Misión: Sierra Maestra
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Procedente de Egipto, donde había cubierto toda la guerra del Canal para la gran revista francesa Paris-Match, llegó a Cuba el periodista español Enrique Meneses Jr., en el mes de junio de 1957. Su misión era entrar en contacto con Fidel Castro en la Sierra Maestra, pero la complejidad del problema cubano y el desconocimiento que del mismo tiene el viejo continente, le obligaron a retrasar la visita al jefe rebelde con el fin de documentarse detalladamente sobre el proceso histórico que origina la presente situación de Cuba. Después de seis meses estudiando la historia política de las últimas décadas de nuestra patria, Enrique Meneses Jr., se sintió preparado para afrontar la Sierra Maestra. Con ello, Paris-Match había sacrificado el sensacionalismo en aras del estudio detallado del problema. Bohemia se complace en presentar al público cubano la versión española del reportaje que Enrique Meneses Jr., acaba de remitir a ParisMatch. Siendo hasta ahora el único periodista de habla española que se ha entrevistado con el Dr. Castro y el que más tiempo ha permanecido junto al jefe rebelde, y sus informaciones tienen especial interés para el lector cubano.
Le hemos buscado una casa donde podrá permanecer oculto unos días —me dijo la muchacha que me vino a buscar aquella mañana. Llevaba yo cuarenta y ocho horas escondido en el domicilio de un modesto funcionario santiaguero, después de haber estado en tres o cuatro casas más en calidad de fugitivo. Invariablemente, cada dos días, me mudaban de lugar para evitar que la policía se enterara de mi presencia en la capital oriental.
La casa que tenía que abandonar pertenecía a una de esas tantas familias cubanas que sufren y luchan para “salir adelante”, para dar una educación a los hijos y adquirir a plazos una casita.
La señora me acompañó hasta la puerta, llevando a su último hijo en los brazos. Nos detuvimos en el umbral. Un instante experimenté un fuerte dolor en los ojos producido por el sol de mediodía. Me volvía para despedirme.
—No se olvide de que lo que hayamos podido hacer por usted lo hace cualquier cubano —me dijo la mujer. Luego me dio rápidamente un beso en la mejilla y tras murmurar “¡Qué Dios lo bendiga!”, cerró la puerta de su casa.
El 26 de Julio tenía todo organizado de forma que, cambiando constantemente de lugar, nadie pudiese sospechar de mi estancia en la capital de Oriente. Gracias a una peregrinación de 16 días, en el curso de la cual tuve “seis estaciones”, pude captar todo el sufrimiento de esa abnegada población que, en toda lucha cívica, sufre y muere anónimamente. Eran modestos empleados unos, universitarios de fama otros, ricos, pobres, masones, bautistas o ateos. Todas las gamas de la sociedad cubana contribuyen sin miedo, sin retribución económica alguna, a que un periodista extranjero llegue a esa Sierra Maestra.
El describir ahora las casas donde estuve, los seres que me cobijaron, sería largo y peligroso. Sepa el lector que unas veces comí pollo frito contemplando la televisión en una butaca de líneas ultramodernas, mientras al día siguiente almorzaba “congrí oriental” con yuca y malanga y dormía con dos niños pequeños en mi cama.
Por fin llegó el día en que tuve que despedirme de toda aquella gente, para mí anónima, que nunca me pidió que recordase su nombre sino que me expuso, de acuerdo con su mentalidad, las razones de su lucha. Quiero agradecer aquí, a todos, las atenciones que han tenido conmigo y decirles que el “congrí” me supo a gloria porque me fue tendido con mano de gran señor.
El guía que esperábamos llegó. Mi equipo estaba listo. Disponía de botas, hamaca, frazada, nylon y calcetines gruesos. A las cinco y media de la mañana tenía que venir a buscarme con un automóvil. Cuando este se detuvo ante la casa hacía media hora que estábamos espiando la calle a través de las persianas.
—Dígale a Fidel que quiero ir a luchar con él— me dijo el fiñe. En toda mi aventura pude apreciar, tanto en el llano como en la Sierra, que Fidel Castro se ha ganado la simpatía de los niños. Han aprendido a callar cuando hay extraños, a llevar mensajes con discreción, a informar al 26 de Julio de los movimientos de soldados y a soñar con que luchan junto al hombre de la Sierra Maestra. En Santiago de Cuba, donde se vive la guerra civil en toda su intensidad, estos niños de siete u ocho años, están conscientes de la importancia de la lucha que sostienen sus padres contra el régimen.
Persecución en la noche
Describir el itinerario que llevamos en la ascensión, sería una indiscreción además de no ofrecer demasiado interés. No vimos ni un solo soldado en el camino. La organización del viaje estaba perfectamente planeada. Sin embargo hubo un solo incidente que relataré para demostrar el ambiente que reina en la zona donde pasamos aquella noche del primer día de viaje.
