De viaje con Fidel
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Momentos en que se ha visto públicamente a Fidel feliz, hay unos cuantos. Sus encuentros con Chávez, por ejemplo, siempre salpicados de risas. O la casi carrera que emprendió para saludar a Mandela, en ocasión de la 12ma. Cumbre del Movimiento No Alineado en Sudáfrica…
Fraternal y de mutua satisfacción también, aunque en un ambiente de más recogimiento, fue su visita al modesto y acogedor apartamento de Augusto Roa Bastos en Asunción, adonde el Comandante había acudido para la toma de posesión de Nicanor Duarte Frutos, en agosto de 2003.
Creo que la simpatía fue mutua el día 16, cuando a las 12 en punto del mediodía, Fidel irrumpió en la casa del insigne escritor paraguayo, ubicada en el primer piso del edificio de tres plantas que hace esquina en las calles Agustín Barrios y Cabo Primero Feliciano Mareco.
El literato, habitualmente con abrigo de pana, se había atildado con saco negro para la ocasión, y ya le aguardaba. Era un hermoso gesto del líder cubano visitarlo para agradecerle —como contaría el propio Comandante después— «por una declaración que hizo muy amistosa hacia Cuba (…)».
Por aquellos meses, se levantaba otra de las campañas mediáticas contra Cuba ante la cual Roa Bastos había alzado su voz mediante la firma, junto a otros escritores y artistas iberoamericanos.
Pero nada de eso fue ostensible en el encuentro. Parecía más que todo un diálogo entre amigos que hace tiempo no se veían.
Sentados ambos en un pequeño sofá, antes de comentar en torno a sus libros Fidel se interesó por la vida cotidiana de Roa Bastos con preguntas que el famoso novelista respondía de manera igualmente sencilla y diáfana.
Sí, se sentía bien, muy bien. Se levantaba a las cinco de la mañana y se acostaba sobre las diez u 11 de la noche; le gustaba caminar, mover las piernas, ver…
Con esa voz suave que empleaba siempre en sus conversaciones y que nada tenía que ver con la de sus discursos, el Comandante le comentó y preguntó también sobre sus obras, acerca de la guerra de la Triple Alianza que desataron Argentina, Uruguay y Brasil contra Paraguay, en el siglo XIX; de la cultura, la educación que tanto necesitan los pueblos de América...
El escritor era todo atención, como si quisiera apresar cada sílaba y cada instante: el ceño de vez en vez fruncido pero con la suavidad que indica reflexión e interés del interlocutor por el más mínimo detalle. Los ojos pequeños y todavía vivaces, relampagueantes.
Fue aquella una visita impactante para Roa Bastos, quien por escribir sobre Cuba —una palabra prohibida en Paraguay durante la dictadura— había sufrido exilio en los tiempos del general Alfredo Stroessner… Pero Augusto, como le decían en casa sus allegados, nunca había estado en la Isla.
De modo que hubo de aquella visita otra sorpresa porque Fidel, sabedor de que Cuba sería el único país al que le gustaría viajar a Roa Bastos, regresó de Paraguay con él.
Ya en La Habana lo condecoró con la Orden José Martí, y compartió con el Premio Cervantes de Literatura horas «estimulantes y cálidas» que Fidel guardaba «muy frescas en la memoria» cuando, dos años después, falleció «esa figura excepcional de las letras latinoamericanas y universales, quien fuera además un amigo leal y entrañable de Cuba», como escribió el Comandante en Jefe en su mensaje de «profundo pesar y condolencias» a la familia, y al «pueblo hermano de Paraguay».
El escritor, quien, a una pregunta mía, aquel día, en su apartamento, había calificado la estancia de Fidel en Paraguay como «una voz de aliento, un apoyo muy importante» que le agradecía profundamente en nombre de su pueblo, debió ser muy feliz al conocer, de primera mano, la Revolución que tanto había defendido.
Y le resultó un gran orgullo la condecoración que le prendió al pecho el propio Comandante en Jefe: ese hombre al que un conocedor tan profundo del alma humana como Augusto Roa Bastos calificó de «un ejemplo maravilloso de patriotismo y de realismo revolucionario».
Siete minutos
Gallardo como siempre en su traje verde olivo, pero posiblemente con más orgullo que nunca, descendió del avión que lo había llevado a Monterrey, y la colega Angélica Paredes y yo corrimos hacia él grabadora en mano. «Adelántenos algo, Comandante…» «¿Cuál será su mensaje a esta Cumbre para el financiamiento al desarrollo?»
