El Fidel que me habita
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Llegó a mi vida cuando tenía cuatro años, justo al amanecer del primero de enero de 1959 cuando su nombre dejó de ser susurro de los mayores por rincones de mi casa para rebelarse en grito de alegría, de esperanza, de firmeza. Fidel y los barbudos me devolvieron a mi padre preso por la dictadura de Fulgencio Batista y, de la mano de mi madre, no hubo concentración o desfile al que yo no asistiera. Los niños pueden no entender el contenido exacto de las palabras, pero sí la emoción y la energía que trasmiten. Escuchar y ver hablar a Fidel para mí fue eso: fuerza, mucha fuerza potenciada en multitudes. Crecí con ello.
La vida a su paso nos pone en encrucijadas en las que uno se ve precisado a sopesar riesgos y conveniencias del momento con el meollo de uno mismo. Juro que si he sido siempre yo a contrapelo de todo, es porque muchas veces me inspiré en Fidel. Y tal vez por ello, soy una mujer respetada y feliz.
No he podido ni puedo vivir de otra forma que en revolución, cambiando lo que tiene que ser cambiado en mi vida personal, en mi entorno y en mi país. No imagino otra felicidad que no lleve consigo la justicia y el respeto a la dignidad humana, ni otra manera de existir que no sea la de trabajar por alcanzar sueños y luchar contra la mentira, el oportunismo y la mediocridad dondequiera que esté. Si he sido para burócratas una revolucionaria molesta, confieso que en ello han estado las enseñanzas de mis padres y de Fidel. Y créanme: más allá de incomodidades pasajeras, lo he disfrutado muchísimo. Forman parte del anecdotario familiar y de mis amigos, y del legado a mis hijos y nietos.
Mis padres ya no viven; mi padre Fidel se acaba de ir. Su obra multiplicada está en nosotros y en mí, y en mis hijos, en sus hijos y será también de sus hijos, aunque llegue el día en que ni lo sepan.
Ha sido un privilegio muy grande vivir en el tiempo de Fidel. Y no tengo duda alguna: Fidel es estirpe de cubanía que estará con nosotros ¡siempre!