Haití: el infierno de este mundo (X)
Fecha:
30/01/2010
Fuente:
Periódico Granma
En el infierno de este mundo un buen bolero puede apretujar el alma. Hoy viví uno de esos momentos "raros", pero que parecen sublimes cuando estás lejos de la gente que quieres: tres hombres, robustos y bien plantados, cantaban a toda voz aquello de "sin ti, qué me puede ya importar, si lo que me hace llorar está lejos de aquí". Los días en Haití destilan nostalgia.
Pareciera que tanta tragedia, dolor, sufrimiento ajeno¼ nos ha vuelto a todos más sensibles. Son tantas las muestras de ternura que por estos días he presenciado, que por minutos creo haberme escapado del infierno. No puedo olvidar aquel "chocho" abuelo que por teléfono dice a su nietecito que no puede regresar porque el avión está roto. En cambio, y para aplacar la tristeza del pequeño, imita al coronel Elpidio y hasta al caballo Palmiche. El abuelo no regresa por ahora, pero el pequeño Panchito cuelga feliz porque habló con sus héroes infantiles.
Cuántas doctoras he visto por estos días acompañar el dolor de tantos niños con sus propias lágrimas. Ahí está la cirujana Abrahana, que con el alma en la mano habla de los pequeños que ha tenido que amputar. Todas parecen acordarse entonces de sus niños felices allá en Cuba, y se les ensombrece la mirada. Si en situaciones normales de lejanía, el recuerdo de la familia colma cada segundo, en estos días esa remembranza se incrusta en la piel, y no importa dónde te escondas, contigo va.
Pero no solo del lado de acá las emociones son profundas. En Cubita bella, a muchas familias se les vuelve el corazón una pasa, entre el desasosiego por nuestra salud y el orgullo por sabernos útiles. Cómo no entender entonces cuando la pequeña Carolina escribe a su mamá que regrese pronto, pero que le traiga una piedra de este Haití devastado. O cuando aquella madre recuerda que hay que lavarse a menudo las manos, que no se puede dejar de comer y que te cuides mucho. O aquel padre, que dice haber imaginado que llegabas este domingo.
Por eso no puedo asombrarme con el bolero encendido que tres hombres cantan. Haití y su tristeza nos hacen buscar alicientes en lo nuestro.
Pareciera que tanta tragedia, dolor, sufrimiento ajeno¼ nos ha vuelto a todos más sensibles. Son tantas las muestras de ternura que por estos días he presenciado, que por minutos creo haberme escapado del infierno. No puedo olvidar aquel "chocho" abuelo que por teléfono dice a su nietecito que no puede regresar porque el avión está roto. En cambio, y para aplacar la tristeza del pequeño, imita al coronel Elpidio y hasta al caballo Palmiche. El abuelo no regresa por ahora, pero el pequeño Panchito cuelga feliz porque habló con sus héroes infantiles.
Cuántas doctoras he visto por estos días acompañar el dolor de tantos niños con sus propias lágrimas. Ahí está la cirujana Abrahana, que con el alma en la mano habla de los pequeños que ha tenido que amputar. Todas parecen acordarse entonces de sus niños felices allá en Cuba, y se les ensombrece la mirada. Si en situaciones normales de lejanía, el recuerdo de la familia colma cada segundo, en estos días esa remembranza se incrusta en la piel, y no importa dónde te escondas, contigo va.
Pero no solo del lado de acá las emociones son profundas. En Cubita bella, a muchas familias se les vuelve el corazón una pasa, entre el desasosiego por nuestra salud y el orgullo por sabernos útiles. Cómo no entender entonces cuando la pequeña Carolina escribe a su mamá que regrese pronto, pero que le traiga una piedra de este Haití devastado. O cuando aquella madre recuerda que hay que lavarse a menudo las manos, que no se puede dejar de comer y que te cuides mucho. O aquel padre, que dice haber imaginado que llegabas este domingo.
Por eso no puedo asombrarme con el bolero encendido que tres hombres cantan. Haití y su tristeza nos hacen buscar alicientes en lo nuestro.