Receptivo y locuaz siempre con la prensa, en esta ocasión no quería dar detalles. La pícara sonrisa de otras veces afloró ahora en más de una ocasión, pero ni por asomo podíamos percibir lo que no revelaba aquella enigmática y poco acostumbrada parquedad en cuanto al que sería su discurso.
Le comenté algo de que nos dejaría sobre ascuas y, jocoso, me ilustró. Ascuas eran brasas calientes, aunque es habitual darle otro uso… Así de fácil era su diálogo siempre. Finalmente accedió a darnos aunque fuera un lead, como le habíamos suplicado: «Diré algunas verdades en siete minutos».
Las verdades no resultaron algunas sino muchas, y fueron denunciadas cuando habló de las injusticias que el mundo esperaba oír de una Cumbre que debía centrarse en los pueblos, y cuya declaración final resultó, sin embargo, agua de borrajas. Solo Fidel, y después Chávez, pusieron el dedo en la llaga.
Pero lo que sorprendería serían los 20 segundos extras solicitados por el líder cubano, de manera sorpresiva, para decir cuatro líneas que leyó de un papelito que llevaba informalmente doblado en un bolsillo.
«Les ruego a todos me excusen que no pueda continuar acompañándolos debido a una situación especial creada por mi participación en esta Cumbre, y me vea obligado a regresar de inmediato a mi país».
Al frente de la delegación cubana quedaría el entonces titular del Parlamento, Ricardo Alarcón.
De la sala donde estaban los representantes de las ONGs, aledaña al sitio de la prensa y que había estallado en aplausos tras su discurso, muchos salieron raudos a alcanzarle en los pasillos y demostrarle su apoyo. ¿Por qué Fidel se iba?, me preguntaban muchos.
La verdad se supo después. Prevalecieron las presiones de EE. UU. sobre quienes en ese momento dirigían los destinos del hermano México, temerosos de la presencia del líder cubano porque a ese mismo plenario llegaría poco después uno de los presidentes más despreciables que se ha sentado en la Casa Blanca: George W. Bush.
Fidel, dando muestra de su hidalguía, ni siquiera tomaba al pie de la letra la tristemente conocida frase que le fuera dicha por teléfono y con la cual —como se revelaría después mediante grabación— el Presidente de turno de la nación mexicana le había implorado que se retirara en un momento determinado, pasando por alto, incluso, que aquella era una reunión no convocada por ese mandatario, sino por la ONU.
Allá quedaron esperando el cabrito asado y los otros manjares que el señor había ofrecido: ¡por supuesto que Fidel no almorzaría!
Se iba con la moral en alto. Él no podía dejar de decir las verdades que esperaban los oprimidos del orbe, a pesar de la grosera genuflexión con que aquel otro Presidente dejó a la vista ciertas partes pudendas… solo por complacer (¿o temer?) a la potencia mundial.
El Comandante dio otra lección, y materializó el pronóstico que nos dio a Angélica y a mí: todo eso lo logró con escasos siete minutos y algunos segundos… que debieron significar todo un siglo de ataque de nervios para Vicente Fox.
Siempre preocupado, el Comandante conversó en el aeropuerto con los representantes de la sociedad cubana que asistirían a los debates de la Asamblea General de la ONU sobre el bloqueo, en septiembre de 1999.
El pueblo en la ONU
Como ocurría muchas veces, llegó de sorpresa. El heterogéneo grupo de representantes de la sociedad civil que viajaría a Nueva York estaba en el aeropuerto, a punto de partir.
Fidel, preocupado y atento como siempre, acudió en persona a conversar sobre los detalles del viaje. Por primera vez hombres y mujeres del pueblo serían quienes se sentarían en el escaño de Cuba durante el 54to. período de sesiones de la Asamblea General de Naciones Unidas, para dar fe de los daños que el bloqueo causa a la Isla.
Al paso de los años he podido aquilatar más cabalmente aquel suceso. ¿Podía existir una denuncia mejor fundada? ¿Cuál otra manera más poderosa para mostrar el protagonismo del pueblo cubano y, al propio tiempo, minimizar a los diplomáticos estadounidenses que otra vez intentarían justificar su política, si el derecho a réplica de la Isla después de intervenir el representante del Gobierno de Estados Unidos llegaba al plenario desde la voz de un sencillo dirigente estudiantil universitario?
