Ella debía darle al líder aquella carta
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Hortencia Rojas Rojas guarda en su memoria de 91 años de edad, con celoso cuidado, aquel día en que la vida le regaló la oportunidad de conocer a Fidel Castro Ruz, de hablarle, para luego contemplar con orgullo la materialización de los anhelados cambios en bienestar del pueblo y el municipio de Yateras, en Guantánamo.
«Todo ocurrió en octubre de 1966 en Bernardo. Recuerdo que estábamos en plena cosecha de café y en casa habíamos sacrificado un cerdo para la comida. Entonces vino un hermano y me comentó que algo grande iba a pasar porque en todos lados se estaba haciendo una limpieza masiva.
«Por ese entonces teníamos tres hijos y vivíamos en lo alto de una colina, desde donde se divisaba bien el camino de ida y vuelta a la demarcación; y de pronto vi pasar la caravana de carros verde olivo. Enseguida mandé a verificar quién era, pero algo dentro de mí me decía que ahí venía él, era una corazonada de guajira.
«¡Se trataba de Fidel! Los niños me lo dijeron y dejé lo que estaba haciendo, me vestí y bajé desesperada aquella loma, crucé el paso del río y llegué al pueblo con el alma en la boca. Hasta se me olvidó la carne que estaba preparando», rememora.
Hortencia corrió como nunca, con el mismo ímpetu de los infantes que rodeaban, llenos de algarabía, los autos. Ella no podía perder ni un segundo, debía darle al líder una carta, una simple carta, solicitando crear la escuela secundaria en el asentamiento, porque en esos lares no había cómo continuar estudios, y su niña Isidra Ramírez Rojas quería superarse, ser profesional, la primera en la familia Rojas.
«Mi esposo salió adelante y casi se les tiró encima a los jeeps, tratando de abrirme camino hasta el hombre. Había tremendo barullo en aquel pedazo de monte, todos querían saludar a Fidel, quien fue directo al rancho de Cuba Café, a reunirse con los productores. La gente lo rodeaba con los morrales llenos del grano fresco y vitoreaban al barbudo, a nuestro salvador, porque en Yateras la dictadura no había causado más que dolor y penurias.
«Había demasiadas personas, tantas que apenas pude avistarle en el momento en que se iba. Entonces lamenté mi pena, y un soldado me oyó, cogió mi mano y me puso justo frente al jeep de aquel gigante de manos largas, que apreté bien fuerte, para comprobar que eran reales.
–¿Cómo estás Fidel?– pregunté.
–Bien– me respondió.
«Le comenté que tenía una carta para él, pero como se iba, la había entregado a uno de sus subordinados.
«Él, curioso, indagó de qué iba el texto y le expliqué. Recuerdo que mandó a alguien a apuntar el nombre de la pequeña, porque ella no se podía quedar sin estudiar. Escribió mis datos también y mientras hablábamos, le comenté otros casos de los que igual tomó nota. No hizo promesas, pero oyó todo y yo sabía que resolvería la situación.
«Antes de irse, se acercó a un vecino que colaba café en el camino, quien nerviosamente le regaló al Comandante un vaso prácticamente lleno».
¡Qué abundancia!– exclamó Fidel, bebió el líquido y se fue.
Así lo cuenta Hortencia, quien poco después de aquel inolvidable día conoció de la apertura del primer internado educacional en Palenque (poblado principal del municipio). Allí podía inscribir a su niña. Fidel había cumplido.
«Guardo celosamente el recuerdo desde entonces. Siempre quise compartirlo, agradecerle públicamente, incluso llegué a ir a La Habana tres veces y hasta le llevé café. Hombres como ese no existen en el mundo dos iguales y yo tuve el privilegio de conocerlo.
«Hoy mi hija Isidra es graduada de Agroquímica, especialista en suelos, fertilizantes y agua, y el resto de mis niños también son profesionales, eso se lo debemos a Fidel. En esta vida, ni siquiera mi abuelo Serafín Rojas, capitán del Ejército Libertador durante la colonia, pudo ver las maravillas que trajo esta Revolución al campo, pero yo sí y por eso la quisiera preservar siempre, como el mejor de los regalos al campesinado», aseveró la guantanamera.