Nos habíamos instalado en una finca amiga, y dormíamos desde hacía un par de horas, cuando unas voces nos despertaron. Dos hombres, aparentemente ebrios, discutían con nuestro guía junto a la ventana. Este, se había quedado durmiendo al aire libre con un Colt cuarenta y cinco junto al pecho. Sin saber aún de qué se trataba, nos encontramos tres personas de pie y tras la puerta. El dueño de la casa apretaba una pistola entre sus manos. Su esposa abrazaba al hijo más pequeño entre los brazos y no se perdía un detalle de la sombra que describía su marido en la semipenumbra. En el aire se sentía esa atmósfera de peligro que pesa sobre los que pueden morir de un momento a otro. Pudimos oír perfectamente la discusión de nuestro guía con los dos hombres. Eran dos asalariados, recién llegados del occidente de la isla, que buscaban al dueño de la casa donde estábamos alojados. El guía dijo que aquel nombre le era familiar pero que no vivía allí. Inventó un nombre para aquella ocasión y logró deshacerse de la peligrosa presencia.
—Todos los días aparecen cadáveres colgados de los árboles o tirados en los senderos. Los cuerpos mutilados son los de campesinos que no cometieron más delito que el de haber nacido en esta zona —nos explicó el dueño de la casa mientras regresábamos a nuestros lechos. La noche clareaba por oriente. Nos quedaba una hora escasa para reanudar la marcha, camino de la Sierra.
Los mulos sustituyen a la mecánica
Cuando volvimos a arrancar con el vehículo, el sol brillaba sobre los cañaverales y la tierra se desperezaba sensual.
A media mañana alcanzamos un lugar situado en la falda de la Sierra Maestra donde, después de identificamos, tomamos el primer café de clase de los muchos que habría de tomar posteriormente en esa región. Mientras el criollo brebaje desaparecía de nuestras tacitas, los hijos del dueño de la casa trasladaban el equipaje del automóvil a los mulos que tenían que llevarnos hacia el corazón de la montaña.
Con ánimos nuevos nos lanzamos cuesta arriba en dirección a las lomas que la distancia azulaba. Contemplé aquellas montañas ariscas y, por primera vez, desde que las viera desde el llano, me parecieron vivir.
Las horas transcurrieron lentamente, balanceadas con el paso seguro de los mulos. La tierra estaba seca y, pese a la pendiente muy grande de los caminos, se podía avanzar sin demasiadas dificultades.
A la hora del almuerzo alcanzamos una casita donde había varias personas con brazaletes del 26 de Julio. Eran los primeros rebeldes uniformados que veía. Allí tuvimos nuestro primer almuerzo serrano mientras oíamos noticias sobre El Bicho, como llaman muchos orientales a Fidel Castro por su habilidad para luchar contra el ejército.
Por la noche tendimos nuestras hamacas para dormir mientras, fuera, soplaba un viento helado que amenazaba arrancar el bohío.
En la guarida de El Bicho
Nos levantamos con el sol y, después de un frugal desayuno, nos lanzamos en mulo tras el guía. Había variado nuestro rumbo de acuerdo con las últimas informaciones sobre el paradero de Fidel Castro. Así caminamos hasta la hora del almuerzo y, cuando creía yo que nunca llegaríamos a ningún lado, desembocamos en una explanada donde se erguía un bohío más espacioso que el de la víspera. Allí, iban y venían muchos hombres con uniforme oliva y brazaletes bicolores. Allí veía las primeras barbas y melenas. Estas son objeto de un culto especial, que obliga a estar peinando con frecuencia lo que, para muchos, es el símbolo de la tenacidad y, para otros, leit motiv de una pesadilla.
Penetré en una habitación del bohío. El suelo estaba lleno de mochilas y sacos de mercancías. Recostados sobre todo esto había un grupo de hombres, con algunas mujeres escuchando las noticias del radio. Una joven de unos 16 años limpiaba un Colt cuarenta y cinco con todo el esmero que ponen las mujeres en las tareas de limpieza.
—¿Hizo usted un buen viaje? —me preguntó una voz muy suave detrás de mí. El acento no era el de los hombres de la Sierra que tallan sus palabras como si fuesen escultores del idioma.
Me volví. Ante mí se recortaba, a contraluz, la silueta aventajada de un hombre. Apreté su mano y contesté afirmativamente a su pregunta. Sabía que estaba ante Fidel Castro.
De aquel primer encuentro conservo la imagen de un hombre llano, sencillo, con esa sencillez que tienen los hombres que llevan dentro un mensaje para los demás hombres.
Desde entonces, tuve oportunidades continuas, del alba al anochecer, durante casi un mes, de observar al hombre que había creado una leyenda.
Al día siguiente de mi llegada, Javier Pazos y Armando Hart regresaron al llano con el mismo guía que me había traído. Cuarenta y ocho horas más tarde nos enteramos por el radio de su detención. Inmediatamente se produjo un revuelo en el campamento de Fidel Castro. Había que levantar un inventario de cuántos documentos llevaban los dos hombres cuando fueron arrestados, de las direcciones comprometedoras que tenían las cartas, con el fin de alertar a aquellos que podían ser capturados.
—El hecho de que hayan dado la noticia por radio permite esperar que la vida de Armando Hart se ha preservado, —dijo Fidel Castro paseando por la estancia.
Se recibieron listas de documentos que habían llegado a Santiago y de los que Hart se había deshecho milagrosamente antes de ser detenido. Hubo un gran suspiro de alivio en la Comandancia.
