Pérez Almaguer, que era en aquellos momen-tos nada menos que gobernador de Oriente y que, según sus propias palabras, fue destituido del cargo por su inconformidad con la espantosa matanza de prisioneros. ¡Ah, si Waldo Pérez estuviera dispuesto a decir valientemente todo cuanto sabe!

Inmunidad parlamentaria tiene; esperamos de él que tendrá también el civismo necesario. Menciona el señor Chaviano el hecho de que se respetara la vida del jefe de los revolucionarios cuando se rindió a las fuerzas armadas. Eso no es argumento. Dígase de una vez por todas, porque se ha querido tejer mucha maraña en torno a mi detención, que yo nunca me rendí al ejército. Después de resistir durante una semana con 17 compañeros el cerco de 1 500 hombres, al amanecer del sábado 1 de agosto, encontrándome en unión de José Suárez y Oscar Alcalde, completamente extenuados por el hambre y la sed, una patrulla, al mando del teniente Sarría,nos despertó con los fusiles sobre el pecho.

Acompañaban a Sarría el cabo Suárez, el soldado Rodríguez, el soldado Batista y varios números más. Ninguno de ellos me reconoció en el primer instante. Cuando algunos miembros de la patrulla se disponían a ultimarnos en pleno campo con las manos atadas a la espalda, el referido militar gritó con formidable energía: « ¡No hagan eso, que las ideas no se matan!». Al ver aquel gesto singular, me erguí delante de él y le di mi nombre, informándole mi condición de jefe principal de los combatientes. Por toda respuesta aquel caballeroso militar me rogó que guardara en secreto mi identidad, se constituyó en guardián mío y me condujo directamente al vivac de Santiago de Cuba donde, enterado el pueblo y la prensa de mi presencia, fue ya imposible asesinarme. Habían transcurrido seis días de los hechos y en el pueblo se levantaba un inmenso clamor contra la matanza sin precedentes de prisioneros.

Aunque en aquella ocasión guardé discreto silencio sobre las hermosas palabras del teniente Sarría, expresé por la Cadena Oriental de Radio, delante del propio Chaviano y de numerosos militares, la forma en que fui detenido. Toda Cuba lo escuchó. Ninguno pudo ni podrá negarlo. La entrevista, publicada por El Crisol, dio lugar a la recogida de la edición del lunes, 3 de agosto de 1953.

En ningún sentido fue honorable la actitud del señor Chaviano. Días después de mi ingreso en la prisión de Boniato, ordenó la suspensión y expulsión de las filas de las fuerzas armadas del supervisor de la misma, un oficial honorable que se negó a envenenarme. Ya tenían preparado el veneno y una declaración pública dando la versión de un suicidio. ¿Será necesario que exprese el nombre de dicho oficial e invoque públicamente su testimonio? A él, como a Sarría, debo mi vida. Chaviano en cambio expulsa al militar pundonoroso que se niega al crimen, mientras no ha podido dar todavía con los que atropellaron a los locutores de la CMKC.

¿Qué quiere pues Chaviano?, ¿que narre los crímenes espeluznantes que se cometieron con los prisioneros?, ¿que hable de los ojos arrancados y de los hombres enterrados vivos?, ¿que señale por su nombre a cada uno de los asesinos y de cada uno de los responsables, grandes o pequeños? Si así lo desea, estoy dispuesto a discutir con él por la prensa, la radio, la televisión, por donde quiera, aquellos hechos en todos sus detalles. Que caiga sobre él la responsabilidad por toda la pasión que ello pueda desatar, porque ha querido provocarnos cobardemente, cuando he tenido palabras generosas, como las tuve desde el primer día, para los soldados que cayeron valientemente frente a nosotros y para sus familiares igual que para los de mis compañeros. Porque soy cubano que deseo el bien de todos y no el de un grupo, porque queremos una patria con todos y para el bien de todos.

Eduqué mi mente en el pensamiento martiano que predica el amor y no el odio, y es el apóstol el guía de mi vida y como él me he visto en la amarga necesidad de empuñar las armas para luchar contra la opresión que cierra todos los caminos de paz, y como él antes de saludar al adversario en la muerte hubiéramos deseado abrazarlo en la libertad, y como él sabremos caer de cara al sol luchando por el bien de los mismos que nos combaten.

Los soldados caídos en combate tendrán siempre nuestro respeto de adversarios sin miedo y sin odio, y sus familiares tendrán ayuda generosa cuando la revolución pensadora y magnánima sea poder, como la tendrán también los que hoy no la tienen, los familiares de los compañeros nuestros que cayeron víctimas del asesinato, la represión y el odio.

Con los soldados hemos combatido de frente; jamás los hemos utilizado de pedestal para escalar posiciones. Los defendí más que nadie antes del 10 de marzo y ahí están mis escritos en el periódico Alerta como prueba irrefutable. Nunca les pedí nada a cambio de ello. Hubiéramos deseado que en vez de bravos militares hubieran estado allí defendiendo la fortaleza, la camarilla de politiqueros que medran sin riesgo, y que como los ingleses del dicho que peleaban hasta el último francés, son capaces de hacer pelear hasta al último soldado, para después marchar al extranjero con sus maletas repletas de oro.

Mis sinceras simpatías para todo militar que sin odio y sin ira sabe cumplir con lo que estima su deber; que sabe morir peleando, pero no asesina jamás a un prisionero indefenso.

Mis respetos para los Sarría, los Campa, los Tamayo, los Róger Pérez Díaz y para todo militar pundonoroso aunque no piensen igual que yo. Mi admiración para el caballeroso comandante Izquierdo, jefe de la policía de Santiago de Cuba, que, habiendo perdido un hermano en el combate conversó conmigo amablemente y sin sombra de rencor, porque nosotros fuimos a combatir contra un sistema de gobierno y no contra algún militar en particular.

Ya ve el señor Chaviano, que yo, adversario, puedo hablar así; él no, porque con la sangre de sus compañeros muertos amasa una fortuna de millones que toda Cuba conoce. El vicio, el contrabando y todo negocio turbio en la zona oriental encuentra en él un magnífico empresario. Hasta las nóminas políticas están totalmente controladas por él, según lo denunció el legislador gubernamental Morcate. ¿Desea también que uno por uno enumere sus negocios?

Por último, desearía saber si el estado mayor consintió la publica-ción de esa carta. Si ello fuera así, mentiría el régimen al hablar de cordialidad y convivencia pacífica. ¿Acaso se propone el señor Chaviano levantar una bandera de odio dentro de las fuerzas armadas? ¿Qué macabros designios se esconden detrás de su actitud?

Ningún militar honorable podrá estar de acuerdo con este proceder. Justo es consignarlo, porque no combato en este escrito a las fuerzas armadas, sino a quien la deshonra con sus actos, y con una provocación cobarde e injustificable en instantes en que el país requiere más que nunca de la sensatez de todos. El uniforme es para honrarlo y saberlo llevar, no para lanzar cobardes y arteros ataques, agazapado en el cuerpo armado.

No importa que nuestras manos estén sin armas. Hoy somos columnas morales de la patria y, como columnas, nos desplomaremos antes que doblegarnos. En Cuba estamos a pesar de todos los riesgos, y nuestros pechos limpios se yerguen sin temor a la bala homicida y mercenaria.