Una vez más el Comandante brillaba por esas ideas que materializaban golpes morales capaces de derribar a cualquier adversario, y por esa confianza en la gente común que otra vez ponía en manos de sencillos compañeros del pueblo —unos muy jóvenes, otros más viejos—, relevantes misiones.
A la par de acudir a los debates en torno a la Resolución contra el bloqueo que cada año sigue presentando Cuba, las doctoras Pura Avilés y Tania González; la científica Rosa Elena Simeón, los pastores Raúl Suárez, Sergio Arce Martínez y Odén Marichal, y los entonces dirigentes de los pioneros, la FEEM y la FEU, Niurka Duménigo, Roberto Conde y Hassán Pérez, respectivamente, desarrollarían una nutrida agenda de encuentros con grupos de diversos sectores sociales para que la verdad de Cuba no quedara encerrada tras los ventanales del llamado Palacio de Cristal, y llegara al pueblo de EE. UU.
A eso íbamos aquel mediodía de septiembre de 1999 cuando el Comandante se apareció a despedirnos, y el equipo de prensa que daría cuenta de tan ingeniosa empresa no imaginaba aún la trascendencia de lo que iba a reportar. Seguro los colegas Nidia Díaz y Juvenal Balán, Loly Estévez y Antonio Gómez «El Loquillo», se sintieron tan afortunados como yo. No, no solo era el hecho de que, por carambola, formáramos parte de aquella inédita delegación a la ONU. Además, Fidel nos había hecho objeto de su preocupación y desvelo. Aunque no viajó, estuvo con nosotros todo el tiempo.
Impensado sería igualmente el regreso. «Del aeropuerto a la Universidad», nos dijeron. Cuando estábamos en la Escalinata ante un mar de jóvenes, se apareció. ¡Fidel también había acudido a recibirnos, y nos honraba por un éxito que solo se debía a él!
Su denuncia acerca de la presencia del terrorista Luis Posada Carriles en Panamá, marcó la celebración de la 10ma. Cumbre Iberoamericana en la nación istmeña. Foto: Juvenal Balán
El agua de la Moscoso
Pocas veces vi un Fidel tan indignado como contenido, haciendo siempre gala de su impecable educación. Antes había respirado profundo y, en medio del bochornoso careo en que una pléyade de malos presidentes de turno habían convertido los debates de la 10ma. Cumbre Iberoamericana con sede en Panamá, el líder cubano pronunció una frase lapidaria: «Mireya, ¿me dejas beber de tu agua?», la interpeló poco más o menos.
Había tuteado a la Moscoso y, por demás, hizo uso de aquella botella en un gesto fuera de protocolo que Fidel no habría protagonizado jamás, si no fuera porque puso de relieve el poco respeto que la interlocutora merecía, y la indignidad que, en efecto, la expresidenta panameña demostró no solo por dejar correr el que se convirtió en irrespetuoso debate, sino por la manera abyecta en que otorgó después, al término de su mandato, el indulto del terrorista Luis Posada Carriles, tras su negativa a que semejante criminal fuera extraditado a Cuba.
En noviembre del año 2000 Fidel había llegado a Panamá sabiendo que Posada preparaba allí un atentado contra su vida. De hecho, escasos kilómetros los separaban a ambos cuando el Comandante en Jefe, apenas llegó, convocó una conferencia de prensa donde denunció la presencia del terrorista.
El alijo del explosivo C-4 que Posada y otros secuaces pretendían usar contra Fidel haciendo volar el Paraninfo de la Universidad de Panamá se incautó, después de que Posada y los otros finalmente fueran detenidos por la presión de las denuncias de Cuba.
Gracias al líder cubano se salvaron más de mil istmeños que repletaron el teatro para saludar al Jefe de la Revolución, a tal punto que cuando entré, recuerdo que quedé comprimida contra las mullidas puertas, al final de tantas personas de pie. No cabía ni un suspiro.
La Cumbre pretendía aprobar una resolución contra el terrorismo que solo aludía a ETA y a España. Nada del terrorismo de Estado que se cebó contra nuestro país y en tantos lugares del orbe. Nada del resto de los actos terroristas de cualquier tipo en el mundo.