La gesta de la Sierra Maestra
Independientemente de la causa que defienden los hombres de Fidel Castro en la Sierra Maestra, y analizando objetivamente la significación humana de su gesto, creo que la hazaña sola es ya digna de admiración internacional. Cuando 12 hombres se escondían de día para caminar de noche por senderos que les eran hostiles, cuando comían yuca hervida y dormían bajo la lluvia, echados sobre sus municiones para protegerlas del agua, no se daban cuenta de que estaban escribiendo una página emocionante de la historia de su patria.
Las tropas de Fidel Castro duermen hoy en bohíos, disponen de cantidad de armas automáticas y de municiones capturadas al mismo ejército que los combate, comen carne diariamente y han pasado de ser alimañas, perseguidas por el ejército batistiano, a certeros cazadores.
En diversas ocasiones he podido interrogar a prisioneros y uno de ellos me dijo:
—Por las noches, cuando reposábamos en nuestras hamacas, en el cuartel, algún compañero se despertaba gritando “¡Que vienen los fidelistas!
¡Fuego! ¡Los ‘Mau’ atacan!” y todos nos despertábamos sobresaltados. Ya nadie podía volverse a dormir. Hacíamos café y aguardábamos con impaciencia la llegada del nuevo día.
—Antes, los soldados venían a la Sierra a buscarnos —me dice Fidel Castro— ahora, usted ha comprobado que tenemos que ir a buscarlos a los cuarteles.
Fidel Castro
En el campamento rebelde existe una disciplina invisible. No se escuchan taconazos ni hay saludos militares, pero se percibe un respeto a los grados enmarcado dentro de la mayor camaradería. Se da uno cuenta de que, detrás de las melenas y de las barbas, debajo de los uniformes, y pese a las armas, cada cual es un estudiante, un guajiro, un oficinista, un mecánico o un médico. Es un ejército popular con ese individualismo ordenado que saben tener las masas cuando son conscientes de que defienden lo que tienen de más preciado: su calidad de hombres.
Esta disciplina, este respeto, esta educación, que no son esporádicas, son la consecuencia de un ejemplo vivo: Fidel Castro. En 24 días no he visto un hombre beber una gota de alcohol, bromear con una muchacha —lo que es excepcional en un país como Cuba—, ni solicitar una cosa, del guajiro que los alberga, sin pedirla por favor. Esto es la gran fuerza del Ejército Rebelde. No hay que buscar los motivos del éxito fidelista en tratados de estrategia sino simplemente en un comportamiento de personas educadas pese a la dureza de la vida ambiente. Así se ha ganado la amistad del campesino, ya que es un ejército popular que paga el último cigarrillo que compra al guajiro y no duerme en una casa si no le invita a hacerlo el legítimo propietario.
Se ha querido pretender que los hombres de Fidel Castro son casi todos intelectuales de modales refinados. Nada más absurdo. Sería imposible hacer una guerra de montaña en condiciones topográficas tan duras con hombres del llano exclusivamente. Existe un pequeño núcleo de intelectuales que a veces están mandados por un guajiro con cualidades de jefe. En 14 meses, Fidel Castro y sus primeros hombres, han logrado elevar el nivel moral de los más humildes soldados, suprimir modales toscos y tener una conducta mucho más limpia que en tiempos normales. El mismo vocabulario ha mejorado, por contacto, en aquellos que carecían de una educación completa.
De todos los uniformes, el más raído es sin duda alguna el del Comandante Fidel Castro. De vez en cuando llegan ropas para él pero, como dice Celia Sánchez con mucha ironía: “En cuestiones de vestimenta, los dos hermanos se aferran a lo viejo”. El Comandante distribuye la ropa nueva entre los más necesitados de sus hombres.
En su trato con el guajiro o con el soldado inculto, Fidel Castro mantiene un lenguaje preciso pero sencillo, mezclado a veces con una nota de buen humor cuando su interlocutor se ha visto obligado a cavilar durante mucho rato. En el curso de unas explicaciones que Fidel Castro daba sobre tiro de mortero, y después de que explicase los dos planos sobre los que se ajusta a la puntería, un soldado preguntó ingenuamente:
—Comandante, ¿qué sucede cuando se pone el mortero a 90° de la horizontal?
—Que para ti se acabaron los problemas de este mundo porque el obús te vuelve a caer en las manos —respondió el jefe rebelde.
Fidel Castro ha logrado inculcar a sus hombres ese soplo de misticismo que deben tener las grandes empresas patrióticas para triunfar, Martí es el “Corán” de los rebeldes. Mientras el ejército “ocupa” los bohíos —no hay otra palabra— los guajiros se disputan porque los rebeldes duerman en su casa “para poder decir algún día: Aquí durmió el Comandante Fidel Castro.
Estoy seguro de que habrá quien crea que he sido comprado para hablar bien de los rebeldes, pero entonces Castro tendría que haber comprado también a Matthews, Taber y St. Georges. Pese a los que puedan poner en duda mi honradez periodística, expondré lo que yo creo puntos fundamentales del éxito de Fidel Castro.
