La confianza de Fidel
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Después vendrá el tiempo de las reflexiones, permitámonos ahora expresar los sentimientos, dejemos que fluyan los recuerdos, porque el Gigante desaparecido fue parte de nuestras vidas que no fueron las mismas desde la emergencia de la Revolución Cubana. Si los ‘60 se asocian al cambio y la rebeldía, desde los Beatles al Mayo francés, de la revolución sexual al Cordobazo, esa década comenzó para nosotros un año antes, cuando Fidel entró victorioso en la Habana.
En un principio hubo dudas, La Nación y La Prensa celebraron el triunfo del Ejército Rebelde y hasta Francisco Manrique –uno de los secuestradores del cuerpo de Evita– saludó en su diario Pregón con grandes titulares lo que consideró una victoria democrática. El desconcierto permitió a un descolgado –cuyo nombre, con piedad, la historia no recogió– sostener que si los gorilas estaban con Fidel, lo más revolucionario era apoyar al dictador Batista. No tardó en disiparse la confusión cuando el nuevo gobierno cubano dictó normas que redistribuían la tierra y afectaban a los grandes consorcios extranjeros, mostrando que la dictadura no sería reemplazada por una de esas democracias limitadas alineadas con los Estados Unidos.
América Latina tenía una larguísima historia de luchas populares, pero hasta que llegó Castro, la revolución no parecía estar a la orden del día. Los comunistas como la mayoría de las otras fuerzas de izquierda no vieron más que como una aventura el asalto al cuartel Moncada. Más tarde, cuando los revolucionarios mostraron que eran capaces de triunfar militarmente y de liderar una gran frente político, toda la izquierda cubana se alineó junto a Fidel.
Las ideas y las propuestas de cambio tienden a personificarse y eso las hace más o menos creíbles. Los jóvenes no son necesariamente portadores de lo nuevo, también pueden entretener su entusiasmo en la redición de viejas fórmulas, pero cuando la juventud conduce el cambio éste es más radical y también más contagioso. Fidel, el Che y los demás dirigentes cubanos nos parecían a comienzos de los ‘60, la encarnación de la revolución. Esta idea, demonizada hoy y asociada con la pura violencia, es también una conmoción profunda en la sociedad, estímulo para nuevos movimientos y nuevas ideas. Así lo pensaron C. Wright Mills, Waldo Frank, Jean Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Paul Baran, Paul Sweezy y tantos otros intelectuales de una izquierda inconformista convocados por ese aliento renovador de la experiencia cubana. También Rodolfo Walsh, desengañado por el giro que tomaba el gobierno de Arturo Frondizi, se fue a La Habana para colaborar con su amigo Jorge Ricardo Massetti en la fundación de Prensa Latina.
Ese espíritu de renovación y apertura que se advierte en los primeros momentos de la Revolución se manifiesta en muchas producciones culturales y aún en la carta sobre “El socialismo y el hombre en Cuba” que el Che escribe al director de Marcha de Montevideo, en 1965: un texto que es un llamado a la acción revolucionara y una fuerte ratificación del liderazgo de Fidel, pero también una crítica demoledora de toda pretensión de “realismo socialista” y de modelos únicos para el arte y la literatura de ficción. No siempre los tiempos fueron favorables para esta corriente renovadora , como se advirtió en las polémicas sobre el caso Padilla o la política hacia la diversidad sexual.
“Esta es la Meca revolucionaria y todos vienen a beber en el manantial”, escribía a Perón, desde La Habana, John William Cooke en referencia a la presencia en la capital cubana de tantos dirigentes y militantes políticos latinoamericanos. Tan temprano como en 1959, en el norte argentino, la fugaz guerrilla de los Uturuncos, manifestación de la resistencia peronista, será asociada en el imaginario con Cuba, aunque seguramente no existían entonces esas conexiones. En los años sucesivos, se sucedieron en diversos países los intentos de lucha armada revolucionaria y no tardó en advertirse que no sería sencilla la reedición de la experiencia de Sierra Maestra. Toda revolución debe ser una respuesta original y si algo debiéramos cuestionar a la dirección cubana no sería ni su ejemplo ni su prédica en pro de la revolución latinoamericana sino que una experiencia tan rica como la que derribó la dictadura batistiana con el más amplio apoyo político y social haya sido convertida por la versión foquista en una empobrecedora simplificación.
