Escuchen… ¡Aquí se ayuda!
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“Llegó la hora”, dicen. La joven de 21 años, con un pasaje en el bolsillo, se abre paso entre quienes caminan apurados por el aeropuerto militar de Luanda, Angola, hasta que aborda un avión. No le han dicho sobre paradas o planes, solo sabe que su destino es la ciudad de Huambo y que algo importante sucederá.
Los relojes se acercan al mediodía del 27 de agosto de 1984. Los pueblos pasan unos tras otros. Muy lejos de aquí está el suyo: San Antonio de Río Blanco, en el entonces habanero municipio de Jaruco.
En ocasiones, siente que se estrellará desde esa incómoda altura. Lo dice, lo piensa, calcula la probabilidad. Los pilotos rusos adivinan sus miedos. Trasladan junto a la muchacha maestra varias cajas de pescado.
Ania Ortega Asencio es muy joven, pero en la ciudad de Luanda aprendió cuán amarga es la miseria. Allí vio niños descalzos. Por eso, ahora viaja en un avión del que solo los cobardes se bajarían. Está segura de que debe hacer algo por esos pequeños.
Tras su llegada, la reciben unos compañeros. Le advierten de que es un lugar peligroso. ¿Peligroso? Todos los sitios de allí lo eran. Pero en Huambo había mucho de proyectiles de los G-5 sudafricanos, de tierra estremecida, de Jonas Savimbi.
Sin embargo, Ania, junto con Teresa, Magalis, Eva, Belquis, Rosita y Javier, en compañía de otras jóvenes, no se detuvo a mirar. Su departamento era como un dibujo encogiéndose y agrandándose con cada visita de otros profesores. Y en las mañanas viajaban hasta la escuela N´Dala Kandumbo y enseñaban a los niños.
Desde entonces, guarda en su memoria aquel día en el que una bomba explotó. Sin pensarlo dos veces tomó refugio entre las guaguas. Los gritos podían oírse muy lejos de allí, en su natal Cuba. A ciegas entre tanto tumulto, ella y sus amigos supieron que un alumno fue el autor de los hechos. Corrieron hacia su colegio y, tras entrevistarlo, conocieron que todo había sido a cambio de un saco de harina.
Ahora muestra sus fotografías y habla, habla con ganas cuando recuerda aquellos años. La maestra sabe que más de 370 000 cubanos prestaron su colaboración en defensa de ese país africano y su integridad territorial; 50 000 cubrieron una ruta de más de 11 000 kilómetros para ofrecer su aporte civil, y 2 077 abonaron la victoria con su sangre. Ania Ortega, por alguna poderosa razón, deja asomar una lágrima.
Abrazar a un hijo
Todas las tardes se sienta en el sillón del portal para ver pasar la vida, crecer a sus nietos, y recordar historias de guerra apenas desempolvadas por su familia alguna que otra vez. A Vicente Cortina ya le pesan sus 82 años, por eso siente que es tiempo para evocar las anécdotas de su paso por Angola, cuando integró una brigada de BTR.
Formar parte en 1977 de la más importante campaña internacionalista de nuestro país fue una experiencia única dentro de todas sus labores como capitán de la reserva.
La Operación Carlota, gesta donde los cubanos detuvieron la agresión sudafricana, dejó en él huellas imborrables: “Carlota es el ejemplo, nos guio en aquella valerosa misión ¡Valga Fidel que reunió a miles de hombres para cumplir voluntariamente con tan inmensa tarea!”.
Luego, evoca su traslado a Etiopía en 1978 y, con la mirada perdida en la distancia, rememora su colaboración durante la visita del Comandante en Jefe a ese país. Pasó largas jornadas cerca del desierto del Azab, desafiando una tormenta tras otra.
Al regresar a Cuba, su hijo fue destinado cerca de Cuito Cuanavale. Vivió noches de incertidumbre, dolor y muchas demoras por noticias. “Quizás fue uno de los momentos más terribles de mi vida”. Sin embargo, al llegar su pequeño, un cálido abrazo lo aguardaba.
Como él, en Cabinda, Quifangondo, Los Morros de Medunda, Cangamba, Sumbe, Ruacaná, Calueque, hombres y mujeres de esta Isla “simbolizaron lo más puro de una página brillante, limpia, honrosa, transparente en la historia entre los pueblos”, como la definió en su momento el general de ejército Raúl Castro.
Allá estuvieron tanquistas, infantes, artilleros, tropas ingenieras, especiales, de comunicaciones, zapadores, pilotos, exploradores, personal de retaguardia, de la defensa antiaérea, caravaneros, ingenieros, técnicos, y también maestros, médicos y constructores.
Amor, amor, amor…
¿Quiénes son estos héroes que abandonaron sus hogares, a veces dejando atrás a sus hijos pequeños, para arriesgarlo todo en favor de los menos afortunados? En Cuba, escasas son las personas que no hayan participado, ya sea individualmente o a través de sus seres queridos, en alguna misión solidaria en el extranjero. Desde sus inicios, la Revolución colocó la solidaridad como una prioridad fundamental.
Romelia Ferias, una enfermera en busca de especialización en Obstetricia, se desempeñó en Banjul, la capital de Gambia, entre los años 2000 y 2003. Allí tenía una sola profesión: la de ayudar. Lo de amiga, profesora, cocinera y hasta partera quedó en la lista de atributos.
En medio de sus interminables jornadas y al crear una sala de acupuntura, vivió nuevas experiencias. Recuerda un día en particular, cuando enfrentó el desafío de colocar un suero a una niña con malaria cuya vena era demasiado pequeña. Romelia no podía aceptar que la niña fuera a morir. Con determinación, se ajustó sus lentes, se frotó las manos y logró insertar la aguja de un solo movimiento. Permaneció inmóvil mientras el resto del equipo abría el regulador: 200 cc, 300 cc. Romelia suspiró al terminar. El deseo de vivir superó a la muerte y, unas horas después, la niña se movía en su cama.
Luego, en Venezuela, atendió a una joven a punto de dar a luz. Preparó las condiciones para el parto. El bebé nació y fue motivo de alegría. Sin embargo, escuchó una pregunta: “¿Te quedarías con mi hijo?”. Como respuesta, Romelia le enseñó a amar al chico.
Estos son ejemplos de Cuba como motor de la solidaridad. Ejemplos que demuestran cómo, frente al rodillo neoliberal, otros valores son posibles: la solidaridad frente al individualismo, la cooperación frente al egoísmo. Fidel lo expresaba con otras palabras: “Quien no sea capaz de luchar por otros, tampoco lo será de luchar por sí mismo”.