Primero: La política del soldado de Batista, con respeto al guajiro ha sido equivocada. Ello ha provocado una reacción de tal escala que Fidel Castro se ha encontrado con miles de valiosos aliados, espontáneamente sumados al movimiento.
Segundo: Otro error del ejército es el de no haberse adaptado a la topografía de la región ni a las tácticas rebeldes. “Pega y huye” es una vieja máxima de la lucha de guerrilla. Esto trae consigo un corolario y es que hay que ser ligero para correr. Mientras el ejército de Batista se lanzaba por los senderos de montaña con tropas acostumbradas a caminar sobre el asfalto, Fidel Castro era capaz de recorrer en una jornada lo que sus adversarios no podían hacer en menos de cuatro. En tanto cada rebelde lleva sobre sus espaldas cuanto necesita para luchar, alimentarse y dormir, y en su cabeza el conocimiento perfecto de la región, los soldados han de tener mulos que carguen municiones y víveres y guajiros que los guíen. Pero, en la Sierra, el guajiro es un fidelista y hay miles de senderos por donde el mulo no puede pasar.
Tercero: Para Fidel Castro, el tener al guajiro de su parte significa estar avisado de cuantos pasos da el ejército con mucha anticipación. Cualquier niño guajiro se lanza a través del campo y llega hasta Fidel Castro para comunicarle por dónde vienen los soldados, cuántos son, qué armas tienen y cuándo se pusieron en marcha. Con esos elementos, el jefe rebelde se permite el lujo de preparar una emboscada en el lugar que más le conviene y en el momento que él elige. Escoger tiempo y lugar son dos armas poderosas desde que el mundo existe.
Todos estos factores, entre otras cosas, vienen a explicar el éxito del ejército del 26 de Julio.
Por las noches, en el bohío de tumo, Fidel Castro y yo conversábamos durante horas alrededor de un candil. Los hombres acreditados en la Comandancia se introducían en sus hamacas y pronto dormían. Pero el jefe rebelde, con su tabaco entre los dientes, un lápiz y papel, trazaba carreteras que habrán de cruzar la Sierra Maestra para dar salida a los productos guajiros y entrada a la cultura.
—Con lo que se gasta en un año para el ejército, se pueden construir 10 centros de enseñanza capaces de reunir cada uno a 20 mil niños campesinos y darles nueve meses de educación técnica y científica además de una alimentación adecuada —dice el Comandante poniendo cifras sobre el papel—. La nueva generación campesina tiene que ser fuerte de cuerpo y de mente. No debe de olvidarse este campo cubano que todos los gobernantes del país han despreciado aún cuando siempre dio más sangre que nadie por nuestra patria.
Celia Sánchez, con su rostro apoyado en su mano, contempla en la penumbra las realizaciones que tan brillantemente describe Fidel Castro. Será una utopía lo que pretende el jefe rebelde, pero es reconfortante saber que una persona con tanta energía y tenacidad tiene ideas tan osadas para el futuro. He conocido, en mi vida periodística, de los proyectos políticos y sociales de hombres como Nasser, Jussein, Shukri el Kuatly, Camille Chamoun, Tito, Nehru y otras figuras más del mundo moderno, pero ninguna me ha expuesto sus sueños con tanta fe, con tanto entusiasmo ni tan inteligentemente como Fidel Castro. Estoy fuera de su “Cuba Libre”, como él la llama, y por lo tanto podría hacer críticas si las hubiese aunque allí no existe censura de ninguna clase.
—Este es un país riquísimo, donde solo hace falta un poco de honradez en los dirigentes para que se alcance una prosperidad y un bienestar únicos, —dice Fidel Castro mientras se bebe el último café de la noche que el capitán Almeida acaba de traer de la cocina. Ramiro Yaldés chupa su pipa sin decir una palabra. Está familiarizado con las ideas de su jefe pero le gusta oírlas una y otra vez.
—Dígame, Meneses, ¿qué tipo de Reforma Agraria introdujo Nasser en Egipto? ¿Qué estatutos tienen las “unidades agrarias” que ha creado en todo el país?
No solo expone sus proyectos sino que Fidel Castro pregunta una y cien veces sobre medidas tomadas por dirigentes de otros países donde mi labor periodística me ha retenido a veces durante años. Quiere saber lo bueno y lo malo de los regímenes que conozco, parece ávido por descubrir los motivos que hicieron fracasar a unos y triunfar a otros. Con una capacidad de asimilación como la suya, cualquier conocimiento nuevo adquiere un valor muy positivo dentro de su mente.
Algunos personajes de la Sierra
Para un escritor en busca de personajes, la Sierra Maestra ofrece un muestrario inesperado. Hay individualidades muy marcadas, gentes que se distinguen netamente unas de otras, tendencias psicológicas bien diversificadas y gamas emocionales como solo las guerras pueden brindar.
El doctor Frank Julio Martínez Páez aparece siempre perfectamente afeitado aunque un horizonte de barbas y melenas gire alrededor suyo. Su pelo muy corto y su rostro limpio contrastan con los de otros rebeldes. El conocido especialista de huesos no se separa de sus libros.