Esa prédica revolucionaria de Cuba culminó en julio de 1967, cuando luego de la Conferencia Tricontinental del año anterior, la Habana es sede de la reunión de la Organización Latinoamericana de Solidaridad (OLAS) en la que participaron Salvador Allende, Cooke y muchos dirigentes de los movimientos revolucionarios latinoamericanos. En esa reunión había un gran ausente, al que no se creía necesario mencionar, pero cuyo peso todos advertíamos. El Che Guevara estaba peleando en Bolivia y el movimiento que se estaba gestando en La Habana sólo podía entenderse en ese marco.
La muerte del Che, en octubre, obligó a Fidel a una penosa intervención radial en la que con claridad y precisión explicó a los cubanos deseosos de rechazar la “patraña de la prensa imperialista” que el muerto de La Higuera era efectivamente el Che. Discurso admirable, porque el líder cubano, sobreponiéndose al dolor, comprendió cuan peligrosa resultaría en este caso cualquier confusión. Pocos días después, frente a una concurrencia que llenaba la inmensa Plaza de la Revolución, Fidel dijo esas palabras que desde entonces se han repetido constantemente como consigna: “Y cuando nos preguntan cómo queremos que sean nuestros hijos, decimos: ¡Queremos que nuestros hijos sean como el Che!”. No puedo asegurar que el millón de personas que estaba en la plaza llorara, pero por donde mirara sólo veía ojos inundados de lágrimas.
En los ochenta, Fidel, siempre interesado en levantar banderas que afirmaran la unidad latinoamericana, tomó como causa fundamental, el cuestionamiento a la deuda externa y en 1985 hubo muchas reuniones en La Habana para analizar la situación y buscar caminos de acción común. En ese mismo año, el entonces presidente del Perú, Alan García, había formulado una propuesta para limitar el pago de la deuda que tuvo repercusión en la región. En una reunión privada con un grupo de intelectuales y economistas, Fidel no ocultó su fastidio frente a esta actitud de García sobre cuya consecuencia y sinceridad tenía muchas dudas. Confieso que entonces me llamó la atención esta posición del líder cubano, porque dentro del difícil escenario latinoamericano la postura peruana representaba un avance hacia la moratoria de la deuda. Aunque sigo pensando eso, el posterior comportamiento político de García confirmó las prevenciones de Fidel.
Desde comienzos del nuevo siglo, la unidad latinoamericana tuvo avances notables. Fidel alentó desde un comienzo ese movimiento que él había impulsado en los ‘60. Esta nueva convocatoria a la unidad fue diferente de aquella, pero Fidel fue el primero en advertir el gran significado político de esta conjunción de esfuerzos que permitió el rechazo del ALCA y la creación de la Unasur. En el 2003, cuando asumió Néstor Kirchner, en las escalinatas de la Facultad de Derecho de Buenos Aires, dio una lección inolvidable. En actitud docente, advirtió sobre los riesgos que aquejaban a la humanidad ante un mundo cada vez más desigual en un contexto de depredación ambiental y pobreza creciente, pero frente a un pueblo que comenzaba a superar una crisis profunda y retomaba su proyecto emancipatorio Fidel dio también una versión optimista. No, por cierto, el optimismo ingenuo de los que creen que el mundo siempre va para adelante sino el de quien encuentra en la historia razones para creer que los pueblos terminan por encontrar caminos para enfrentar las nuevas acechanzas. Con esa misma confianza habrá cerrado sus ojos. Aunque tuvo tiempo para enterarse de la victoria de Donald Trump, su personaje antagónico en todos los sentidos, esperemos que ni siquiera eso haya alterado su mirada.