Fidel
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Conocí La Habana el verano del 58; tenía 10 años. Iba con mis padres a un hospital de EEUU en un cuatrimotor de Panagra: se incendiaron 2 motores y aterrizó de emergencia. Nos alojaron en un hotel de lujo, con máquinas tragamonedas junto a los urinarios en los baños, en una ciudad que vivía del juego y la juerga. El diario dedicaba titulares a los bandoleros de la Sierra Maestra y elogiaba a Batista. Seguimos viaje y quedaron en mi retina los baños con tragamonedas.
1º de enero del 59: la revolución de los “bandoleros” triunfó. Fidel, el Che, Camilo y muchos más abrían un capítulo de la historia latinoamericana que cumple 50 años: afirmar soberanía, justicia, equidad, solidaridad y dignidad a puertas del imperio.
En abril del 70 volví a encontrar cubanos con la tragedia del terremoto y el aluvión de Huaraz y Yungay: 66,000 muertos y 143,000 heridos.
Vinieron con la sangre de Fidel y miles de cubanos, dos hospitales de campaña y ayuda. Nosotros éramos una brigada de voluntarios de la PUCP. Fue un contacto corto: en semanas, la distribución gubernamental desviaba parte de la ayuda a militares y al mercado negro, mientras los voluntarios éramos expulsados de la zona por protestar junto a los campesinos.
A finales de los 80 regresé a La Habana, con una delegación del PUM, a un evento sobre la deuda externa y AL. Se vivía la crisis internacional de la deuda y García amenazaba con limitar el pago de la misma al 10% de las exportaciones. Fidel inauguró el evento. Calculó que, con leoninos intereses, habíamos pagado varias veces lo prestado pero la deuda crecía, que nos imponían políticas económicas para pagarla pero negando recursos a educación, salud y programas sociales, anulando todo desarrollo soberano. Planteó la necesidad de un frente con empresarios, pero obvió el tema de la deuda con los países del campo socialista y la URSS. El debate, de 2 días, fue rico.
Esa noche nos llamaron a una reunión con Fidel. Avisamos a nuestras compañeras y salimos. En Palacio nos llevaron a un despacho amplio y austero: un escritorio, una salita y una larga mesa con sus asientos y libretas de notas. Esperando, oteamos la biblioteca: los libros –de casi todo lo imaginable– estaban llenos de anotaciones. No era biblio-estética. A las 11pm, entró Fidel. Uniforme verde olivo, paso decidido, calidez inmediata. Casi al instante, preguntó: “¿Y las señoras?”. Desconcertados, dijimos entender que era una reunión con los dirigentes. De inmediato nos pidió llamarlas. Llegaron a medianoche y comenzamos. ¿Y el machismo-leninismo cubano?
Conversamos hasta casi las 7 am: Cuba, Perú, AL, el mundo, la deuda, energía, economía, la lucha social, el socialismo. No imaginé nunca a Fidel tomando nota de lo que decíamos. Preguntó sobre el estado del gas de Camisea, IU, la tasa de mortalidad infantil en Ayacucho…todo. Y por opiniones a su enfoque sobre la deuda. La sencillez y apertura a escuchar, su impecable nivel de información concreta y su obsesivo afán de precisión (podía llamar a un ministro a las 4 am a consultarle una cifra) nos impresionaron. Al mencionarle que había obviado el tema de la deuda en el bloque socialista, dijo que eran otras las condiciones en relación a los créditos capitalistas y al manejo del intercambio comercial.
Pero agregó: no vamos a pagar, deben convencerse de que es un tema de equidad. En el discurso de clausura del seminario tocó el tema, junto a otras sugerencias del debate. ¡Un Presidente que escucha! Sabíamos que Fidel iba por Cuba tratando los problemas concretos con la gente, pero nunca imaginamos esta actitud.
Al regresar a casa, a dormir, prendimos la TV. A las 8 am, trasmitieron la continuación del seminario. En la mesa estaba Fidel. Nos levantamos y fuimos. Terminamos cerca de las 9 pm, con una gran lección de responsabilidad.
Allí supe que Fidel nunca inauguraba un evento y se marchaba: se quedaba, escuchaba, debatía. Un estilo muy distinto al de muchos políticos: escucharse a sí mismos, no a la gente.
Conocí a varios dirigentes cubanos en lo cotidiano. Pocas veces he visto esa austeridad y sencillez en dirigentes estatales: Manuel Piñeiro, comandante y responsable del poderoso Departamento América del CC del PCC, tuvo –desde que lo conocí– el mismo viejo Lada y vivió en una casa de 2 habitaciones sin lujos. Otra vez, invitado a conocer Varadero, tomamos un pequeño yate a las isletas. Al poco rato, nos acercamos a un viejo bote a la deriva. A bordo, había dos ministros, a quienes regresamos a puerto.
Reanudado el viaje, avistamos otra lancha, más discreta que la nuestra. Pescando sencillamente –a pulmón, con snorkel– estaba Fidel, en un raro momento de distensión. Sacó dos langostas del mar y las echó sobre la cubierta. Unas palabras y partimos, con el almuerzo que –al ajo– cocinaría el marinero.
En enero del 2003, cuando Lula juró la presidencia, reencontré a Fidel. No lo veía años, lapso en que me rompí la cadera 2 veces y me operé en el Perú. Al abrazarme, preguntó primero: ¿y la cadera? Mi mujer quedó estática. Esa noche pensamos: esa selectiva memoria emocional –en un encuentro fuera de protocolo– revela la cualidad de pensar en “el otro”, y eso es parte de lo que hace de Cuba una potencia en educación, medicina, arte y deporte, un protagonista mundial de la dignidad y la solidaridad.