Cualquier parada es propicia para sentarse sobre una roca y, sin quitarse la mochila de encima, estudiar en inglés un tratado de Osteología. Se ha impuesto un número de horas de estudio y, aunque tenga que acostarse el último cumple meticulosamente con su horario, por muchos guajiros que vengan a consultarlo diariamente. Habla poquísimo y tiene un poder de abstracción que le permite estudiar entre 20 hombres que conversan como si estuviese en su despacho de la capital.
El capitán Almeida es el hombre de confianza de Fidel Castro. Como Celia, lo mismo recuerda al jefe que tiene que tomarse una medicina como despacha pacientemente a unos vecinos que acuden al bohío solamente para ver al Comandante. Almeida y Celia han de ocuparse de los problemas de abastecimiento de armas y víveres no solo de la Comandancia sino de las demás columnas. De ellos dependen las comunicaciones entre grupos alejados, la correspondencia interna y externa, el archivo de documentos y 100 faenas más que son necesarias para la vida de un ejército en campaña.
Celia Sánchez aparece siempre bien arreglada, con sus botas y su uniforme limpios, con su pelo cuidado y sin dejar de ser, en ningún momento, extremadamente femenina. Se ha intentado presentarla como una mujer hombruna, sin sentimientos, ávida de poder. Nada tan falso. Lo mismo Celia Sánchez que Oniria Gutiérrez o cualquiera de las demás mujeres de la tropa de Castro, son mujeres en todo el sentido de la palabra y, si han de llevar pantalón, botas y armas es porque las circunstancias lo exigen.
No existe problema alguno con las mujeres. Las que siguen la tropa trabajan como cualquier compañero y cargan, caminan y duermen en iguales condiciones que los hombres. Las relaciones entre los dos sexos son las de camaradería exclusivamente y no he observado ni una sola vez que existan otros sentimientos.
Los rebeldes que se han traído a sus legítimas esposas a la Sierra Maestra, las han instalado en bohíos desocupados y van a visitarlas cuando disfrutan de un permiso o pasan por el lugar. La severidad de Fidel Castro en todo cuanto pueda debilitar moralmente su ejército es la que ha permitido captar la amistad de la población civil. Porque los rebeldes respetan la propiedad y las mujeres de los guajiros, estos ayudan incondicionalmente a la causa.
La presencia de mujeres en las columnas de Castro ha permitido que, pese a 14 meses de dura vida en la Sierra Maestra, los modales de los rebeldes sigan siendo excelentes.
Ramiro Valdés, un capitán de los tiempos del Granma, con figura de oficial británico, aprovecha los ratos de ocio para estudiar francés junto con Raúl Castro. Raúl, que manda la vanguardia, es un muchacho tan inteligente como su hermano aunque no tenga la misma brillantez que caracteriza a Fidel. Para evitar que crean que se beneficia de la circunstancia de ser hermano del Jefe, es el que más carga y el que más camina de su grupo.
Crescencio Pérez, mezcla de conquistador hispano y de guerrillero dannunziano, manda un grupo importante. Cuatro hijos suyos luchan con Fidel Castro.
El padre Sardiñas, capellán de la tropa, campea “por la libre” como se dice al hablar de los que no siguen una columna o grupo determinados. Bautiza y casa a diestra y siniestra y lleva registro civil. Es curioso verle con alba y estola, bautizando a un guajirito, mientras le asoma un Colt cuarenta y cinco por el cinto y exhibe el brazalete rebelde en el brazo izquierdo. Como Fidel Castro le reprochase cariñosamente haber disparado tres tiros al aire el día de Navidad, “para festejar con algo de ruido el nacimiento de Cristo”, el padre se volvió hacia mí y refunfuñó:
—¡Y dicen que aquí no quedan chivatos!
El Che Guevara es un médico argentino de 29 años aunque muchos lo creen más viejo. No le gustan las caminatas y se ha afincado en una zona donde alterna la guerra con la “industrialización” de su región. Ha construido un horno de pan, tiene planta eléctrica, fábrica de zapatos, armería, dos talleres de costura, una revista —Cuba Libre—, una fábrica de gorras de cuero, un taller de mecánica, un tomo. Dispone de soldadores y fábrica de mochilas, cananas, fundas de pistola, cantimploras, botas y todo cuanto en el futuro puedan necesitar los rebeldes. Los productos del Che llevan un sello: Made in Sierra Maestra.
—De lo que más contento estoy es de una granada que termina como una flecha y que se lanza con un tirapiedras de mi invención. El proyectil pesa una libra y alcanza, merced a una goma —sacada de los fusiles submarinos—, cerca de 100 metros. Está produciendo ese tipo de proyectiles después de concluido el período experimental.
—Tengo mi Cayo Cañaveral yo también —dice con su acento inconfundiblemente argentino.
Se podría hablar de muchos más pero no hay posibilidad de hacerlo dentro del marco de un reportaje. Todos, con rarísimas excepciones, son personajes escapados de un aguafuerte de Goya. Parecen figuras pintadas con gruesas pinceladas de pintor aragonés.
Una jornada cualquiera de Fidel Castro
Cuando los primeros gallos rasgan el silencio de la madrugada, Almeida ya está dando vueltas por la estancia del bohío donde una docena de hamacas paralelas, y a diferentes alturas, mecen el sueño de los rebeldes. Comparadas con las noches de Santiago, estas son tranquilas, como en tiempos de paz.
