Todo el tiempo de los cedros
Fecha:
23/08/2004
Fuente:
Cubadebate
Encontré un ejemplar sobre la mesa de trabajo de la periodista mexicana Carmen Lira, directora de La Jornada. Teníamos una cita en su oficina, al filo de la madrugada, hora en que ella suele dar su bendición a la última página del diario que entra a la imprenta. Quien la conoce, sabe que esta mujer es austera en la adjetivación y que no disimula su dicción abrupta y lacónica. Sin embargo, nos recibió con Todo el tiempo de los cedros en las manos: “es un libro precioso.”
Los es, sin lugar a dudas. A partir de un hecho cierto y decenas de datos factuales -la historia de la familia de Ángel Castro Arguiz y Lina Ruz González, los padres de Fidel y de Raúl-, el testimonio narrativo se convierte en anécdotas en la pluma de Katiuska Blanco, que construye una obra de ficción, tejiendo sutilmente, como un encaje, cada hilo de realidad.
Casi ni se siente la exhaustiva información que hay detrás de cada línea, narrada con un lenguaje luminoso y de ritmos interiores. Son la luminosidad y la musicalidad las manifestaciones más llamativas de esta obra que nos adentra, en puntillas de pie y con la respiración en vilo, en las intimidades de la casa de los Castro-Ruz en Birán.
Nos enteramos, por ejemplo, que cobijaban el ganado y las aves de corral de la finca, debajo del entablado donde dormía la familia, “por el instinto de guardarlos de los soplos invernales de la península”. O que el padre hizo sembrar 15 000 naranjos, cuando los niños de la casa enfermaron y “no había dónde conseguir la fruta y precisaron esperar la llegada de un envío cercano.” También, que en 1956 el viejo Ángel buscó tras cada titular de noticias algún indicio de Fidel y de Raúl. “Don Ángel murió el 21 de octubre de ese año - recuerda Katiuska. Mantenía la esperanza de vivir el regreso de los hijos.”
Dijo Julio Cortázar que la fantasía se esconde tras la realidad de todos los días y no necesariamente en el penúltimo planeta de algún sistema solar. Aquí está la realidad fantástica de Birán, de una familia, de una época, mirados con fascinación y ternura. Fue esta, seguramente, una tarea ardua. Ni ese lugar, ni la familia que lo habitó son ajenos a los lectores de este libro de Katiuska, pues cada uno intenta por su cuenta corroborar en él sus propias certezas.
Pero es muy difícil no amar a este Birán que ella nos devuelve. La vida y la escritura apretadas en este libro se agradecen hasta mucho después de ser leído, porque quedan en nuestra memoria como el olor de los cedros a los que Katiuska también les rinde homenaje. Un libro sencillamente perturbador que, para describirnos el encuentro entre Ángel y Lina, abre así su primera página:
“Ella olía a cedro como la madera de los armarios, los baúles y las cajas de tabaco, con el aroma discreto de las intimidades que, en su tibia y sobria soledad, recuerda los troncos con las raíces en la tierra y las ramas desplegadas al aire. Su olor perturbó los sentidos de don Ángel. No supo si era el pelo de la muchacha recién lavado con agua de lluvia y cortado en creciente de luna para los buenos augurios, o tal vez su piel de una lozanía pálida y exaltada. Quizás era él. Imaginaba cosas, las inventaba o las sentía sin buscarse pretextos o razones válidas.”
Los es, sin lugar a dudas. A partir de un hecho cierto y decenas de datos factuales -la historia de la familia de Ángel Castro Arguiz y Lina Ruz González, los padres de Fidel y de Raúl-, el testimonio narrativo se convierte en anécdotas en la pluma de Katiuska Blanco, que construye una obra de ficción, tejiendo sutilmente, como un encaje, cada hilo de realidad.
Casi ni se siente la exhaustiva información que hay detrás de cada línea, narrada con un lenguaje luminoso y de ritmos interiores. Son la luminosidad y la musicalidad las manifestaciones más llamativas de esta obra que nos adentra, en puntillas de pie y con la respiración en vilo, en las intimidades de la casa de los Castro-Ruz en Birán.
Nos enteramos, por ejemplo, que cobijaban el ganado y las aves de corral de la finca, debajo del entablado donde dormía la familia, “por el instinto de guardarlos de los soplos invernales de la península”. O que el padre hizo sembrar 15 000 naranjos, cuando los niños de la casa enfermaron y “no había dónde conseguir la fruta y precisaron esperar la llegada de un envío cercano.” También, que en 1956 el viejo Ángel buscó tras cada titular de noticias algún indicio de Fidel y de Raúl. “Don Ángel murió el 21 de octubre de ese año - recuerda Katiuska. Mantenía la esperanza de vivir el regreso de los hijos.”
Dijo Julio Cortázar que la fantasía se esconde tras la realidad de todos los días y no necesariamente en el penúltimo planeta de algún sistema solar. Aquí está la realidad fantástica de Birán, de una familia, de una época, mirados con fascinación y ternura. Fue esta, seguramente, una tarea ardua. Ni ese lugar, ni la familia que lo habitó son ajenos a los lectores de este libro de Katiuska, pues cada uno intenta por su cuenta corroborar en él sus propias certezas.
Pero es muy difícil no amar a este Birán que ella nos devuelve. La vida y la escritura apretadas en este libro se agradecen hasta mucho después de ser leído, porque quedan en nuestra memoria como el olor de los cedros a los que Katiuska también les rinde homenaje. Un libro sencillamente perturbador que, para describirnos el encuentro entre Ángel y Lina, abre así su primera página:
“Ella olía a cedro como la madera de los armarios, los baúles y las cajas de tabaco, con el aroma discreto de las intimidades que, en su tibia y sobria soledad, recuerda los troncos con las raíces en la tierra y las ramas desplegadas al aire. Su olor perturbó los sentidos de don Ángel. No supo si era el pelo de la muchacha recién lavado con agua de lluvia y cortado en creciente de luna para los buenos augurios, o tal vez su piel de una lozanía pálida y exaltada. Quizás era él. Imaginaba cosas, las inventaba o las sentía sin buscarse pretextos o razones válidas.”