Formaban parte del corrillo mayoritario de aquella reunión presidentes iberoamericanos de quienes solo ha quedado el recuerdo del hambre que sus políticas instauraron en sus países o que, como era de esperar, al acabar su mandato se fueron a Miami; algún tozudo que sigue maniobrando sucio en las guerras no declaradas contra la soberanía de muchas naciones, y hasta uno que sería, años después, llevado a juicio en su país por corrupción como es el caso del insolente Francisco Flores, principal vocero de la derecha pro-imperial presente en la cita, aunque en un rincón del escenario se retorciera los bigotes alguien más, uno de procederes tan oscuros y tenebrosos como José María Aznar.
Fue El Salvador —donde Posada, ya sabido su historial delictivo, tenía cobija desde hacía años— el país promotor de ese texto inexacto e incompleto, representado por Flores.
El Presidente cubano usó de la palabra solo después de que México, cerrando el juego, propusiera votar, ignorando los argumentos ya expresados por Cuba en torno a la resolución.
Y Flores, en una perreta colérica e irrespetuosa, tuvo el desatino de acusar a Cuba (junto a Rusia y Nicaragua) de haber llevado la inestabilidad a su país, y a Fidel de tener una actitud «intolerable».
Creo que fue ahí cuando el líder cubano pidió su botellita a la Moscoso.
El Comandante en Jefe le respondió con argumentos sólidos e irrebatibles. Tranquilo y contundente se proyectaba cuando recordó las matanzas cometidas por el partido de Flores, Arena, en El Salvador; la millonaria ayuda militar otorgada por Estados Unidos para ese conflicto, la protección a Posada…
Desmoralizados, Flores y compañía quedaron de una pieza. A Fidel le habían sentado muy bien aquellos sorbos de agua que le quitó a Mireya.
Terrible equivocación
Le zumba recibir una tarea encomendada por el mismísimo Comandante en Jefe, y después no hacerla bien.
Fue lo que me ocurrió durante una de las primeras mesas redondas informativas, ese programa que él estrenó como tribuna de denuncia de Cuba, y que con tanto acierto ha expuesto al planeta nuestras posiciones en política exterior.
En aquellos primeros tiempos, el Comandante se tomaba todo el tiempo del mundo para compartir con los panelistas sus impresiones, sus criterios, el papel que ese día el programa debía jugar.
Nos trataba como el anfitrión de verdaderos colegas, con esa caballerosidad que tanto lo distinguía, y hasta se preocupaba de que merendáramos antes de salir…
De la que hablo, fue una serie de tres programas. Como siempre ante su presencia, estaba nerviosa y, al acudir ante las cámaras de la televisión, más.
Fue entonces cuando me ocurrió el percance del que por años no quise hablar nunca. Si me decido a contarlo ahora, es porque creo resulta mucho más importante que mi pundonor, aportar otra muestra de la calidad humana y el tremendo jefe que ha sido Fidel.
Sí, ese día me equivoqué. Trastoqué unos papeles y el mensaje salió incompleto. Alguno de los compañeros en la Mesa, todavía al aire, me avisó y lo corregí, pero consideré que ya el mal estaba hecho.
El cielo acababa de unírseme con la tierra. No tenía cara para conversar, al término del programa, con él, quien por aquellos días volvía a reunirse con los panelistas y compartía impresiones e información una vez finalizado el espacio.
Repasó el quehacer de cada quien esa tarde y, cuando llegó a mí, me trató con la condescendencia con que actúa con los niños el jurado de La Colmena TV.
Y tú ibas muy bien, pero después no sé lo que te pasó… me dijo. A pesar de su benevolencia era ostensible el disgusto. Él, sabedor de las tensiones que atenazaban el momento, poco después cambió el tema y terminó contándonos pasajes de la Sierra y hasta se esforzó por hacernos reír.
Un relativo alivio me llegaría uno o varios días después. Había un acto en la Tribuna Antiimperialista, y estábamos invitados los compañeros que habitualmente íbamos al programa.
Quiso la suerte que él pasara cerca. A pesar de mi vergüenza podía más la alegría de verlo, y creo que lo llamé. Me miró, sonrió, y con el tono indulgente de quien está ante alguien incorregible, me miró y exclamó: «¡Ay, Marina!, ¡Mariiiiiiiiiiiiiiinaaaaaaaaaaaaa!».