La radio comienza enseguida a deshilvanar noticias del día. Titín Pérez, hijo de Crescencio, ya está encendiendo el fuego de la cocina para preparar el café y el desayuno. Poco a poco todo el mundo va saliendo del sueño.
Las hamacas se van recogiendo una tras otra y guardando en las mochilas junto con las frazadas.
Fidel Castro es de los primeros en levantarse. Enciende el primer tabaco del día y pasea con las manos detrás de la espalda escuchando las noticias. Cuando el desayuno está listo, lo toma sin decir una palabra para escuchar el radio. Vuelve a pasear otra vez mientras de vez en cuando echa una mirada a su rifle de mira telescópica apoyado en la esquina. Ya sabe todo el mundo que de un momento a otro saldrá caminando, sin avisar y con paso largo, después de agradecer a los guajiros la hospitalidad de una noche. Fidel Castro toma el sendero. Detrás de él salen Almeida y Celia Sánchez mientras el resto de la columna se pone precipitadamente en movimiento.
De vez en cuando, Fidel Castro se detiene, tira una chupada de su tabaco y, después de mirar el paisaje que lo rodea, prosigue su ruta con unas piernas envidiables. El sol se hace duro y el frío de la mañana temprana desaparece conforme avanza la jomada. Finalmente alcanzamos un bohío donde Raúl Castro y la vanguardia aguardan instrucciones. Nos quedamos y el hermano del jefe rebelde reanuda su marcha hasta las lomas vecinas donde mañana lo alcanzaremos.
El sudor baña nuestros cuerpos porque el frío matutino se desvaneció para dar paso a un fuerte sol. Titín Pérez comienza a cocinar para toda la Comandancia.
—Yo nunca descanso. Salgo del desayuno para meterme en el almuerzo y no concluyen cuando ya he de preparar la comida. Casi lamento los tiempos en que no teníamos que comer —dice con un gesto de resignación.
Menos de una hora después de habernos instalado, los guajiros empiezan a aparecer. Cómo se han enterado es algo que raya en el misterio pero el hecho es que no es posible esquivar el desfile de hombres y mujeres que traen al abuelo y al hijo para que saluden a Fidel Castro.
—Lo malo de todo esto es que la aviación nos puede localizar viendo tanta gente dirigirse hacia un mismo lugar —dice Fidel Castro volviéndose hacia mí. —Y no es que quiera deshacerme de estas recepciones, pues sé que son necesarias, sino evitar que un bombardeo cause daño a la población.
Entonces comienzan las audiencias. Las hay de todo tipo, desde la mujer que viene a pedir una vaca porque tiene ocho hijos pequeños, hasta el. marido solicitando que una patrulla rebelde dé alcance a su mujer que se fugó con el vecino.
—Comandante —gime un campesino que ha aprovechado la visita para que el doctor Martínez Páez lo opere de un quiste—mi vecina me quitó la cerca de alambre que puse nueva.
—Comandante, necesito venderle cinco quintales de frijoles porque no tengo dinero.
—Almeida, aunque no necesitamos frijoles, compra los cinco quintales y dale unos pesos más para los niños —dice Castro dirigiéndose al Capitán que apunta órdenes y extiende autorizaciones.
Fidel Castro ha establecido escuelas públicas para los guajiros en las que enseñan los rebeldes convalecientes; ahora necesita cuatro jueces para resolver los problemas naturales que se plantean en esta república de 2 000 kilómetros cuadrados que cuenta con 40 mil almas además del ejército fidelista.
Los mensajeros se suceden en la Comandancia trayendo y llevando órdenes entre columnas y patrullas. Son guajiros que caminan solos y aprisa sin más arma que un revólver en el cinto y un brazalete del 26 de Julio.
—Mañana hay correo —me dice Celia Sánchez—, si quiere enviar alguna crónica para Le Fígaro, aproveche.
Una verdadera nación, en la que todo el mundo está satisfecho por la misión que ha de cumplir, gira alrededor de nosotros. Soldados o guajiros, todos desempeñan su cometido con entusiasmo y hasta en muchos casos con valentía. Todo es voluntario. Raros son los imperativos que salen de los labios del jefe rebelde o de sus oficiales.
Muchos campesinos que vienen a plantear sus problemas a Fidel Castro, aprovechan la oportunidad para que Martínez Páez los examine.
—Aquí hay gente que nunca vio un médico y ahora vienen solo por chequearse —me dice el doctor—. En la mayoría de los casos una aspirina disuelta en agua los cura de sus dolores, siempre que no sepan que es aspirina.
Los niños atraen a Fidel Castro. Al más sucio de ellos le dedica una caricia cuando no aprovecha la oportunidad para jugar con él, a las canicas, si no tiene demasiado que hacer.
“Padrino Fidel y madrina Celia” son expresiones que se oyen con frecuencia en boca de los pequeñitos cuando llegamos a un bohío en el que el jefe rebelde anduvo hace un año, con un puñado de hombres hambrientos. Castro recuerda el nombre de todos los niños y su prodigiosa memoria le hace recordar hasta los mínimos detalles.
—¿Has visto muchos guardias, Miguelito?
