Evocar a Fidel en el teatro
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Quedó en el recuerdo de todos aquella noche en que Fidel asistió a la entonces despojada sala Covarrubias en el Teatro Nacional, todavía un simple cascarón de paredes desnudas y sillas “de tijeras” que púdicamente denominábamos temporada de preinauguración. Estaban por aquellos días Sartre y Simone de Beauvoir en La Habana en la plena efervescencia revolucionaria del año 60, y nosotros acabábamos de iniciar el ciclo de representaciones de La ramera respetuosa, dirigida por Morín y con Miriam Acevedo en el rol principal. Así que Fidel fue al Teatro con ambos intelectuales franceses, que tan amigos eran ya de la Revolución, y con los cuales compartió largamente durante su estancia en Cuba. Cuando salimos del Teatro, Fidel nos llevó a un pequeño grupo a tomar algo en Kasalta, a donde acostumbraba ir con frecuencia. Habló largamente de la lucha revolucionaria, en particular de la Sierra, y Sartre y Simone de Beauvoir escuchaban con gran atención sin desinteresarse en ningún momento de aquellas anécdotas sustanciosas que Fidel narraba con voz pausada. Recuerdo bien que entonces le escuché por primera vez la anécdota sobre la primera traición en la Sierra llevada a cabo por Reutilio, y que casi le cuesta la vida. Con el tiempo, Fidel habló e hizo pública más de una vez, aquella aleccionadora experiencia, pero en la conversación de Kasalta resultaba una primicia para los visitantes.
Un momento especial de aquella noche lo fue, sin duda, cuando fuimos todos a los camerinos a saludar a los artistas. Morín, claro, quiso saber cómo veía Sartre su mise en scène. Pero Fidel estaba sobre todo atrapado por la obra misma, por el encantamiento de la escena, por todo lo que claramente transmitía el teatro. En un momento del intercambio se viró hacia Sartre, y le dijo reflexivamente: “Acabo de descubrir un arma revolucionaria”. El dramaturgo francés lo recibió como un halago. Hombre fuertemente comprometido con las grandes causas de la humanidad, recibió el comentario con sensibilidad y amplitud de mira. Su frase exacta ha quedado algo difusa en la memoria, pero el mensaje central no se ha perdido: “Y yo se la entrego con sumo gusto”.
Fue la irrepetible magia del teatro.