Washington contra el Fidel guerrillero (I)
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El conocimiento de cuánto hizo Estados Unidos por impedir el triunfo de la revolución cubana es muy importante para la formación política de las nuevas generaciones de cubanos y latino-caribeños. Porque su tenaz apoyo a la dictadura de Fulgencio Batista y sus febriles maniobras para lograr la frustración de la guerra de liberación encabezada por Fidel Castro, corroboran de modo inequívoco el carácter profundamente antipopular y antidemocrático del sistema imperialista estadunidense y de su política exterior intervencionista.
De la misma manera, confirman la mirada colonial y anexionista hacia Cuba de las élites de ese país, que se remonta a la toma y ocupación de La Habana por los ingleses (1762). El historiador cubano Ernesto Limia ha documentado los pingües negocios que hizo desde ese momento en la capital cubana la burguesía de las 13 colonias de América del Norte, que contribuyeron notablemente al desarrollo económico de la futura potencia y fueron el prólogo a su rápido dominio de la economía insular en la primera mitad del siglo XIX.
Washington se comprometió a fondo con la dictadura de Batista. No existe todavía la evidencia de que haya sido el orquestador del golpe de Estado (1952) que la gestó e impuso, pero sí de que su embajada y su misión militar en La Habana conocían en detalle los planes conspirativos que estaban en marcha en las fuerzas armadas y, de oficio, esa información debe haber llegado al Departamento de Estado, a la CIA y al Pentágono. Sin embargo, la Casa Blanca del general Eisenhower no hizo nada por alertar al gobierno de un país amigo, electo según las reglas de la democracia representativa, lo que era su deber según las normas del derecho internacional y también por razones morales, máxime si se considera la constante autoproclamación por la potencia como la practicante y defensora, por excelencia, de la democracia.
Más aún, la campaña de los medios de información de Estados Unidos para legitimar al golpe y al tirano ante la opinión pública nacional e internacional fue descomunal, como puede comprobar fácilmente quien revise las principales publicaciones y los cables de sus agencias de noticias en las semanas siguientes a la asonada militar. Tónica únicamente rota por los reveladores reportajes sobre la guerrilla en la Sierra Maestra y la entrevista con Fidel que publicó en The New York Times en febrero de 1957 el ilustre reportero y escritor Herbert Matthews, quien, por cierto, fue apartado de escena cuando se hizo evidente su amistad y respeto sinceros por la posteriormente triunfante revolución cubana y su líder.
Aunque los círculos de poder de ese país subestimaron a Fidel y al ejército rebelde y su misión militar en Cuba, el propio Pentágono y la CIA no tenían idea de la gran amenaza y las potencialidades revolucionarias que implicaba para su dominio sobre la isla una guerra de guerrillas con apoyo popular, ni podían imaginar el liderazgo estratégico y táctico genial que la conduciría, sí le brindaron durante gran parte del conflicto, consistente sustento político y militar bajo los llamados programas de ayuda mutua.
Fue en marzo de 1958, tras 15 meses de guerra, cuando bajo la presión de la opinión pública, del Congreso y de algunos medios de difusión, Washington decidió un embargo de armas a la impresentable dictadura batistiana, cuando ya tenía en su haber una estela de supresión de las libertades democráticas elementales, represión de la protesta popular, miles de asesinatos, tortura sistemática y horrendos crímenes de guerra.
Pero, ¡oh cinismo!, violó su propio embargo desde el mismo día de entrar en vigor mediante el suministro sistemático de bombas, cohetes y munición a los aparatos de la fuerza aérea del régimen de facto, precisamente en los aeródromos de la Base Naval de Guantánamo. Partiendo de allí los aviones ametrallaban y bombardeaban –a veces con napalm– no sólo las fuerzas rebeldes de la columna 1 y el II Frente Frank País en la extensa área del oriente cubano donde operaban, sino a la población campesina, en la que habían ocasionado la muerte de niños, ancianos y mujeres.
Fue para detener esa ignominia y evidenciar el crimen que estaba cometiendo Estados Unidos que tropas del II Frente, comandado por Raúl Castro, procedieron a la célebre Operación Antiaérea a finales de junio de 1958, la que mediante la retención de 49 civiles y efectivos militares estadunidenses de la citada base hizo detener los bombardeos.