—No, padrino —responde un pequeño negrito de tres años.
Fidel Castro me dice mientras entramos en la casa:
—Me han escrito que el día de reyes mi hijo Fidelito gritó en la calle, “¡Viva Fidel Castro! ¡Viva Papá!”
Y se entusiasma hablando de su pequeño. Lo quiere convertir en un gran abogado, un gran ingeniero, un buen tirador, un alpinista notorio y un conversador de primer orden.
Pero no se puede estar hablando de lo que se anhela. Lo inmediato, la realidad directa y presente, reclaman al jefe rebelde.
—Quisiera tumbar monte, Comandante —dice un hombre dando vueltas al sombrero entre sus manos.
—Pero vamos a ver, Eduardo, ¿te das cuenta de que gracias a este monte no nos ha vencido el enemigo? ¿No comprendes que en esta manigua ha estado y está nuestra salvación?
—Ya no vienen soldados desde hace meses, argumenta el guajiro.
—¿Y sabes por qué no vienen ellos ni es eficaz la aviación? Por el impenetrable monte que quieres tumbar. Cultivad primero las peludas y cuando acabe todo esto cortareis el monte para sembrar.
El guajiro se ha acostumbrado tanto a la libertad y seguridad de la Sierra Maestra que ya cree que la guerra civil terminó. Su “Cuba”, dentro de su candidez montuna, son las lomas que rodean su casa. La Habana, e incluso Santiago, no son más que nombres de ciudades donde tiene una hermana casada o donde estuvo una vez hace 20 años. Pero Fidel Castro no tiene una visión tan limitada de la geografía cubana y ha de explicar una y otra vez que, habiendo abundancia de comida, es injustificado tumbar monte. Para él, la guerra continúa.
El cerco establecido por el ejército en torno a la Sierra provocó temores al principio, cuando se cortaron los suministros de comestibles que traían las pocas bodegas serranas, pero rápidamente se resolvió la situación con la captura de 700 vacas a unos oficiales del ejército que se las habían quitado a los campesinos.
Algunas fincas de altos funcionarios y de algunos senadores de Batista están “suministrando” a la población campesina una alimentación completa.
—Cada uno tenéis ya la vaca que dará la leche necesaria para los niños. Les prohíbo matar esos animales o venderlos. Cada familia tiene una vaca, —concluye en el transcurso de una distribución gratuita de las reses de Suárez, Matos y Panchín Urquiaga. Luego, mientras nos alejamos, me dice riendo:
—Me han querido tachar de comunista, pero en realidad lo que estoy haciendo es crear nuevos capitalistas.
Una operación bélica en el llano
Desde hace muchos meses ya no hay lucha en la Sierra Maestra. El ejército se niega a meterse por las lomas, donde la muerte espera detrás de cada peñasco. Ahora, el frente está en las afueras de Manzanillo, Bayamo, Yara y otras poblaciones del llano. En Manzanillo la población está esperando de un momento a otro que los rebeldes ocupen la ciudad, pero no comprenden que el éxito de los hombres de Fidel Castro es justamente no quedarse en un sitio. Pueden tomar Manzanillo o Estrada Palma para hacerse de armas, infligir una derrota al ejército y salir enseguida para las lomas antes de que la aviación bombardee. Si los rebeldes se instalasen en los cuarteles que toman, los bombardeos perjudicarían a la misma población que reclama la presencia de las huestes de Castro en ciudades limítrofes de la Sierra Maestra. En los alrededores de estas poblaciones se encuentra un tipo de guerrillero muy especial: “el escopetero”.
Los “escopeteros” son los rebeldes peor armados y con menos tiempo en campaña. Sus hazañas son épicas porque quieren llegar rápidamente a emular a los veteranos del Granma. Por eso hay momentos en que realizan operaciones arriesgadísimas de las que salen bien gracias al hecho de que han perdido el “temor al ejército”. Este “temor” tiene una importancia enorme. Él ha hecho que el campesino de la Sierra Maestra se quede en su casa armado solamente con un revólver e hiciese frente al ejército cuando este se adentraba aún en la zona. En el caso de los escopeteros ocurre otro tanto. Después de haber estado muchos de ellos trabajando en la clandestinidad y bajo la densa atmósfera de terror que reina en las ciudades del llano oriental, han entrado eufóricos en la nueva etapa de vivir en la tierra semi liberada, que es la zona periférica de la Sierra Maestra. Aunque las armas sean escopetas y perdigones, el hecho de estar unidos en grupos de cierta importancia, les ha dado una confianza en sí mismos capaz de vencer cualquier obstáculo. Contaré una operación llevada a cabo por un grupo de escopeteros al mando de Manuel García y a la que fui invitado como si se tratase de una función de Opera.
