Noche de sábado con Fidel
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Tenía cuatro teléfonos negros sobre el buró, a la izquierda. A través de esos aparatos progresó la historia de la Revolución en estas cinco décadas. A través de ellos se había articulado sus argumentos, sus órdenes, sus citas, sus compromisos y, pocos lo saben, con ellos dedicó repetidas noches a comunicarse con congresistas y senadores norteamericanos —mientras más recalcitrantes en su contra, mejor— para, en vehemente tono de “Saulio, Saulio, ¿por qué me persigues?”, contarles su programa revolucionario y sus anhelos de paz y prosperidad y de barrer con la injusticia en suelo cubano. Noches enteras en esa actividad. “Senador, con su permiso. Larga distancia. Desde La Habana. Dice que es Fidel Castro. No. Ninguna broma. Fidel Castro.”
En un par de ocasiones, estando yo al otro lado de ese buró y mientras charlábamos sobre cualquier cosa, tuve oportunidad de disfrutar de la torpeza con que se desempeñaba al pulsar las teclas de los teléfonos. Tiene unos dedos largos y finos, de uñas cuidadosamente arregladas y probablemente esmaltadas como sólo se lo permitían los dones de la mafia en La Habana de los años 50, unos dedos sin duda delicados, diríase que femeninos y más femeninos aún a la hora de recibir su llamada y oprimir el botón de acceso a la línea que le indique su oficial de guardia. Da un golpecito sobre la tecla, como picoteando, para no lastimarse las uñas que, extraña pretensión, han sido limadas en forma puntiaguda.
“Esta mierda”, me dijo uno de esas veces, teléfono en mano.
En el cubículo contiguo, atendiendo la centralita, estaba el teniente coronel Cesáreo, un veterano de su escolta, que me había honrado con el beneficio de darme la espalda mientras yo hablaba con el Comandante, por lo que deduje, una de dos, o que mi persona gozaba de la más absoluta de todas las confianzas o que no se me tomaba como un peligro potencial.
Esta mierda, yo debía saberlo, eran todos los teléfonos del mundo que requerían pulsarse.
Había sido una noche animada por la sorprendente conducta de Fidel. Era una en la que yo me sentía muy cerca de él, pero que a su vez me desconcertaba. El caso es que se mostraba urgido de una especie de sentimiento de solidaridad. No parecía serle suficiente mi natural admiración por su persona, por sus desempeños como jefe de la Revolución. Quería otra cosa. Un sábado de febrero o marzo de 1984. Fidel me mostró su último trofeo: un enorme tabaco, como de un metro de largo, colocado sobre una base de madera, enviado por el sindicato de una fábrica de puros que acababa de ganar una emulación productiva. “¿Qué te parece? ¿Um? Ganan la emulación y me mandan este tabacón. Nobles que son.”
En efecto, había algo más que puerilidad en el diálogo. Algo que, me van a perdonar, era no sólo perturbador sino que reclamaba compasión. Quizá nadie mejor que yo en aquel momento para procesar toda la información que se estaba emitiendo y actuar en consecuencia porque soy un escritor y porque aprendí arduamente la lección de mi maestro Hemingway cuando dijo que un escritor tenía que acostumbrarse a su soledad. Aquel hombre no era un escritor, era seguramente por naturaleza un asesino tan despiadado como temperamental y no podía ser escritor porque carecía de una verdadera capacidad de abstracción y porque su pensamiento no era parabólico y por tanto no podía concebir moralejas amén de que en los próximos años, entre él y yo, estableceríamos argumentos de sobra para convertirnos en enemigos a muerte -y a muerte será, compañero- pero aquella noche probable de febrero, yo con mis reglamentarios jeans y chaqueta Levi´s y él con sus investiduras eternas de la guerra en la jungla, éramos dos seres equipados sólo con nuestras soledades, y como navajos con sus tesoros de baratijas, no teníamos otros bienes para compartir, dos náufragos que se intercambian saludos de desesperanza a lo lejos y en la vastedad del océano y de inmediato, impulsados por corrientes contrarias y que no dominan, siguen de largo, cada cual por su rumbo.
“Cojones —me dije—, pero qué soledad la de este hombre.”
Devolvió el trofeo con el tabaco al librero detrás de él y debe haber pensado que su objetivo no había sido conquistado porque dio un sonoro suspiro, más bien un respingo, y me preguntó, imperativo: “¿Qué hora tú tienes ahí?”
Como si él no tuviera un reloj.
Claro, después de mi cuenta, el problema era que yo estableciera desde mi hora, su próxima arremetida.
“Las siete, comandante.”
“Como las siete”, dijo, reflexivo.
Evidentemente una hora aún temprana para el efecto que quería lograr.
“Pues ahorita son como las nueve ¡y yo aquí todavía, trabajando!”
Volvió a su reflexión autocompasiva.
“Sábado por la noche y yo trabajando.”
Muy difícil responder a una declaración como esta sin desbarrancarse en el plano inclinado de la adulonería más absoluta -e innecesaria-. Tan difícil como ignorar la apetencia de un personaje de este calibre que lo único que te está pidiendo, y que él quiere y que necesita, es que tú le sueltes una sinecura, le digas que se esta sacrificando por el pueblo y que no tiene hora ni descanso en su entrega y que nada calma su dedicación total a la patria, en realidad, a las humanidad entera. En fin, que desesperaba porque lo mimaran. Que yo lo mimara. A Fidel Castro.
“No, del carajo, Comandante”, dije, casi como quien ofrece un pésame por la muerte del padre, que es cuando, meditabundo, logré a plenitud, aunque casi involuntariamente, la precisión enunciativa que requería el momento, y le dije:
“Nadie en el mundo creería esto.”
Oh, cómo le gustó esa frase.
En realidad yo estaba pensando que nadie en el mundo creería que yo estaba en esa situación con Fidel Castro de no saber cómo agasajarlo por unos segundos y se me escapó en voz alta la expresión.
“¿Verdad?”, exclamó, el rostro iluminado.
“Nadie”, insistí, convencido.
“Un sábado por la noche y yo aquí, trabajando, mientras el pueblo se va por ahí, de fiestas. De verdad que nadie lo creería.”
Nadie. Nadie lo creyó. Ni siquiera lo supo. Pero, de cualquier manera, yo tuve conciencia aquella noche de que la banalidad, pese a consumir un alto por ciento de la existencia, nunca se reconoce en la Historia. El problema era entonces saber si podía escribirlo.