El día 11 de enero, con un grupo de 28 hombres, se situó García a 10 kilómetros de Manzanillo para capturar el tren que pasa por allí a las 9:07 p.m. El convoy llegó y se detuvo ante la hoguera que obstaculizaba la vía. Un disparo anunció el comienzo de la operación. No hubo un tiro más. Los escopeteros subieron al tren y, después de verificar que no llevaba escolta militar, examinaron la documentación de todos los pasajeros para capturar a posibles soldados vestidos de civil o algún miembro de la partida de Masferrer. Manuel García había recomendado tener el máximo respeto hacia los pasajeros y tratar con educación a todos. Debo decir que aquello fue un baile en palacio. Los escopeteros calmaron a las mujeres que gritaban asustadas, anunciaron la orden de quemar el tren una vez que todo el equipaje y los pasajeros hubiesen abandonado el convoy y se pusieron a bajar las maletas y dar el brazo a las damas para ayudarlas a descender de los vagones. Aquello era versallesco.
—No te asustes mamá —gritó un niño de ocho años a su madre asustada. —Son los rebeldes de Fidel.
Se ganó un paquete de caramelos. Un hombre solicitó un cigarrillo de los escopeteros. Le regalaron un paquete. Otro pasajero rehusó dejarse llevar el maletín alegando que era cobrador de una sociedad y que llevaba miles de pesos. Los escopeteros no le prestaron atención. El dinero no les pagaba la satisfacción de cumplir su misión.
Cuando el tren estuvo vacío, y después de encontrar la maleta verde de una viejecita que no sabía dónde la había dejado, se prendió fuego al convoy y se lanzó en marcha para que entrase en Manzanillo en llamas y con la bandera rebelde. Así hizo su entrada el tren ante los asombrados manzanilleros que aguardaban a sus familiares en el andén. El tren pasó entre ellos a gran velocidad y se estrelló contra otro que estaba detenido en la misma vía. Al temor de perder a sus seres queridos dio paso la alegría de ver llegar por la carretera a todos los protagonistas de la odisea. Las risas, los abrazos y los cientos de veces que cada cual hubo de contar a sus amistades la extraordinaria aventura, hicieron que, hace unos días, estando yo en Manzanillo, me viniesen a contar la historia. Después de escucharla pacientemente, sin decir a mi benévolo informante que la conocía de buena tinta, el hombre se acercó misteriosamente a mi oído y me susurró:
—Los rebeldes eran más de 2 000.
Y estaba dispuesto a jurármelo.
¿Qué va a pasar ahora?
Muchos se preguntarán, después de leer este reportaje: ¿qué es lo que va a pasar ahora? ¿Qué proyectos tiene el ya legendario jefe rebelde? ¿Dónde dará su próximo golpe? ¿Si la revolución está ganada o si aún durará mucho? Todas estas preguntas constituyen la angustiosa problemática cubana.
Un corresponsal de prensa, por más elementos de juicio que tenga para valorar una situación, no puede prever el futuro aunque le sea posible, una vez llevada a cabo su tarea de exposición, apuntar las tendencias que se dibujan a partir de los hechos considerados.
En el problema actual de Cuba existe una resistencia antigubernamental o, para ser más exacto, antibatistiana que adopta dos formas: la clandestina y la militar. Un pueblo que suministra dinero, medicinas, ropa, que esconde a los perseguidos, que pasa mensajes a costa de su vida, que lleva a cabo sabotajes favorables a la causa; por un lado. Un ejército disciplinado, bien adiestrado, con armas modernas y suficientes para sostener indefinidamente la guerra de sierra que ha entrado en su decimoquinto mes; por otro. Estas dos fuerzas se completan y ninguna sería nada de no ser por la otra. La meta de los rebeldes no es formar una república en la Sierra Maestra sino salir de allí en cuanto lo permitan las circunstancias. Tampoco les interesa que el pueblo siga mucho tiempo más sufriendo los rigores de la represión gubernamental, porque la resistencia física tiene sus límites y la lucha en el llano es mucho más agotadora que la de la Sierra Maestra.
¿La fórmula electoral? De mis conversaciones con Fidel Castro y con sus colaboradores de arriba y de abajo he sacado la certidumbre de que no hay uno que acepte tal fórmula. Es más, consideran que quien crea en ella ayuda a Batista haciéndole el juego. Comentando con las gentes que me han cobijado en Oriente, y que pertenecen a clases sociales muy diversas, me he dado cuenta de que si un político oposicionista quiere perder su prestigio le basta con hablar de elecciones.
Luchando en los dos terrenos, la loma y el asfalto, están totalmente de acuerdo en su lucha contra Batista. Utilizan métodos distintos pero se guían por faros comunes.
—En todo esto ¿qué representa el ejército? —se preguntará el lector francés que no ignora la importancia que tienen los militares en los países latinoamericanos. El ejército no puede hacer más de lo que ha hecho para eliminar a los rebeldes. Se han cambiado jefes sin lograr por ello mejorar la situación o atajarla siquiera. El tiempo ha jugado en favor de Fidel Castro y cada día que pasa se hace más fuerte. Ayer no tenía morteros, ni bazookas, pero cada día que transcurre tiene más armas. Hoy está en disposición de llevar la lucha al llano con un máximo de probabilidades de éxito.
En La Habana, el lugar que menos siente la guerra civil en toda Cuba, muchos que hace unas semanas creían que Fidel Castro era un producto de la prensa sensacionalista americana, hoy van admitiendo que los periodistas nos hemos limitado a contar lo que hemos visto en el campo rebelde.
Bohemia'. 9 de marzo de 1958, No. 10, Año 50, p. 52.